TOURNÉE, de Mathieu Amalric

Mathieu Amalric es un artista escindido: actor y director, francés e internacional, persona y personaje. Su presencia en filmes de Arnaud Desplechin (Un conte de Noël, 2008; Rois et reine, 2004; Comme je me suis disputé… (ma vie sexuelle), 1996), Nicholas Klotz (La question humaine, 2007), Olivier Assayas (Fin août, début septembre, 1998) e incluso Alain Resenais (Les herbes folles, 2009) lo situaron como el actor francés más relevante de su generación, mientras que sus trabajos con Julian Schnabel (Lee scaphandre et lee papillon, 2007), Steven Spielberg (Munich, 2005) o como el antagonista de 007 en Quantum of Solace (Marc Foster, 2008) le dieron una visibilidad internacional que lo llevó a convertirse casi en una ‘estrella global’. Con este perfil, la sorpresa del Festival de Cannes de 2010 fue su canonización no como actor ubicuo, sino directamente como cineasta, a través del premio a la mejor dirección que ganó por Tournée, el tercer largometraje de su carrera paralela como realizador tras Mange ta soupe (1997) y Lee stade de Wimbledon (2001).

Dentro de semejante trayectoria, Tournée revela la posición intermedia que ocupa Amalric entre la tradición francesa, a la que pertenece, y la estadounidense, de la que también hereda muchos referentes. Su Joaquim Zand, por ejemplo, es un productor televisivo reconvertido a manager de una compañía de strip-tease burlesque que cumple todos los requisitos para ser identificado como un perdedor, en la línea de los personajes de John Huston. Su fracaso es doble: primero laboral, como manager, al no conseguir cumplir las promesas que le hace a su compañía; pero también vital, como padre, o incluso como amigo, al carecer de la inteligencia emocional que le permita gestionar sus relaciones. En una escena entrañable, sus propios hijos le dicen con mucha ternura que da igual, que no se esfuerce, que no les tiene que contar un cuento antes de dormir si no le sale. Pero tampoco es que Zand sea un personaje maltratado por la vida, como los héroes trágicos americanos, sino que sus desgracias son el resultado de una personalidad inconstante que comparte con muchos de los personajes interpretados por Amalric en el cine francés.

La propia estructura hendida de Tournée también permite esta doble filiación: por una banda, la gira de la compañía por una serie de ciudades portuarias (Lee Havre, Nantes, La Rochelle) sigue algunas de las convenciones de las road movies y de las backstage movies estadounidenses, mientras que el episodio parisino funciona para Zand / Amalric cómo una ‘vuelta al pasado’ en un doble sentido. Primero, en el relato, el personaje abandona durante un día a la compañía para tentar prepararle un ‘gran final’ parisino, pero su fracaso provoca la quiebra definitiva de su fachada de triunfador retornado. Una paliza después deja bien claro que nadie lo echa de menos en París, especialmente su propio hermano, autor de la paliza.

Al mismo tiempo, desde el punto de vista formal, este interludio devuelve a Amalric, como cineasta, a la tradición en la que ha crecido como actor: su cámara, inquieta, filma los esfuerzos del personaje con una agilidad que recuerda al vértigo cotidiano de los frescos familiares de Arnaud Desplechin, de modo que esa semejanza estilística crea una ilusión de intertextualidad en la que Zand sería el doble ‘americanizado’ de sus habituales embusteros inmaduros.

La derrota final de la compañía tiene el tratamiento de un happy end melancólico, el que Zand asume sus limitaciones

El espectáculo de la melancolía

El tono de Tornée oscila entre el glamour chabacano de las actuaciones de las strippers y el hiperrealismo tragicómico que acompaña a Zand en todas sus apariciones. El sueño americano se vuelve, por momentos, realidad en las imágenes de las strippers sobre el escenario: Amalric le dedica al menos una secuencia a cada una de ellas, donde su creatividad natural se convierte en una exuberante fantasía erótica. Esas secuencias huyen de la burla para llenar de belleza un film que, conscientemente, profundiza en las miserias de sus personajes.

Así, Amalric rueda estas escenas con colores más cálidos, lejos del tono grisáceo de los exteriores, exaltando la sensualidad imperfecta de las strippers. De este modo, y en paralelo, Zand se eclipsa detrás del telón y observa a sus artistas con respeto y admiración, incluso con deseo encubierto, como en el caso de Mimi Lee Meaux. La relación de afrenta y seducción que se establece entre ellos revela las contradicciones de un personaje hundido ante su incapacidad de ser lo que pretende: vende sueños y espectáculo a un público al que luego niega la posibilidad de participar en ellos, como en la tristísima escena con la cajera del supermercado, fascinada con un mundo ficticio al que Zand le niega el acceso, precisamente, porque ya no cree en él.

La derrota final de la compañía, aislada en un hotel vacío de la Isla d’Aix, tiene por el contrario el tratamiento de un happy end melancólico: Zand se libera de su pose y asume sus limitaciones delante de sus compañeras. El espectáculo ha terminado, no va a continuar, pero no tiene imporancia: la familia heredada, unida, va a pasar unas vacaciones felices junto al mar. El cierre con ‘Louie Louie’, una de las canciones más longevas del rock n’ roll, ya no acompaña ningún movimiento insinuante, sino que simplemente celebra los placeres sencillos de la compañía y del cariño: el pescador jamaicano que canta esa canción se reunió, por fin, junto a su adorada (y seguramente imperfecta) mujer.

El hogar, entonces, al igual que en un buen western, ya no existe: el héroe no puede volver a él, nadie lo quiere, nadie lo reconoce. Por suerte, el hogar, como en cualquiera relato de viajes, está en el camino, en la experiencia que cada personaje fue ganando durante la andanza. Pero Amalric, al contrario que Zand (y la mayor parte de los personajes que ha interpretado), no es ningún hijo pródigo que tenga que aguantar el destierro: Tournée, con su mezcla de patrones narrativos clásico y fugas estitísticas liberadoras, lo convierte en un exitoso actor-director, al modo de tantas estrellas estadounidenses, muy consciente al mismo tiempo de su filiación estética europea.

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