Tenemos que hablar de Uwe

25 Uwe Boll 2

El director alemán Uwe Boll es probablemente uno de los directores con un mayor número de haters a nivel internacional, entre otros menesteres porque tiene el dudoso honor de ser el realizador que más adaptaciones cinematográficas de videojuegos ha realizado (un total de 12 hasta la fecha), todas ellas con una calidad más que dudosa. Objeto de las iras de los fans de los videojuegos, protagonista de durísimas críticas del entorno de la prensa especializada y ganador del Razzie 2009 a la peor carrera por “ser la respuesta alemana a Ed Wood”, Boll resulta un personaje iracundo y fascinante, capaz de defender con uñas y dientes su trabajo hasta el punto de retar a diversos críticos a combates de boxeo. Mientras que cinéfilos y gamers promovieron en 2008 una campaña de recogida de firmas para invitarle a abandonar el mundo del audiovisual (1), el realizador alemán ha permanecido impermeable a la opinión general y ha aprovechado sus campañas de promoción para soltar perlas mediáticas sobre la ineptitud del director del Festival de Cine de Berlín por haber rechazado su película Auschwitz (2011) (2) o para asegurar que su cine no es peor que el de Woody Allen, sino que este último tiene mejor conexiones. (3)

Caer en el descalificativo con Uwe Boll es una gran tentación, casi un reclamo, como único resarcimiento por la experiencia cinematográfica a la que el director condena al inexperto espectador que se acerca a sus filmes sin estar advertido de lo que le espera, como sabiamente asevera José María Villalobos en su libro Cine y videojuegos. Un diálogo transversal: “[las películas de Boll] son pura serie Z… porque no hay más letras en el abecedario”. (4) Sin embargo, nuestro objetivo en este texto será alejarnos de esta línea discursiva, ya amplia y justamente explotada, para presentar un enfoque diferente en el que se analicen las claves y problemáticas de las adaptaciones cinematográficas de videojuegos firmadas por el director alemán.

Toy Story

El año 2003 marcó el inicio de la larga relación de Boll con el universo jugón. El título elegido para tamaña ocasión fue House of Dead (2003), un survival horror arcade en primera persona de cuya trama poco quedó en su propuesta filmada. Con una estética amateur, casi rozando la pornografía barata (y no nos referimos a los desnudos del filme), este shooter sobre raíles pasó a la pantalla bajo la forma de una película de terror de serie B en la que se copian todos y cada uno de los clichés del género, pero de una forma tan anticuada que se hermana más con el cine de los años setenta que con una obra producida en los 2000. Aunque con un acabado un poco más esmerado, algo similar ocurriría con su primera entrega de Alone in the Dark (2005), otro survival horror que nada tiene que ver con el original salvo el nombre del protagonista.

BloodRayne (Uwe Boll, 2005)

BloodRayne (Uwe Boll, 2005)

La estética pornográfica a la que aludíamos se refiere más a la absoluta funcionalidad con la que Boll enfoca estas primeras propuestas: no existe ninguna pericia artística, hay una total ausencia de interés narrativo y se acomete el rodaje con un desconocimiento absoluto tanto del lenguaje cinematográfico como de la potencialidad del videojuego en la pantalla. El resultado final se traduce en una serie de homenajes en su House of Dead que incluyen insertos del juego en el montaje, secuencias que emulan la dinámica del shooter o diálogos que intentan fusionar ambos medios como el “Gameover, fucker” declamado al final de la cinta.

