Todos vós sodes capitáns, de Oliver Laxe

Todos vós sodes capitáns, de Oliver Laxe

Pían a lo lejos los pájaros, y el sol cae con fuerza en los rostros de varios niños que contemplan como, fuera de cuadro, un avión despega y se aleja, volviéndose cada vez más pequeño. Uno de ellos dice que, si cierran los ojos, podrán verlo mejor. De esta forma, y desde el comienzo, Todos vós sodes capitáns (2010) pone en primer término la cuestión alrededor del poder de la mirada, a la que acompaña una indagación sobre la pertinencia de la distancia desde la que mirar. No obstante, el debut en el largometraje de Oliver Laxe surge de su acercamiento a la ciudad marroquí de Tánger, en la que concibió y llevó a cabo el proyecto “Dao Byed”, un taller de creación cinematográfica con jóvenes en situaciones desfavorables. Estos son, en el filme, el objeto de la mirada de un caricaturesco cineasta europeo —interpretado por el propio Laxe—, cuyo estricto y académico enfoque sobre el proceso de aprendizaje y creación acabará por dinamitar cualquier relación con los sujetos de su interés, modificando a la vez todo el transcurso de la narración. 

Una narración construida, fundamentalmente, a partir de la constante tensión entre lo ficticio y lo real, a través de la cual emerge ese singular taller que actúa como base fundacional de Todos vós sodes capitáns, y que remite al “Shoot your way out with a camera”. Un proyecto de intervención social de la Filmmakers’ Cooperative neoyorquina —entre cuyos miembros se encontraba Jonas Mekas, de quien posiblemente también beba esta cinta— consistente en enviar material de grabación a jóvenes, fundamentalmente de comunidades negras, con la finalidad de que capturasen escenas de su cotidianeidad. En ese sentido, las instrucciones de dicho proyecto —si bien este terminaría por no llevarse a cabo— lo dejaban muy claro: «Si pensáis que la vida da asco, si queréis cambiar el gobierno y la ciudad, decidlo. Pero si solo queréis filmar las flores y los niños, hacedlo también». Una filosofía de libertad presente también en el trabajo de Laxe con los niños de Marruecos, y de la que el propio director dio cuenta: «Filmábamos aquello que nos parecía hermoso, simplemente. Compartíamos la fascinación por la existencia de las cosas». De esta forma, el gallego también se aproxima a su obra teniendo en cuenta todas las posibilidades de un cine que entiende como instrumento de libertad, en el que tienen cabida no solo las diferentes realidades que conforman lo real, sino los anhelos expresivos y visuales de aquellos que comienzan a apuntar con la cámara. Y en ellos descansa fundamentalmente el film. En unos jóvenes que no se resignan a ser sujetos pasivos, sino que golpean la mesa, hacen ruido y, de principio a fin, son los que marcan el ritmo de una narración que capitanean hasta lograr convertirla en su juego, lo que se descubre como motor último de la cinta. En este sentido, dicha representación de los niños —que permanecen relativamente anónimos, pero hablan de manera universal— alude, casi de forma explícita —fundamentalmente en lo que respecta a ciertas escenas pertenecientes al interior del centro infantil— a los jóvenes que Jean Vigo presenta en Zéro de conduite (1933). Como estos, los niños de Laxe también son capaces de rebelarse contra la tiranía y la injusticia, en este caso, de una falsa representación que pretende condicionar todo el discurso narrativo.

