VITALINA VARELA, de Pedro Costa

© NUMAX Distribución

“Vitalina… Mis sentimientos. Llegaste tarde, tu marido está enterrado desde hace tres días. Aquí en Portugal no hay nada para ti. Su hogar, no es tu hogar. Vuelve a tu tierra.” Pero Vitalina Varela no vuelve. Insiste en vivir en la casa del difunto Joaquim, el hombre que la abandonó hace 25 años.

De esta sencilla premisa, la permanencia de Vitalina en Portugal tras descubrir que ha llegado tarde, con el marido que la abandonó ya muerto y enterrado, parte la nueva película de Pedro Costa. Esa es la historia, pero quienes sigan de cerca la carrera del director sabrán que hay mucho más. En las películas de Pedro Costa no hay guion, hay realidad… y rito. En este caso, se trata del rito por un duelo que no ha pasado el funeral correspondiente. Y un cuerpo, el de Vitalina interpretándose a sí misma, que bajo la iluminación de Pedro Costa y Leonardo Simões (DP), “hace cosas con el blanco de sus ojos que no he visto desde las actrices silentes de Erich von Stroheim y Carl Theodor Dreyer”, según describe atinadamente Jonathan Rosenbaum.

Vitalina Varela está construida a partir de la palabra de su protagonista. Costa se encontró con Vitalina durante la realización de Caballo dinero (2014), donde ya aparecía llorando la muerte de su marido Joaquim, pero esta vez la película es para ella. De ella. Pedro Costa ha filmado la película con un equipo reducido de tres personas (cuatro con el productor): el director de fotografía Leonardo Simões, el sonidista João Gazua y él mismo, para poder centrarse en el trabajo con los actores no profesionales. Entre todos piensan los sonidos, las imágenes, los gestos y la luz con que desarrollar la historia, pero ésta surge del intenso diálogo que mantienen en todo momento Vitalina y Costa, para que sea ella quien dé desde sus vivencias el argumento al que darán forma. Ambos comparten, de hecho, créditos de guion. Así, el personaje de un cura con el espíritu tan en ruinas como la iglesia en que oficia, interpretado por Ventura, colaborador habitual del director, surge de una historia real de Vitalina. Vitalina Varela es ficción pero se elabora con la materia de lo real. Como reales son las casas de la película: las ruinosas cuatro paredes en la favela de Fontainhas (Lisboa) en que vivía Joaquim y a la que llega Vitalina, y la casa en Cabo Verde donde él abandonó a su mujer y sus dos hijos. 

No conozco ningún cineasta que haya evolucionado de un modo tan orgánico como Pedro Costa. Desde que filmando Casa de lava (1994) entró en contacto con la comunidad caboverdiano transformando sus intereses y su manera de filmar, han sido los encuentros con las personas -emigrados caboverdianos que acabaron en Fontainhas- los que le han llevado de una película a la siguiente. De Ossos (1997) a El cuarto de Vanda (2000), de allí a Juventud en marcha (2006) y de esta colaboración con Ventura a Caballo dinero y Vitalina Varela. Al contrario que la mayoría de los cineastas, Costa es un autor que no impone sus proyectos sino que parece aceptar los que le destina el azar. Su carrera consiste en un acercamiento hacia la comunidad caboverdiana emigrada desde fuera hacia dentro, desde las formas más documentales a la poética intimista y plástica de sus últimas películas. Como ya sucedía en Caballo dinero, en Vitalina Varela no queda rastro alguno de un espacio temporal documental o siquiera realista. Tampoco de un espacio-tiempo psicológico. La puesta en escena de Pedro Costa se mueve en las coordenadas del rito. 

Vitalina Varela está filmada en un claroscuro tenebrista tal que en la sala de cine apenas podía distinguir el aspecto académico en que Costa filma la película. Los lugares -cuartos y pasillos de una casa desvencijada, angostas y laberínticas calles de Fontainhas- surgen de entre la oscuridad iluminada por un par de fuentes externas; los cuerpos emergen con luz propia de entre las sombras; las sombras, la oscuridad de las zonas sin iluminar, son indistinguibles de las sombras de la sala de cine [háganse un favor y vean Vitalina Varela en el cine]. Pedro Costa ya había practicado esta laberíntica y tenebrista puesta en escena en Caballo dinero, lo que le valió el premio a Mejor director en Locarno, pero esta vez el resultado me parece aún mejor y él se ha hecho con el Leopardo de Oro a mejor película.

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La libertad de un presupuesto escaso, de trabajar en digital y con un equipo tan reducido, le permite a Pedro Costa tomarse el tiempo necesario, días, con que trabajar cada escena. Puede tomar decenas de tomas para un mismo plano (50 de Ventura gritando en misa “É veneno!”), ensayar la iluminación con los actores, terminar de encontrar la escena con ellos en el mismo rodaje y grabar el sonido directo: los murmullos en que hablan Vitalina y Ventura, los ruidos de un barrio donde cohabitan las voces, la lluvia y el viento y los ecos. 

Aunque es imposible no emplear los términos de “claroscuro” y de “tenebrismo” para describir las imágenes de Vitalina Varela, la plasticidad de los planos de este Tourneur neorrealista no se debe tanto al virtuosismo pictórico como a una búsqueda fílmica de lo real. Lo que Pedro Costa busca con esta puesta en escena tan flexible durante el rodaje pero de apariencia tan rígida es una intensidad del gesto que recuerda a los estilizados movimientos terroríficos de los clásicos de la Universal. Costa busca y pule el gesto poético y teatral, pero también auténtico. Se trata de repetir cada toma hasta que pase algo que trasciende su teatralidad. De encontrar el gesto exacto para lo que sólo puede definirse como un ritual.

A la manera en que se desarrollan los ritos, Pedro Costa crea en colaboración con sus protagonistas situaciones extremadamente estructuradas que sitúan a Vitalina y a Ventura en posiciones muy marcadas (por ellos mismos), y se dedica a filmar cómo esa situación, que es una performance, canaliza sentimientos auténticos. La belleza de Vitalina Varela se encuentra allí, cuando uno descubre que de algún modo está articulando el auténtico duelo de Vitalina. Este es el secreto de la fuerza épica e intimista de la película.

Al contrario que en la mayoría de las películas que tratan de visibilizar el sufrimiento de colectivos e individuos olvidados, pienso por ejemplo en el cine de los hermanos Dardenne, la dignidad que transmiten Vitalina y Ventura está más cerca del mito y la épica que de su individualidad. Como si no surgiera de ellos mismos sino de algo que los trasciende, tal vez el sufrimiento de toda su comunidad. Tal vez son todas las mujeres abandonadas por sus maridos las que lanzan una misma acusación desde la voz de Vitalina: “borrachos”, “cobardes”.

Se trata de una dignidad más que humana, con la que yo no termino de sentirme del todo cómodo, pero que resiste cualquier impugnación de esteta, de fetichista, de artificiosa o de otro término simplón cualquiera con que se pretenda zanjar esa inquietud. La dignidad que confiere Pedro Costa a sus colaboradores (hablar de actores es no hacerles justicia) ofrece una poderosísima resistencia, que insiste en su existencia pese a los intentos de nuestras sociedades por sumirla en las sombras. Frente a los retratos naturalistas y conductistas de los Dardenne, Pedro Costa no se interesa solo por las personas, sino por representar la sensibilidad y el modo con que ellas se representan a sí mismas, algo que trasciende a sus personajes. Tristemente, una sensibilidad tremendamente dolorosa a causa de sus circunstancias, pero que existe y vive con fuerza en Vitalina, en Vitalina Varela.

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