Tralas luces, de Sandra Sánchez

“La vida habría que vivirla dos veces, para no cometer errores”. Quien así habla es Lourdes Machado, protagonista de Tralas Luces, el primer largometraje de la directora gallega Sandra Sánchez. Se trata de un documental que en origen, como refleja el propio título, pretendía retratar la vida de los feriantes ambulantes, una realidad muchas veces estigmatizada y oculta para el común de la gente que abarrota las fiestas y verbenas disfrutando de las rutilantes atracciones que estas ofrecen. Sin embargo, durante el proceso de rodaje, que la directora abordó huyendo de la rigidez, con un afán exploratorio, fue cambiando el enfoque para acabar centrándose en la figura de Lourdes, mujer de 34 años al cargo de cuatro hijos que lucha por sobrevivir en medio de un mundo de hombres. 

Así, a lo largo de las casi dos horas de metraje, los espectadores se convierten en testigos privilegiados de su vida, de sus dificultades, de sus ilusiones y de sus sueños frustrados, ahogados en la dureza del trabajo cotidiano, en la precariedad y en la necesidad de hacer frente al pago de la hipoteca que les permitió comprar la pista de coches de choque. No obstante, a pesar de centrarse más en su persona, el filme también presenta, como parte indispensable de su vida y elemento fundamental para comprender su historia, al conjunto de los que con ella conviven formando una gran familia que recorre en furgoneta todo el noroeste peninsular, de fiesta en fiesta. Desfilan por la pantalla constantemente, como personajes secundarios, su marido José, con el que se fue de casa siendo ambos menores de edad, sus cuatro hijos, dos varones adolescentes y dos niñas aún pequeñas, y los otros trabajadores contratados por José, especialmente Arturo, un hombre callado, exalcohólico, que afronta una grave enfermedad y al que toda la familia le tiene un gran aprecio.

Destaca del documental la familiaridad con la que Sandra Sánchez, que ejerce también de cámara, logra integrarse en ese ambiente doméstico de los trabajos y los días como si de una más se tratara. De esa manera, es capaz de retratar con una gran naturalidad, cámara en mano, escenas cotidianas tales como las discusiones a la hora del desayuno o los problemas a la hora de preparar las atracciones, siempre desde la perspectiva de alguien que se limita a captar lo que ve sin que los demás parezcan advertir siquiera su presencia. Algunas situaciones, por ejemplo cuando Lourdes descubre la enfermedad de Arturo, incluso pueden llevar al espectador a la posición incómoda de saberse testigo invitado de un momento muy íntimo y delicado en la vida de esas personas que accedieron a exponer su privacidad ante la mirada escrutadora de la masa anónima que asistirá luego a la película. Es en este tipo de escenas cuando cambia a veces el papel de la cineasta, puesto que de notaria de la realidad pasa a depositaria de las confesiones de Lourdes, que se apoya en ella como alguien a quien confiarle, con un tono intimista, sus miedos, pensamientos, ilusiones y preocupaciones.

Sin embargo, tampoco en esas situaciones la vemos intervenir activamente, en consonancia con un grado de participación mínimo a lo largo del filme, que se desarrolla principalmente a partir de las acciones y de las palabras de los personajes sin que irrumpa prácticamente la voz de la autora. Tan solo es posible encontrarla en algunos breves intertítulos que dividen y estructuran el relato, si bien los cortes también vienen dados, sobre todo, por los trayectos por carretera entre una localidad y otra, acompañados por la banda sonora y por planos en movimiento del paisaje grabados desde el vehículo que contribuyen a darle al documental una cierta estética de road movie. De hecho, aunque no haya un viaje físico en sentido estricto hacia un lugar determinado, sí asistimos a una transformación psicológica y vital de la protagonista en medio de ese deambular de fiesta en fiesta que se sucede en el marco temporal de un verano, la temporada alta de un feriante y la época de las fiestas por excelencia.

Ese estilo de vida nómada es uno de los elementos esenciales que refleja el documental, desde los problemas para conectar la electricidad a la caravana en la que viven los protagonistas hasta la peregrinación que realiza Arturo por diferentes hospitales para tratar su enfermedad, pasando por las constantes llamadas telefónicas que atiende uno de los trabajadores, de esos que tienen una novia en cada pueblo a fuerza de vivir en la carretera, sin establecerse definitivamente en ningún lugar. Precisamente, la problemática de los roles de género en ese contexto también aparece reflejada de una manera muy clara, pues a parte de poder comprobar como los hombres se encargan del trabajo en las atracciones y Lourdes de las tareas domésticas, ella misma explica esta distinción con una aceptación resignada que hace extensible a sus hijas, de las que dice que con 14 años ya estarán listas para poder hacer todo lo que se espera de ellas en el ámbito del hogar: “La mujer en casa y los hombres montando y desmontando. Esa es la vida del feriante”. 

Sin embargo, también es posible observar a lo largo del filme como Lourdes, a pesar del cansancio, es una mujer fuerte capaz de salir adelante y sobreponerse a las adversidades, alguien que pese a todo no duda en afirmar que le gusta la vida del feriante. Uno de los grandes aciertos del enfoque adoptado por la directora es, en mi opinión, que evita el riesgo de caer en un tono excesivamente compasivo o paternalista. Al permitir que sean los personajes los que se expresen por sí mismos, bien a través de sus actos, bien con sus propias palabras, se suprime el filtro de un narrador o de una voz en off que nos vaya introduciendo en la historia imprimiendo sus sesgos. Aunque el trabajo de cámara, dirección y, sobre todo, montaje ya enmarca y condiciona el relato, puesto que es una operación inherente al proceso de selección final de lo mostrado, las decisiones técnicas adoptadas por la cineasta mitigan este efecto, ocultan el papel de la autora y crean la ilusión de estar asistiendo cómo espectadores a un episodio de lo real en sí mismo, casi como si estuviéramos sentados a la mesa junto a los protagonistas compartiendo comida, conversación y confidencias. 

El filme de Sandra Sánchez puede parecer de inicio una especie de reportaje social sobre la vida de una comunidad  gitana que se gana el pan, como tantas otras, viajando de aquí para allá con su casa y sus herramientas de trabajo a cuestas, construyendo en un pueblo cualquiera lo que tendrán que deshacer a los pocos días para trasladarse enseguida a otra fiesta, trabajando duramente en la sombra para levantar el espectáculo de luces y ruido ensordecedor que engalana las calles de una ciudad consagrada fugazmente al ocio y a la diversión. Sin embargo, conforme se avanza en su visionado, queda patente que es algo más, pues a través de esa historia particular de un mundo probablemente extraño para la mayoría de los espectadores se reflejan cuestiones universales capaces de interpelarnos a todos. 

En particular, destaca el conflicto entre las ansias de independencia y libertad propias de la juventud, con fuga de la casa paterna incluida, y los deberes y dificultades de la vida adulta, especialmente la crianza de los hijos, el trabajo duro y las deudas bancarias. Además, lo segundo sirve como contrapunto desmitificador de esa visión romántica y bohemia de la vida en la carretera, asociada a lo primero. En ese sentido, el filme posee un cierto regusto agridulce que recuerda a la balada que Joaquín Sabina compuso para homenajear al mago Tolito, otro de esos caminantes infatigables de los que se podría afirmar que “su oficio es retorcerle el cuello a la pena y abrir una ventana a la fantasía”.

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