Trinta Lumes, de Diana Toucedo

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No pocas películas, en ocasiones las mejores, parecen edificadas de forma más consciente o inconsciente a partir de una sola imagen, dando a entender que el misterio de un momento singular puede albergar en su fondo toda una estructura fílmica desarrollada durante largos años. Trinta lumes, ópera prima de la experimentada montadora y cortometrajista Diana Toucedo, arranca mostrando una batida nocturna en medio del bosque. En ese momento no sabemos nada de dicha búsqueda más allá de un nombre, Alba, que poco después se corresponde con el de la niña de doce años que acompaña la narración con su voz en off. Sin embargo, las connotaciones de esa estampa fugaz de las linternas resplandeciendo en la absoluta penumbra del monte, luz en la oscuridad y terrenidad en lo desconocido, logran resonar con fuerza durante todo un filme mutante, que hará de las ideas que pueden emerger de ella su bandera y razón de ser.

Apelar a la carrera como montadora de Toucedo (A estación violenta, La noche que no acaba) va más allá de la circunstancia biográfica, pues en el arranque se introduce también a través de la importancia del corte la estructura dual a la que apela la película. Los singulares acercamientos de la cámara al paisaje azotado por los elementos y las labores propias del entorno, filmadas con un respeto casi reverencial, se contraponen a la existencia cotidiana de Alba, que entre tanto recorre casas abandonadas en busca del misterio de los muertos. Ambientada en la Serra do Courel, al sur de Lugo, una región acechada por el aislamiento y la despoblación, pero también custodiada por la presencia de leyendas ancestrales, Trinta lumes se elabora a partir de una continua relación dialéctica (muerte-vida, vejez-infancia, pasado-presente, superstición-pragmatismo, costumbre-novedad). De su cruce sosegado emana la necesidad de una mirada hacia el universo limpia de tales dicotomías, hermanada con lo sobrenatural, donde todas las realidades convivan en armonía sobre el sedimento de la tradición.

Así, aunque el debut de Diana Toucedo escarcee con sumar sus intereses a una serie de trabajos recientes preocupados por mostrar la desaparición inexorable del medio rural, cuadro tan pertinente como raquítico en novedad, es esta visión particular la que termina por llevar Trinta lumes hacia un territorio mucho más rico, que riega de sugestión cada plano. Las constantes incursiones en la naturaleza están marcadas por un carácter fantasmagórico, desde la observación de figuras humanas en los elementos del paisaje hasta el viento que todo lo mece; los abundantes encuadres cotidianos de las gentes del lugar, por una proximidad de la cámara que igualmente aúna el naturalismo con cierta extrañeza, captando rostros y manos con la bella dimensión propia del entorno. Si en la forma sensorial de filmar el bosque pueden hallarse ecos de parte de la obra de Naomi Kawase (Mogari no mogari, 2007), parece igualmente necesario mencionar la tangencial relación del segundo aspecto con la obra de Margarida Cordeiro y António Reis, en especial Trás-os-Montes (1976), referencia capital a la hora de mostrar los ritmos de vida de entornos rurales cerrados, pero también lección magistral de cómo encuadrar el rostro y el paisaje, apartado destacado de la obra presente.

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Esta continua y suave alternancia entre lo perenne y lo circunstancial acaba guiando hacia un desenlace que funde de forma inesperada ambas claves y clausura una estructura casi circular, de vuelta a la imagen del inicio. En absoluto es Trinta lumes una película exenta de fisuras, comenzando por la cuestionable inclusión de esa voz en off de la protagonista Alba Arias, pero no es menos cierto que en tales titubeos, además de algunas dudas sobre este resultado, se albergan más certezas sobre la prometedora voz de una autora en continua búsqueda. La mirada infantil con la que culmina este proceso apela a la puerta ahora abierta entre dos visiones del mundo, pero también entre dos concepciones del medio fílmico, la etnográfica y la fantasiosa, que pocas veces se presentan ligadas de forma tan decidida y transparente en una ópera prima.

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