LAS GENERACIONES DE LA CINEFILIA

Nuestro gusto cinematográfico depende, en parte, de nuestras condiciones de visionado, es decir, de cómo y donde hemos podido ver nuestras películas preferidas. Nos puede gustar más o menos el cine clásico, moderno o postmoderno; estadounidense, europeo o asiático; cine de género o cine de autor; eso da igual, pero cualquiera de estas preferencias está profundamente influenciada por los espacios y redes de exhibición: no es lo mismo ver cinco películas sucesivas en un festival de cine que en nuestra propia casa, en una pantalla grande que en una pantalla doméstica, solos o acompañados. ¿No os ha pasado nunca eso de ver una película en unas condiciones lamentables sin que os entusiasme mucho y más tarde volver a verlo con mucha mayor comodidad y entonces adorarlo? Cada uno ve películas como puede, porque al final la cosa es verlas. Vamos a seguir viendo películas durante décadas y, si todo va bien, durante lo resto de nuestras vidas. Eso no tiene porqué cambiar. La diferencia estará en los modos de ver.

Breve historia de la cinefilia

Hay algo menos de una década, el crítico catalán Àngel Quintana publicó un artículo titulado “Los nuevos hábitos de la mirada. Ver y tener: las mutaciones de la cinefilia en la época del DVD”, en donde distinguía hasta tres formas diferentes de relacionarse con el cine: primero recordaba la cinefilia clásica, heredera del espíritu de los primeros Cahiers du Cinéma y de la Nouvelle Vague, que encontró en los cineclubs y en las salas de arte y ensayo de los años sesenta y setenta su espacio natural; más adelante, hablaba de la cinefilia postmoderna o “la generación del vídeo”, que abandonó las salas por los videoclubs y orientó su interés hacia el cine de género; y por último, la gran novedad del texto era tratar de ubicar en esta tradición lo que Quintana llamaba entonces “la cinefilia del DVD o el coleccionismo de los extremos”, en donde explicaba como el relevo del formato doméstico (del VHS al DVD) había implicado varios cambios en las políticas de edición de las distribuidoras y en las preferencias posteriores de los cinéfilos. (1) En este tercer grupo, Quintana ya contemplaba la descarga de películas desde la red, inicialmente ilegal, pero ahora normalizada a través de plataformas de vídeo bajo demanda como Netflix, Filmin o Márgenes.

La mayor virtud de aquel texto era analizar como esos diferentes modos de ver determinaban los gustos de las sucesivas generaciones cinéfilas sin tomar partido por ninguna de ellas, igualándolas siempre por debajo, es decir, mediante sus excesos. Es muy posible que Quintana practicase o todavía practique alguna o todas estas modalidades cinéfilas, por lo que sus palabras tienen la retranca del iniciado. He aquí una muestra de sus maldades, una por cada grupo:

1. La Cinefilia Clásica:El cinéfilo ideal no era capaz de comentar o deconstruir las películas que habían cautivado su gusto, sólo de memorizar sus datos técnicos y ensalzar alguna escena mítica. Solía caracterizarse por mantener con tozudez una determinada posición visceral frente a una película, sin cuestionar, en ningún caso, el porqué de su actitud”. (2)

Protestas en la Cinémathèque Française contra la destitución de Henry Langlois en 1968

2. La Generación del Vídeo: El consumo de películas estaba relacionado con el acto de almacenamiento y con el alquiler en videoclubes. Entre las tareas cotidianas del nuevo cinéfilo figuraba el trabajo de observar detalladamente todas las escaletas de las programaciones televisivas para poder grabar todas las películas de serie B posibles y convertir el propio domicilio en un refugio de las más variopintas rarezas. La política de almacenaje formaba parte del consumo particular y no solía ir acompañada de una política de pirateo, ni tan sólo de tráfico de novedades con otros compañeros. El placer cinéfilo se consideraba un culto privado”. (3)

3. El Coleccionismo de los Extremos: La generación del DVD ha decidido abandonar la política del almacenaje por la política del coleccionismo y ha pasado de observar la película como un producto de culto a como un objeto fetichista. No basta con haber visto una determinada película, lo realmente importante es poseerla, tenerla en las estanterías de casa en la versión mejor remasterizada posible y con los ‘bonus’ más espectaculares que hayan surgido en el mercado”. (4)

Mismo objetivo, distintas estrategias

Estos tres grupos de los que hablaba Quintana siguen manteniéndose en el presente, pero hay varios matices que el crítico catalán no contemplaba en su artículo. El primero, que no podía prever en el año 2005, es el efecto que la situación económica actual ha tenido en los hábitos de visionado: por una parte, el cinéfilo clásico ya no se puede permitir ir al cine varias veces a la semana como solía hacer antes, al margen de si la programación es más o menos variada, de mejor o peor calidad; mientras que el cinéfilo postmoderno o el coleccionista de DVDs (o Blu-Rays) ya no tiene como prioridad poseer una película, ya sea porque ha acumulado más de las que podrá ver a lo largo de toda su vida, o simplemente porque no tiene dinero para comprar esas lujosas ediciones pagando un IVA del 21%.

