Wong Kar-Wai: La persistencia del trazo de una lágrima en el cielo cambiante de Hong Kong (II)

Chungking Express (Wong Kar-wai, 1994)

En contraste con la ambigüedad —identitaria y espacial— de las películas de Wong Kar-wai ambientadas en el Hong Kong de los años sesenta (que tratamos en la primera parte de este monográfico), los filmes que se sitúan en la década de los noventa lo hacen desde una nueva perspectiva, mostrando ya una identidad hongkonesa distinguible en personajes más activos y con un fuerte vínculo local. De esta forma, ahora serán constantes los planos de situación de edificios característicos, calles conocidas, multitudes y habitantes extranjeros, presentando un paisaje urbano de la ciudad reconocible y por el que ya se pasean protagonistas que hacen gala de una mayor confianza en la relación y conocimiento que tienen de su entorno. 

Así, nacidas del propósito inicial de llevar a cabo un único filme de tres episodios en homenaje a J. Cassavetes, Jacques Demy y Jean-Pierre Melville, y retomando la línea de trabajo que caracteriza a Wong Kar-wai, el director finalmente presenta, a la hora de abordar esta nueva década en la ciudad, un duplo de títulos que actúan como dos caras de una misma moneda en su representación dual de Hong Kong. La primera, concebida como una vía de escape durante el rodaje de su película anterior, el laborioso drama histórico Ashes of Time (1994), es Chungking Express (1994). El shanghainés presenta una encrucijada de historias de amor paralelas, lideradas en ambos casos por los policías 223 y 663. Sin embargo, a pesar del ligero tono esperanzador de estas, el deambular urbano y la soledad afectiva no acaban de abandonar a los personajes, en una clara alusión a la dislocación postcolonial de una ciudad que ya no es mero telón de fondo, sino que se reafirma como escenografía determinante para el desarrollo de la acción, pasando a actuar como un personaje más. La ciudad, sus calles y el movimiento global del lugar sustituyen a veces a los protagonistas, tal y como ocurre en Chungking Express. Así, y pese a contar de nuevo con caras conocidas, como Faye Wong o Takeshi Kaneshiro, el Hong Kong que el director considera un organismo vivo le es tan importante que pasa a ser lo que verdaderamente está en el foco de atención. Porque este filme, además, está definido por el esfuerzo de preservar la identidad local hongkonesa que había comenzado a surgir ante el inminente proceso de globalización, capturando la imagen de la ciudad antes de que desaparezca ya que, especialmente desde su rodaje, Wong Kar-wai toma consciencia de la problemática del cambio continuo y veloz que estaba padeciendo la configuración de Hong Kong —no en vano, las localizaciones de sus primeros dos largometrajes ya eran cosa del pasado—. Comienza entonces esa necesidad de intentar preservar en el celuloide la forma de vida de la colonia relativa a ciertos períodos de su historia reciente y, sumido de pleno en ese espíritu, el director tratará de hacer el inventario de un espacio urbano anteriormente familiar, investigando también la cambiante relación entre una ciudad en vías de desaparición y sus habitantes.

Del mismo modo, resulta relevante, vinculado de nuevo con esas indagaciones alrededor de la cuestión del tiempo, el recurrente discurso sobre las fechas de caducidad. En Chungking Express, la cuestión se refiere a latas de piña, pero también sirve como metáfora de la forma de vida hongkonesa de la época y de la ciudadanía que, a medida que se acercaba el momento del inminente traspaso, no hacía sino preguntarse sobre lo que ocurriría cuando llegase su tiempo de caducidad. Surge de ahí esa preocupación, en el personaje del policía 223, por la necesidad de capturar aquello no perecedero, o que dure 10.000 años, que no es sino una exteriorización de las inquietudes presentes, al igual que en el resto de la colonia, en el propio director.

Muy en la línea de dichas inquietudes, Wong Kar-wai recupera, al año siguiente, la intriga esencial de aquel tercer episodio para rodar lo que finalmente será Fallen Angels (1995), un filme sobre los bajos fondos de un Hong Kong oscuro y distópico que amenaza con eclipsar a la metrópolis de Chungking Express. En este sentido, el espectador vuelve a encontrarse historias de amor cruzadas —especialmente la que se produce entre un asesino a sueldo cansado de su trabajo y su socia— que, o bien no son correspondidas, o acaban truncadas por el desorden de la urbe. De esta forma, los brotes de violencia surgidos en el espacio urbano ya no serán reprimidos por las figuras policiales de la película anterior, sino que prevalece aquí una perspectiva a nivel de suelo que muestra todas las prácticas sociales de la ciudad y, por lo tanto, también sus consecuencias. 