Asimismo, en esta indagación sobre la sinceridad de la retórica fílmica, se descubre fundamental la escena que ilustra el funcionamiento de una cámara en su proceso de captura de la realidad. Laxe les explica a los niños, pero también a nosotros, algo que resulta très important: que las reflexiones mediadas por la lente de la cámara son siempre inversas, por lo que la imagen inicial no será la imagen que finalmente se refleja. Una cuestión que ya desde los minutos iniciales apela e impugna directamente cualquier pretensión de un retrato imparcial y honesto del “otro”. Además, la propia conciencia que de esto se deriva —el hecho de ser un individuo ajeno a su sujeto de estudio y a los mecanismos de la realidad en la que este se desenvuelve— se pone aún más en valor mediante la desaparición de esa cruel figura neocolonizadora que encarna el director ficticio. Con la eliminación de dicho elemento foráneo y su mirada exotista, la película consigue su autonomía respecto del complejo de salvador del intruso, focalizándose finalmente en lo realmente cotidiano de ese grupo de niños que, con la excusa del rodaje, aprenden sobre las posibilidades de observar que les brinda el cine. Laxe no busca sino aproximarse a la realidad a través de esas miradas infantiles, aún no sometidas a injerencias ni estandarización, y que el director intenta recuperar también para sí. Además, en esta reformulación de la propia noción de cine y de sus posibilidades, acabamos encontrándonos con una pieza de carácter inherentemente autorreferencial y metacinemática —al construirse y contener en sí misma lo que podría considerarse como muchas películas en una—, lo que le permite al director llevar a cabo esa reflexión alrededor de su propio medio de expresión mediante la práctica misma del cine. De esta forma, Laxe pone su obra ante el espejo —y, en cierta medida, también al espectador— en un esfuerzo por revelar los dos procesos coexistentes en su seno: el de creación pero, fundamentalmente, el de crítica. Toda una declaración de principios alrededor de la elaboración de su, aunque verosímil, ficción.

Todos vós sodes capitáns, de Oliver Laxe

Este juego crítico entre lo que es real y lo que es ficción, unidos de forma indiscernible casi en la totalidad de la pieza de Laxe, da pie a vincularlo —a pesar de no tratarse en su caso de un cine militante de forma explícita— a la película-manifiesto Agarrando Pueblo (1977) de Carlos Mayolo y Luis Ospina. El tándem colombiano abordaba de manera radical en su falso documental (o mockumentary) el fundamento de la problemática fílmica mayoritaria en lo que respecta a la representación de los otros: la falta de ética —los propios directores acuñarían, en su contexto, el término de “pornomiseria”—. En su propuesta, Laxe recupera magistralmente los ecos de esa crítica a un cine vacío de contenido, que solo es capaz de mostrar de forma fetichista y superficial situaciones en las que nunca acaba de profundizar. En este sentido, el carácter paródico de la visión eurocentrista que se encuentra en Todos vós sodes capitáns somete a juicio esa representación falsaria, que pretende no solo hacerse pasar por veraz, sino imponer aquello que entiende como su verdad: “Vamos a grabar sobre vuestra situación”, anuncia uno de los educadores; y los niños, desde a su inocencia, se preguntan, “¿qué le pasa a nuestra situación?”. Todo un golpe de realidad de cara al espectador en una cinta que, partiendo de una visión crítica del trabajo cinematográfico, hace valer una suerte de cinema verité cargado de ironía, lo que le permite a su vez cuestionar la propia metodología utilizada para acercarse al plano de lo real, pudiendo evitar así no solo la estilización del drama, sino cualquier tipo de humanismo paternalista.

A mayores, la cinta de Laxe presenta también un desarrollo retórico muy interesante en lo que respecta al tratamiento del color. De esta forma, a lo largo de la mayor parte de la obra, domina el uso del blanco y negro, logrando no solo que las costuras entre las diferentes capas de la narración sean casi imperceptibles de cara al espectador, sino adquiriendo además un cariz simbólico —junto con el propio uso de los 16mm— que remite nuevamente a esa concepción purista y académica del cine. Será solo al final, casi a modo de catarsis emancipadora, cuando lo cromático haga su aparición en la pantalla, mediante unas imágenes inmediatamente anteriores a los créditos. Son estampas de animales, de la gente, de la naturaleza… aquellas que los jóvenes —y quizás el propio Laxe— verdaderamente querían grabar. Así, y a pesar de su preocupación inicial por el mantenimiento de la estructura narrativa y del componente argumental, los niños de Laxe rompen con el ancla de la necesidad de un relato, entregándose, finalmente, al placer estético en su búsqueda de la imagen propia. Estos elementos, que ya se encuentran en su primer largometraje y que acompañan y subrayan la presencia conjunta de lo poético y de lo social, actúan como semilla —si acaso, desprovista de una definición que solo le darán los años— de lo que sería la obra posterior de un director que incluso en aquel momento contaba con una mirada propia llena de potencialidad que, necesariamente, impregna Todos vós sodes capitáns. Cerremos los ojos, entonces, para poder verla mejor.

Todos vós sodes capitáns, de Oliver Laxe

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