Para su tercer largometraje videojueguil, BloodRayne (2005), Boll intenta depurar su estilo: abandona las espantosas transiciones de edición de House of Dead e intenta que su diálogo con el videojuego se produzca de una forma más sutil, imitando las cinemáticas desarrolladas por Terminal Reality en los recuerdos difusos de la joven protagonista. Con todo, sus pocos progresos quedan completamente eclipsados por su ineptitud para construir personajes, motivaciones, arcos narrativos y un empaque visual aceptable. Uwe Boll demuestra una incapacidad inquietante para aprender de sus propios errores: el montaje es incoherente, la planificación desastrosa y se muestra imposibilitado para reproducir una consecución lógica de movimiento en imágenes. En este sentido, tiene un gran interés rescatar aquí las declaraciones de la guionista de la película, Guinevere Turner, para el documental Tales from the Script (Peter Hanson, 2009), en donde explica que Boll había rodado la película con el primer borrador del guion, del que solo había respetado un 20% de las ideas. De ser ciertas, estas declaraciones resultan reveladoras para entender el proceso de trabajo del director alemán, un work in progress que se intuye en los visionados de sus largometrajes pero sobre el que es complicado ejercer un análisis riguroso por sus desastrosos resultados.

Cuando un espectador se enfrenta a una de estas producciones casi inmediatamente le parece ver los hilos que mueven a los personajes, no solo por la ausencia casi constante de emociones que les caracteriza, sino también por sus acciones y por sus movimientos. Más que seres humanos parecen marionetas, condenadas a moverse a su pesar al dictado de las órdenes de su titiritero. El director se convierte pues en una especie de Andy, el niño de Toy Story (John Lasseter, 1995), que con su imaginación idea mundos estrafalarios y alocadas aventuras para sus juguetes. Sus horas de ocio no necesitaban pues coherencia, contexto o explicaciones, porque toda la dinámica narrativa se está desarrollando en su cabeza. Desde esta perspectiva, el cine de Boll funciona como un cine-juego para single player, en el que la interactividad con la obra empieza y acaba en la mente de su hacedor. El cine-juego se convierte en un híbrido entre el cine y el videojuego, y los vincula a través de la experiencia del jugador, imposibilitando el disfrute de terceros porque no tienen una parte colaborativa en su desarrollo.

Al igual que en los videojuegos, el cine de Boll no permite una experiencia satisfactoria para el que mira al jugador, porque ese ejercicio no es equiparable al papel asimilativo inherente al consumo cinematográfico. Como apunta Esther Miguel Trula en su artículo para este número, la transferibilidad emotiva es vital para establecer la conexión entre la obra fílmica y el espectador, por lo que la ausencia absoluta de emociones y lógica narrativa dinamitan el vínculo que se trata de crear. Por lo tanto, este estado de Boll como el ‘yo que juega’ hace imposible que su discurso evolucione al ser incapaz de cambiar el punto de vista a tercera persona. Su cine funciona porque a él en lo personal le divierte hacerlo y porque le da rentabilidad, lo que le ha impulsado a seguir por el mismo camino sin plantearse su modus operandi, a pesar de los gritos de clamor de los medios especializados y de los aficionados. Este proceso pasa por replicar todo lo que le gusta en su propio trabajo, aunque no disponga de los medios ni los recursos teóricos o técnicos para reproducirlos. Así, a lo largo de títulos como los ya mencionados y otros como In the Name of the King: A Dungeon Siege Tale (2007), Far Cry (2008) o In the Name of the King 3: The Last Mission (2014) vemos referencias a sagas y series como Alien (1979-1997), Indiana Jones (1981-2008), The Lord of the Rings (Peter Jackson, 2001-2003), The Matrix (The Wachowskis, 1999-2003), The Relic (Peter Hyams, 1997) o Buffy the Vampire Slayer (Joss Wheddon, 1997-2003). Boll, al igual que Andy, despliega los elementos que le gustan como jugador: sabe lo que quiere y lo reproduce con los medios a su alcance, sin tener en cuenta que lo que funciona en la imaginación individual no tiene por qué tener una traducción automática a la pantalla. El espectador, igual que el niño que ve jugar a otro, reconoce los códigos, pero su puesta en escena hace aguas porque pueden verse los hilos del demiurgo.

