Wong Kar-Wai: La persistencia del trazo de una lágrima en el cielo cambiante de Hong Kong (I)

As Tears Go By (Wong Kar-wai, 1988)

Coincidiendo con el 20 aniversario de In the Mood for Love, y con motivo de la restauración y reestreno de siete de sus películas más emblemáticos, en un contexto de producción masiva de remakes cinematográficos que buscan el beneficio en la comercialización de la nostalgia, es necesario hablar de la filmografía de uno de los directores que mejor y más puramente trabaja la materia de lo que constituye el pasado, un ejercicio de dominio del tiempo pretérito para tratar de preservar así su memoria.

Wong Kar-wai comienza su carrera en el Hong Kong del último tercio del siglo XX, en un contexto de crisis política y social producto del inminente retorno de la aún colonia británica al control de la República Popular China, lo que hizo brotar aquellas representaciones artísticas nacidas de la necesidad de reflejar la complejidad de las transformaciones y sus efectos en la ciudad. Entre estas se situaría el nuevo cine hongkonés, movimiento al que se adscribiría su filmografía, surgido en la década de los ochenta como resultado de la creciente demanda entre la ciudadanía de una identidad local, y que refleja la complejidad de las transformaciones de una urbe cada vez más poblada. Irónicamente, la ciudad se descubrirá, dentro del cine de este director, como un lugar de aislamiento y soledad.

Tras algunos años trabajando en la industria cinematográfica hongkonesa como guionista, su debut en el campo de la dirección se producirá en 1988, con el estreno de As Tears Go By. En esta primera cinta, que remite inconfundiblemente a Mean Streets (1973) de M. Scorsese y a Strangers than paradise (1984) de J. Jarmusch, Wong Kar-wai establece, aunque en un estado primigenio, los trazos que caracterizarán su obra fílmica posterior. El propio plano inicial responde a toda una declaración de principios, con una división entre lo real y el aparente refugio de lo idílico dentro del encuadre que muestra, a la derecha, pantallas llenas de horizontes de nubes y un cielo azul, en contraposición a la terrenal vida nocturna y frenética de un Hong Kong de luces de neón y polución. En este Hong Kong viven Wah y Fly, dos jóvenes pertenecientes a la mafia china. Este último se verá abocado a una encrucijada entre la lealtad hacia su impulsivo hermano menor y los florecientes sentimientos por su prima Ngor. 

Mediante la introducción de esa trama de gangsters, el director nacido en China aprovechó, en su momento, la tendencia en auge de la representación de las tríadas y el género de acción como coartada para comenzar a explorar, ya desde su debut, aquellas temáticas que verdaderamente buscaba abordar, y que se irán descubriendo cada vez más a medida que evoluciona su cine. Así, y si bien estas ínfimas dosis de acción que se encuentran en sus primeros filmes responden a una suerte de señal cultural e identitaria propia de su país de origen, al hablar de la obra de Wong Kar-wai non se puede hablar de un cine de acción, porque ni lo es ni pretendió nunca serlo. El autor buscó activamente superar los convencionalismos de la industria fílmica comercial del gigante asiático, dominada por el cine wuxia, apostando desde el principio por las técnicas cinematográficas del undercrank y el step-printing, obra de su primer director de fotografía y únicas en su cine, que proporcionan una sensación de movimientos retardados y borrosos a los que amenaza con congelar, rompiendo con la representación naturalista y manifestando una nueva forma de rodar la acción, próxima a un ideal que acaba por conferir un valor romántico a la violencia. No obstante, a lo largo de la evolución formal de su filmografía, el director irá abandonando esta acción directa en favor del mero pretexto estético. 