La puesta en escena construye una imagen de Hong Kong como una jungla urbana, desprovista tanto de historia como de memoria. Los personajes son filmados en lugares que, aunque reconocibles, están mayoritariamente vacíos, como las estaciones de tren desiertas, donde resuena el eco de los pasos del asesino y su agente, o el túnel de Cross-Harbour, uno de los lugares de mayor congestión en el mundo, pero que la moto de He Qiwu cruza sin encontrar apenas otros vehículos, lo que desentona al representar una de las ciudades de mayor densidad poblacional. No obstante, tanto esta como el resto de las representaciones fílmicas de la urbe a lo largo de la obra de Wong Kar-wai no son el resultado de una visión documentalista, sino de una poderosa estilización ficcional y de una proyección de los fantasmas personales de un cineasta que hace del Hong Kong que habita una guarida de almas que sufren.

Fallen Angels (Wong Kar-wai, 1995)

Vinculada a ese sufrimiento, y en general a la mayor parte de los procesos anímicos por los que pasan sus personajes, la música se convierte en otro elemento a destacar en la filmografía de Wong Kar-wai donde, además de dar título a varias de sus películas, desempeña una marcada función o evocativa —como ocurre con el mestizaje musical de sus obras de los sesenta— o narrativa. En este último grupo, el caso de Fallen Angels se vuelve paradigmático ya que, además de hacer uso de composiciones muy relacionadas con la atmósfera en la que se desarrolla la acción, la marcada presencia de la música diegética del jukebox del bar que ambos frecuentan termina volviéndose la única forma de comunicación directa entre el asesino y su ayudante. Sin embargo, esta sutil problemática de la incomunicación no afecta solo a la relación de estos personajes. Más allá de la notable presencia de pantallas de televisión y su posible dimensión alienante, en el filme se encuentra el personaje mudo —y, por lo tanto, marginal— de He Qiwu, en el que se podría ver una alusión biográfica al Wong Kar-wai llegado a la colonia, convertida para él, por hablar un tipo de chino diferente, en un territorio lingüístico hostil y aislante.

En cierto modo, en esa misma línea alrededor del aislamiento y la incapacidad de comunicación, Wong Kar-wai estrenaría dos años después Happy Together (1997), ambientada en Buenos Aires. Junto a los dos trabajos anteriores, este representa los últimos años de Hong Kong siendo una colonia británica pero, en lugar de adoptar nuevamente un punto de vista social, lo mostrado surge desde una explícita perspectiva política. Así, y a pesar de situarse en sus antípodas, la película se ha convertido en la mayor de las metáforas históricas sobre la excolonia de entre toda la filmografía de Wong Kar-wai, actuando como una alegoría del traspaso de 1997. De esta forma, el director se sirve de la relación disfuncional de la pareja homosexual protagonista para hacer referencia a las partes enfrentadas, encarnando Yiu-Fai el espíritu de Hong Kong y Po-Wing la tendencia parasitaria de Gran Bretaña. Además, y aún habiendo sido rodada en Argentina, la óptica a través de la cual observamos la ciudad es la misma que captura el Hong Kong de las otras películas del director. Por una parte, el ambiente exterior en el que transcurre la historia recuerda a la ciudad nocturna, pero de neón, que habitan las criaturas de Fallen Angels. No obstante, esta es una urbe despersonalizada —con una única excepción en el plano de la Avenida 9 de Julio— y suspendida en un tiempo en el que los personajes, como en el Hong Kong de los sesenta, no acaban de encontrar su lugar. En este sentido, el filme también se convierte en el más claro representante de esa inclinación característica de los personajes de Wong Kar-wai a la constante huida en la búsqueda de consuelo, y que en su desesperación llega a cruzar fronteras e incluso océanos. Dicha huida, que pretende dejar entrever la sensación de que tal vez en un lugar diferente a Hong Kong todo lo sentido habría resultado en felicidad y no en dolor, explora también la redefinición constante de la idea de hogar que abordan los protagonistas de los filmes del shanghainés, en un traslado en lucha constante contra sus destinos, pero de la que inevitablemente acaban saliendo vencidos.

Debido a esa lucha, que en última instancia pertenece a la más profunda interioridad de los personajes, la filmografía de Wong Kar-wai se adscribe —en términos generales, sorteando las pequeñas tramas de acción de los primeros trabajos o de aquellos que abordan temáticas históricas— en el melodrama. Este género, que relata historias de amor no correspondido, que habla de la pérdida y del destino, y que acostumbra supeditar la acción a la puesta en escena, las interpretaciones y la música, se convierte en el más propicio para poder llevar a cabo ese ejercicio de recreación del pasado que tanto anhela, contando esas pequeñas historias particulares en el gran contexto general de una sociedad cambiante. En este Hong Kong, Wong Kar-wai concibe su condición de cineasta como un rechazo constante a doblegarse ante el ritmo frenético de la metamorfosis continua para imponer uno propio, en el que conserva el derecho al secreto y a aquellos afectos particulares que se van revelando poco a poco. De esta forma, y en un mundo por definición perecedero, el director continúa —desde un espacio que casi no comparte con ningún otro cineasta– tejiendo su sosegada crónica lírica del desamor y la soledad, en medio de un marasmo urbano donde los recuerdos acaban siendo poco más que el trazo de una lágrima.

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