El síndrome del valle inquietante (5)

En 1970, el investigador y experto en robótica Masahiro Mori publicó una teoría conocida en español como el “valle inquietante”: en ella, Mori postula que cuando un robot se acerca a la apariencia humana pero no la replica exactamente genera en quien observa a la máquina una sensación de rechazo profundo. Para ejemplificar esta teoría con una gráfica, el profesor se sirvió de dos ejes: “X” que representaba la apariencia humana e “Y” relativo al shiwakan, es decir, a la sensación de familiaridad que producía el autómata. Como bien explica José Valenzuela, “leída de izquierda a derecha, la gráfica indica que a mayor parecido con el ser humano el ser artificial provocará en nosotros una mayor sensación de afinidad hasta llegar al valle inquietante. Cuando el ser artificial se parezca mucho a los humanos pero no llegue a un 100% de semejanza, lo que acabará causando no será simpatía sino un rechazo repentino”.

25 Val Desacougante

Un ejemplo cinematográfico al que se puede aplicar este teoría es la adaptación animada del videojuego Final Fantasy: The Spirits Within (Hironobu Sakaguchi & Motonori Sakakibara, 2001), en donde el espectador siente una constante sensación de repulsa hacia los personajes casi humanos que ve circular por la pantalla. A priori puede parecer un contrasentido referirnos al valle inquietante al hablar de una filmografía que se ha movido exclusivamente en el terreno del live action, puesto que los actores de carne y hueso ya poseen la condición humana de forma intrínseca. No obstante, si retomamos nuestra hipótesis sobre el cine-juego, Boll utiliza a sus actores como si de marionetas se tratase. Somos plenamente conscientes de que son reales, nuestros ojos no nos engañan, pero sus movimientos, comportamientos y diálogos nos transmiten una fuerte y constante sensación de irrealidad. El hecho de que el director no sepa dirigir a sus actores, sumado a la premura con la que acomete sus producciones, solo subraya este problema. Por lo tanto, sus personajes parecen reflejos de un ser humano: reconocemos actitudes y comportamientos, pero las piezas no terminan de encajar cuando el espectador hace una lectura del texto fílmico al que se está enfrentando. No hablamos aquí de un análisis crítico de lo que se está viendo, sino de la experiencia emocional que nos aporta. Si nos centramos sólo en este último aspecto, sus personajes se mueven dentro de los límites de ese valle inquietante expuesto por Mori y se reafirma la sensación de extrañamiento del espectador.

El cine de Uwe Boll es pues una doble negación porque niega tanto los presupuestos básicos de la cinematografía como los del mundo de los videojuegos. Ni siquiera podríamos argüir que en sus primeros experimentos jugara con las dinámicas del insert coin, dado que no sabe medir ni editar los tiempos narrativos que estos requieren en su traslación a la pantalla. Al igual que sucediera con Kevin, el adolescente de la película de Lynne Ramsay, nos resulta difícil entender qué pasa por la cabeza del director alemán. Esta alusión a We Need to Talk about Kevin (Lynne Ramsay, 2011) no se limita exclusivamente a una referencia jocosa sino que nos permite tender un puente hacia la parte ‘seria’ de la filmografía de Boll. Cuando en repetidas ocasiones se le ha acusado de ser un director pésimo, él ha asegurado que ha filmado buenas películas; entre ellas, Rampage (2009). A pesar de su título, no debemos confundir el filme con el juego arcade de los años ochenta, puesto que se trata de su personal visión de lo que supone un día de furia. Recogiendo algunos de los elementos del shooter en primera y tercera persona que ha usado a lo largo de su filmografía, Boll se propone en este largometraje trazar la psicología de un joven asocial que masacra, mitad por diversión, mitad por enfado, a los vecinos de su pueblo. Al igual que hace Ramsay en We Need to Talk about Kevin, Boll recurrió dos años antes a los cruces temporales para narrar la historia de su protagonista. Por primera vez, cambia su planificación a una nerviosa cámara en mano y se decanta por la anticipación narrativa para crear tensión. Sin embargo, sus esfuerzos no consiguen los resultados esperados. Si bien podemos decir que se trata de uno de sus proyectos más interesantes, esto no implica que nos encontremos ante una buena película: nuevamente, la mala dosificación de la tensión, la inexistente dirección de actores y la ausencia de un desarrollo psicológico de los personajes –por mucho que se esboce de manera torpe, tópica y atropellada- juegan en su contra. Si lo comparamos con el milimétrico trabajo de composición de la cineasta Lynne Ramsay, la percepción sobre Rampage queda todavía más mermada.