Del mismo modo, y actuando también como reclamo publicitario, Wong Kar-wai se servirá de conocidas estrellas de la canción moderna cantonesa, como Jacky Cheung o Andy Lau, al mismo tiempo que descubre a una jovencísima Maggie Cheung, quien pasará a ser su actriz fetiche. Los personajes que estos encarnan, aunque tímidamente, dan comienzo a lo que será una fecunda galería de personajes solitarios y huérfanos, los únicos que habitan el universo cinematográfico del director. Además, al término de la obra hace ya su aparición otra de las obsesiones recurrentes del director: la permanencia de esa “última imagen”, un recuerdo que persiste en estos personajes incluso cuando todo se ha acabado, en un final que, en muchos casos, conlleva su muerte o exilio.

El recibimiento del público hongkonés con respecto a este primer trabajo fue positivo, constituyendo el punto álgido en la carrera local de su director, ya que ninguna de sus películas posteriores lograría una mayor recaudación ni respuesta que As Tears Go By. El estatus de Wong Kar-wai, determinado en gran medida por esta primera incursión, sería desde entonces el de un respetado autor de cine “artístico” para amplias minorías —especialmente extranjeras—, capaz de llevar a la pantalla propuestas novedosas y creativas, pero relativamente marginales respecto del grueso de la producción genérica y mayoritaria de su país. 

Days of Being Wild (Wong Kar-wai, 1990)

Con la llegada de una nueva década —y lo que esta supondría para la colonia—, llegará también el segundo filme de Wong Kar-wai, Days of Being Wild (1990), configurada como una cinta nostálgica por definición, situada en la época pasada del Hong Kong de los 60, en el que los actos representados solo adquirirán conciencia en el presente y en el futuro. A este tiempo pretérito pertenece Yuddy, un jóven que parece sacado de Rebel without a cause (1955), conocido por romper los corazones de aquellas mujeres que dan con él —como Su Li-Zhen o Mimi—, con una terrible repulsión al compromiso, producto de sus propias circunstancias vitales, que marcarán el destino de todas sus relaciones, y que también se trasladarán a la pantalla. Así, a modo de reflejo de la obsesión de Yuddy por conocer la identidad de su verdadera madre, aparecen desde el comienzo y durante la duración del filme planos descontextualizados de lo que después sabremos que corresponde al paisaje de la selva filipina, y que no hacen sino avanzar la posterior huida del protagonista hacia ella. Estos se tratarían, siguiendo la terminología de Burch, de planos-emblema de un espacio natural —o, al menos, alejados del escenario habitual en el que se mueven los personajes— que, por el hecho de ser ajenos a la propia acción de la obra, proponen un contenido metafórico que permite una colocación aleatoria. En todos sus usos a lo largo de la cinematografía de Wong Kar-wai, su presencia no solo produce indeterminación, sino que la idea subyacente tras ellos es la de la huída de la ciudad para intentar dejar atrás el pasado y el dolor que se asocian a la misma. Se trata, en cualquier caso, de territorio del paraíso soñado y, en tanto que abstraído del tiempo, receptáculo de los anhelos perdidos en el que los personajes intentan buscar refugio. 

Por otro lado, y también desde el comienzo, el director deja patente la obsesión del personaje principal —y la suya propia— con el tiempo y la memoria. Más allá de las reflexiones en boca de Yuddy, quien vivirá atado —al igual que el resto de personajes del universo de Wong Kar-wai— a momentos puntuales pero significativos en su vida —como muestra la conversación inicial—, durante el transcurso del filme es constante la presencia de relojes, lo que varios autores entienden como una respuesta a las transformaciones políticas, sociales y culturales del Hong Kong de la época, reflejando además la fascinación de la ciudadanía de la colonia durante la época del pre-traspaso por el tiempo y avisando a su vez de la fugacidad del mismo.

