THE GRAND BUDAPEST HOTEL, de Wes Anderson

En Youtube es sencillísimo encontrar multitud de parodias del cine de Wes Anderson. Hay algunas muy logradas, como el falso tráiler que postula en plan what if cómo hubiera sido el reboot de la saga fílmica de Spider-Man si Wes hubiera estado detrás, o el sketch del Saturday Night Live que presenta “La camarilla de siniestros intrusos a medianoche”, el primer slasher film andersoniano. Cría un estilo y échate a dormir: con siete largos a sus espaldas, al bueno de Wes le había pasado un poco lo que a Woody Allen; se había encajado en unas muy personales coordenadas autorales fácilmente parodiables, y su parroquia de fieles incluso reivindicaba ese inmovilismo, pidiéndole más de lo mismo todo el tiempo.

En esas circunstancias nos llega The Grand Budapest Hotel, rodeada de un hype que la reivindica como la película de madurez del de Houston (algo que sin duda le iba tocando, por edad y trayectoria). Parece que Wes quería convencer a sus detractores de que no vuelve a hacer el mismo film una y otra vez, y para ello ha construido una cinta que, al mismo tiempo que hace inventario de sus habituales tics estilísticos, intenta romper de manera consciente el molde de ideas preconcebidas sobre su cine probando estrategias y enfoques novedosos, para acabar dándole la razón al proverbio francés que dicta que “cuanto más cambian las cosas, más siguen igual”.

Algo nuevo, algo viejo

Ambición no le falta a Anderson, que estructura la historia en un dispositivo de cajas chinas con múltiples niveles y diferentes narradores. Así, empezamos en el presente, donde una joven acude a un cementerio nevado a rendir tributo al monumento de un escritor sin nombre (inspirado en Stefan Zweig, según admiten los créditos), y empieza a leer su novela sobre el Gran Hotel Budapest. El autor toma la palabra (y los rasgos de Tom Wilkinson), y desde los años 80 nos cuenta la génesis de su libro: cómo en los años 60 (ahora encarnado por Jude Law) visitó el decadente hotel balneario titular de la Europa del Este y conoció a su misterioso propietario Zero Moustafa (F. Murray Abraham), quién le contó a su vez sus peripecias juveniles en los años 30 (personificado entonces por el debutante Tony Revolori), y cómo de ser el mozo de portería acabó convirtiéndose en el gerente del establecimiento, lo que conformará el grueso del relato. Una narración por capas que es llevada también a la imagen, pues a cada período temporal le corresponde un ratio de pantalla distinto (1.33, 1.85 y 2.35:1).

Pero si la estructura se presenta compleja, la trama en cambio es particularmente ligera, una sucesión de rocambolescas y divertidas aventuras protagonizadas por Gustave H., el legendario y contradictorio conserje del hotel en su época de esplendor y mentor del narrador, interpretado por un Ralph Fiennes desatado (sorprende verlo despojado de su característica gravitas y defendiéndose tan bien en un registro abiertamente bufonesco). Gustave es un dandy de costumbres exquisitas, oportunista pragmatismo y pasiones gerontófilas que se acuesta con sus acaudaladas huéspedes ancianas. Cuando Madame D. muere asesinada habiéndole legado un valioso cuadro renacentista, Gustave es acusado del crimen por los herederos despechados, y huye robando la pintura que le pertenece. Su pupilo Zero le ayudará a ocultar el lienzo, fugarse de la prisión e intentar desenmascarar la emboscada en que le han envuelto. Todo esto con el auge del fascismo en la Europa de entreguerras de fondo, ahí es nada.

20 The Grand Budapest Hotel 3

The Grand Budapest Hotel es la cinta más abiertamente cómica de Wes Anderson, con un humor basado en el slapstick y la exageración. Apenas queda rastro de su tradicional melancolía, esa que redondeaba títulos como su masterpiece The Royal Tenenbaums (2001) o la reciente Moonrise Kingdom (2012), y que en esta ocasión ha sido sustituida por un inesperado giro hacia lo macabro y lo tétrico: mutilaciones, acuchillamientos y decapitaciones forman parte de algunos de los gags más curiosos de esta nueva tendencia hacia lo negro (que, por otra parte, casa muy bien con la época escogida). Pero aunque mude el registro, las temáticas permanecen: persecuciones aparte, esta es una cinta sobre la nostalgia por un pasado en cierto modo idealizado y la forja o recuperación de un vínculo paternofilial (en otros casos, fraternal) masculino, dos tesis habituales en el cine de Anderson.

Algo prestado, algo azul

Inventarse un país centroeuropeo ficiticio, Zubrowka, que tiene mucho de la Syldavia tintinesca, le permite a Wes dar rienda suelta al arquitecto visual que lleva dentro, superarse como diseñador de escenografías imposibles y aumentar su colección de parafernalia idiosincrática (con nuevas adquisiciones como el cuadro Niño con manzana o los pasteles cortesanos de Mendl’s). Esa querencia por la belleza de los sets artificiosos y recargados de cosas bonitas, que lo convierten un poco en la Amélie Poulain del cine indie, es una de las razones por las que amamos al realizador, pero habría que hacerle una intervención porque está entrando en una fase manierista desbocada. Su personal puesta en escena debería estar al servicio de la historia que quiere contar, y no al revés: por momentos parece que la trama es una mera excusa para poder exhibir sus planos detalle cenitales, sus encuadres simétricos y estáticos, sus travellings y barridos laterales, sus paletas cromáticas limitadas y sus intertítulos capitulares con preciosas tipografías.

El campo que más adolece esta deriva barroca es la construcción de personajes, ya que la figura del secundario ha desaparecido para ser sustituida por la del cameo perpetuo. Siempre es un placer ver a miembros de la gran troupe andersoniana como Bill Murray, Jason Schwartzman u Owen Wilson disfrutar de segundos de pantalla, pero estaría bien que viniesen para algo más que saludar. 17 actores aparecen retratados en el póster, y en cambio sólo hay un personaje con entidad en la historia, el Gustave de Fiennes (el botones Zero es más bien un sustituto de la audiencia, reaccionando ante los sucesos como lo harían los espectadores). Esta carencia de roles de enjundia, sobre todo femeninos, supone un paso atrás para un creador de elencos recargados memorables. Es un acierto que Anderson suela repetir con sus más estrechos colaboradores (algunos, como el director de fotografía Robert Yeoman o el compositor Alexandre Desplat, sabe aprovecharlos muy bien), pero debería aprender a dosificar mejor a su gran familia actoral.

Y sin embargo, a pesar de estos ocasionales excesos del tableau vivant, el cineasta texano sale airoso y habrá que colocar The Grand Budapest Hotel en la parte alta de su cinematografía. Más que como una obra de madurez, yo la veo como una película de transición, que hace que espere con más ahínco su producción venidera. Wes empieza a darse cuenta de los problemas de la endogamia autorreferencial y aunque no renuncia (incluso intensifica) a su estilo, busca inspiración en otros universos creativos (la Mitteleuropa le sienta bien) y permite que entre aire fresco en su cine. Continúa fiel a sí mismo pero se sale de su zona de confort, resulta menos canónico. Esperemos que este sea el heraldo de una nueva etapa aperturista y que sus obras futuras hagan que cada vez más cueste más parodiar su idiosincrasia.

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