We Need to Talk about Kevin (Lynne Ramsay, 2011)

We Need to Talk about Kevin (Lynne Ramsay, 2011)

Rampage (Uwe Boll, 2009)

Rampage (Uwe Boll, 2009)

Lo que no se le puede negar a Uwe Boll, eso sí, es su capacidad inquebrantable para seguir en la industria. Con una trayectoria diseñada a base de adaptaciones de videojuegos que le permiten recaudar dinero para hacer sus propios proyectos, Boll ha sabido explotar el mercado del DVD, fuente de ingresos fundamental. Quizá más que reiterar sus pocas cualidades como cineasta sería interesante hacer un estudio económico sobre su carrera. El director alemán sigue haciendo películas contra viento y marea (como mínimo una al año), produce y escribe guiones, y consigue embarcar en sus productos de serie Z a intérpretes de primera línea como Ben Kingsley. Con un recorrido de más de dos décadas a sus espaldas, Uwe Boll intentará seguir reivindicándose como un posible enfant terrible de la serie B, creyendo ciegamente en su talento y explotando el lado más irascible de su carácter como un reclamo más para atraer la atención de los focos. Después de todo, si hay algo que destaca a los Andy de este mundo es su perseverancia para seguir desarrollando sus juegos o, en su caso, cine-juegos.

(1) Staff and Agencies (2008): “Director promises to retire if a million people demand it”, The Guardian, 7 de abril de 2008. Consultado en http://www.theguardian.com/film/2008/apr/07/news

(2) Roxborough, Scott (2011): “Director Uwe Boll to Sue Berlinale for ‘Unfair Competition’”, The Hollywood Reporter, 2 de octubre de 2011. Consultado en http://www.hollywoodreporter.com/news/director-uwe-boll-sue-berlinale-98168

(3) Sus palabras textuales fueron “Woody Allen está conectado con la gente adecuada, pero eso no significa que sus películas sean mejores. A los festivales siempre van los mismos. Si yo hiciera un pedazo de mierda aburrida como The Tree of Life (Terrence Malick, 2011) me habrían enterrado vivo. Algunas de mis películas son mucho mejores y mucho más radicales. Pero solo se atreven a proyectar producciones chinas muy críticas con lo que ocurre allí. Eso no molesta en Europa. No es muy valiente por su parte”.

Llanos Martínez, Héctor (2011): “¿Es Uwe Boll el peor director de cine del mundo?”, El País, 22 de julio de 2011. Consultado en http://elpais.com/diario/2011/07/22/tentaciones/1311358976_850215.html

(4) Villalobos, José María (2014): Cine y videojuegos. Un diálogo transversal. Sevilla: Ediciones Arcade.

(5) Quisiera mostrar mi gratitud a Rubén Villoria –FXTD de la compañía de postproducción MPC- por sugerirme la aplicación de esta teoría a la filmografía de Uwe Boll.

(6) Valenzuela, José (2014): “Una aproximación al valle inquietante de Masahiro Mori”, Jot Down, Septiembre de 2014. Consultado en http://www.jotdown.es/2014/09/una-aproximacion-al-valle-inquietante-de-masahiro-mori/

Non hai artigos relacionados.

Comments are closed.