De esta forma, y pese a no tratarse de su ópera prima, Days of Being Wild constituye un filme sustancial en la obra del director, al adelantar temas y recursos que se irán desarrollando a lo largo de su filmografía, y porque en él comienza a brotar con fuerza el discurso de fondo y el universo sembrados ya en As Tears Go By. No obstante, y frente a esta, la cinta fue considerada un fracaso comercial, a pesar de haber sumado a las cabezas de reparto anteriores nuevas caras conocidas, como Leslie Cheung, Carina Lau o Rebeca Pan. Así, y si bien este segundo largometraje tuvo buena acogida entre la crítica local, el reclamo de las estrellas surtió el efecto adverso de cara al espectador, que esperaba un filme comercial y se encontró, por el contrario, una melancólica y reflexiva indagación en personajes torturados por anhelos imposibles y que forman parte de una comitiva inacabable de parejas erradas y frustradas. No es casual el uso del término inacabable, puesto que la fugaz presencia final del misterioso personaje del también popular Tony Leung Chiu-wai justificará el comienzo de una “trilogía informal”, siendo la primera muestra de una tendencia a la reelaboración continua en el cine de Wong Kar-wai, esbozo de una compleja cartografía que parece estar en permanente proceso de construcción. Porque cada una de sus obras soportará, en su interior, las huellas de otra historia que podría haber contado —y que la mayor parte de las veces resulta eliminada o reducida durante el proceso de edición—, pero de la que, al mismo tiempo, tampoco puede permitirse prescindir. 

La segunda parte de ese ejercicio de revisitación de un Hong Kong ya pasado llegará con In the Mood for Love (2000), el título de mayor fama internacional del director. En él, Wong Kar-wai nos presenta a un señor Chow y a una señora Chan —también conocida como Su Li-zhen— que, tras mudarse recientemente con sus respectivas parejas a pequeñas habitaciones en viviendas contiguas, descubrirán cómo estos espacios de encuentro y falta de intimidad darán lugar, tanto para ellos como para sus esposos, a relaciones de amistad o algo más. Sin embargo, y como el propio Wong Kar-wai indica, no se trata de un filme sobre el amor, sino una cinta que gira alrededor de los rumores y el mood for love. 

Este ambiente, y todo lo que rodea la narración, surge desde lo más profundo de la experiencia biográfica del director, que emigró como muchos otros a la excolonia británica cuando tenía 5 años. In the Mood for Love se convierte así en una indagación sensorial y nostálgica sobre las formas de vida que mantenía la comunidad en la diáspora, en una reconstrucción —tanto figurada como literal— desde la memoria de estos ambientes de la infancia, que son los que trazan el contexto de lo que les ocurre a los personajes. Y en esa comunidad, donde la convivencia con la vecindad es estrecha y varias familias conviven bajo el mismo techo, compartiendo cocina y lavabos, el cotilleo sobre las vidas ajenas se descubre como parte del sonido ambiental, tanto dentro como fuera de los edificios. De esta forma, la problemática habitacional hace surgir una falta de privacidad dentro de la comunidad, y la omnipresente mirada de la cámara de Wong Kar-wai, alineada con los ojos de unos vecinos y público curiosos, hace borrosa la línea entre espacios públicos y privados, del mismo modo en que la gente del edificio de apartamentos no puede ocultar sus secretos en una de las ciudades más densamente pobladas del mundo.

In the Mood for Love (Wong Kar-wai, 2000)

Dicha estrechez, y la consecuente sensación de claustrofobia propia de Hong Kong y característica notable del cine de Wong Kar-wai —que ya preconiza en Days of Being Wild— se explota en este filme a nivel visual al abarrotar los pequeños espacios habitacionales con una cantidad de objetos que los desbordan.Además, a nivel narrativo, los estrechos pasillos se vuelven lugares relevantes para la trama, donde los protagonistas se cruzan o incluso se sienten, siendo ejemplo de esto la famosa escena en las escaleras que llevan al puesto de fideos. Es en estas localizaciones claustrofóbicas —acentuadas en el aspecto técnico por el constante enmarcado que se produce dentro del cuadro— y completamente accesibles a oídos ajenos, en las que el espectador es confrontado con el discurso de lo “no dicho” por no ser posible ponerlo en palabras, el territorio por excelencia de un cineasta que confía como pocos en el poder de las imágenes. Fuera de dichos lugares, y en consecuencia fuera de Hong Kong, los destinos de los personajes son solo trenes hacia el futuro que no serán capaces de volver a cruzarse. 

En este sentido, así como Days of Being Wild actuaba a modo de una mirada sobre el pasado, desde el presente que ofrecía In the Mood for Love, el tercer título desta saga, 2046 (2004), se configura a modo de viaje al futuro que está por llegar y las incertezas que inevitablemente traerá. El propio año que lleva por título es una clara alusión a la fecha de la reincorporación definitiva de la excolonia en la República Popular China, abordando directamente toda la incertidumbre alrededor de ese tiempo que está por llegar, explicitado en el filme mediante la metáfora del universo ficticio de trenes sin parada construido por un retornado señor Chow, que fluctúa desde su cuarto en el Hotel Oriente entre la noche del Hong Kong de los sesenta y el mundo de ciencia ficción perteneciente al relato que está escribiendo. En este sentido, 2046 se convierte en la película de Wong Kar-wai en la que más patente se hace ese tiempo indeterminado que discurre entre todos su filmes, gracias a fragmentos sutilmente vinculados, y que se materializa en la multiplicidad de voces narrativas y subhistorias solapadas entre sí. Estas llegan a formar un todo unitario, pero construido de manera acumulativa ya que, si bien a priori los personajes parecen intercambiables, mediante conexiones más o menos explícitas con otras películas —como sucede aquí con Chow— o en la repetición de un mismo nombre —siendo este el caso de Su Li-zhen o Mimi— se trata de individuos con biografías y personalidades diferentes. Esto sucede porque, en las películas de Wong Kar-wai, el espacio se descubre como un factor fundamental en la construcción de la identidad individual de los personajes, determinando en gran medida quién y qué son, además de cuáles son sus relaciones. No obstante, las autorreferencias que pueblan todos sus filmes y que producen una sensación de déjà vu en el espectador no solo inciden en la atmósfera de nostalgia buscada —que igualmente une a todos sus personajes—, sino que, a nivel narrativo, transmiten también la desesperación por intentar recuperar, cambiar o olvidar el tiempo pasado.

Más allá de dicho tiempo pasado, encarnado en ese tren de difícil retorno —tanto metafórico como literal— que articula toda la narración y actúa como reflejo último de la mentalidad de refugiado dominante en la época, destaca en la historia la figura del hotel, que no hace sino recordar como, ricos o pobres, la mayoría de la diáspora inicial concebía Hong Kong como mero lugar de tránsito, pero nunca como destino. Así, dando un paso más en relación a los cuartos alquilados de las películas precedentes, en 2046 los personajes solo disponen de un no-espacio en el que refugiarse, pero que en última instancia no podrán nunca sentir como suyo. Aún así, el Hotel Oriental en el que se instala el protagonista evidencia en el filme la transición surgida a finales de la época en la que se ambienta, cuando Hong Kong ya comienza a convertirse en uno de los Tigres Asiáticos y la identidad local comienza a tomar forma, mostrándose como un espacio multicultural que representa el momento en el que la urbe empieza a ser una de las ciudades más pobladas del mundo. 

No obstante, ese cambio aún tardaría en producirse y, en las obras del período de los sesenta, la cámara de Wong Kar-wai no hace sino apropiarse de la perspectiva de aquellos primeros refugiados, presentando un Hong Kong irreconocible o ausente, ensombrecido en todo momento por el recuerdo de la ciudad y forma de vida de su Shanghai natal. De esta forma, Days of Being Wild, In the Mood for Love y 2046 restan importancia al espacio de la colonia, ya que los emigrantes que las habitan están demasiado involucrados todavía con su pasado como para poder ver su ciudad de acogida. Así, la nueva urbe —mostrada únicamente de noche— parece ser un lugar desierto, semihabitado por personajes que, recluidos en su mundo interior, se resisten a echar raíces. La ciudad cinematográfica es, como mucho, un refugio temporal, pero desorientador, que funciona en las películas como metáfora de la fluída naturaleza de la identidad de la diáspora.

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2046 (Wong Kar-wai, 2004)

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