No es que el mercado esté agotado, como dicen los empresarios del sector, porque su producto sigue teniendo salida entre aquellos que aún lo pueden adquirir, sino que es el cinéfilo, el consumidor, el que está agotado. En estas circunstancias, la pulsión, el deseo, la costumbre de ver cine se mantiene por extraño que parezca, pero se orienta hacia otras prácticas que no siempre mantienen la continuidad con los modelos de negocio que existían hace apenas una década. De ahí el recurso creciente a la piratería, cierto, pero también la orientación de muchos cinéfilos hacia las plataformas de vídeo bajo demanda, en las que el consumo doméstico sigue triunfando sobre el consumo en sala, a pesar de que de esta vez ya no implica ni almacenaje ni coleccionismo.

Umberto D. (Vittorio De Sica, 1952)

No obstante, como me decía el otro día mi camarada Óscar Iglesias (gin-tonic en mano), el sector de la distribución cinematográfica en el estado español no está comprendiendo bien las dinámicas del visionado en red, de manera que empresas como Filmin se limitan a ofrecer en su catálogo títulos que ya han sido comprados previamente por las distribuidoras tradicionales. Este modelo no expande la oferta existente, si no que simplemente deslocaliza su distribución, algo que satisface a los cinéfilos que, debido a su ubicación geográfica o estilo de vida, no pueden acceder a las salas comerciales con la frecuencia que les gustaría, pero esto no significa una verdadera ampliación de la oferta disponible más allá de los títulos que ya están en el mercado estatal.

Esta situación ha llevado a que, como me contó otro camarada, Agustín Raluy (esta vez sin gin-tonic en mano), muchos cinéfilos ‘domesticados’ estén comenzando a falsificar las direcciones IP de sus ordenadores para poder acceder desde ellos a Netflix, una plataforma de vídeo bajo demanda estadounidense que aún no opera en el mercado español. Imaginad entonces el timo: ya no se trata de piratear una película en concreto, sino el acceso a todo un catálogo de películas que están más allá del alcance del cinéfilo estatal legal, fingiendo que el ordenador en cuestión está, por ejemplo, en California, en vez de estar en la Mariña Lucense.

La historia como acumulación

El documentalista alemán Thomas Heise reflexionaba sobre la dinámica de sedimentación histórica en su film Material (Thomas Heise, 2009) con las siguientes palabras: “se puede pensar que la historia es lineal, pero en realidad es una acumulación”. Desde esta perspectiva, los procesos no se suceden uno detrás de otro, sino que se superponen durante un periodo bastante más largo del que la tiranía de la novedad deja ver. La búsqueda de un acontecimiento o de una fecha simbólica en la que se puede anclar temporalmente un cambio es, en el fondo, un pierdetiempo de historiadores dispuestos a servir de voz de su amo. Más allá de hacia dónde sople el viento, muchas prácticas y, sobre todo, las mentalidades que llevan asociadas, se mantienen a medio y largo plazo tanto en reductos minoritarios y anacrónicos como en algunas dinámicas interiorizadas por el inconsciente de la masa social.

La cinefilia no es ajena a este fenómeno, de manera que su evolución no consiste en el relevo de unas prácticas por otras, sino en su convivencia, a veces incluso en un mismo sujeto: alguien que va a las salas de cine siempre que puede, que acumula en su casa decenas o cientos de VHS que hace décadas que no ve, que sigue comprando algún DVD o Blu-Ray de vez en cuando (a pesar de que duplique algún título de su colección), alguien que descarga copias piratas de la red para ampliar hasta el infinito su archivo (triplicando si hace falta el formato de sus películas favoritas), e incluso alguien que también ve, cada vez más a menudo, películas en streaming de forma legal, siempre por el placer, o por la inercia, de seguir viendo cine.

Una película de Roberto Rossellini, el cineasta sin el que, según Bernardo Bertoluci, no se podía vivir en los años sesenta, sigue siendo una película de Roberto Rossellini ya sea en una copia en celuloide proyectada en la Cinémathèque Française, en una copia en VHS grabada de TVE, en una copia llena de extras en DVD o Blu-Ray, en una copia ripeada descargada de la red o en una copia digital proyectada legalmente en streaming en el salón de vuestra casa. Eso sí, y aquí está el matiz, esa misma película no significa exactamente lo mismo para sus espectadores en un contexto que en otro. El espacio de visionado y, por extensión, el soporte determina la experiencia de la película, que a su vez estimula las preferencias particulares de cada cinéfilo.

Sátántangó (Béla Tarr, 1994)

Girl in Gold Boots (Ted V. Mikels, 1968)

Vayamos, por un momento, a los tópicos más demagógicos: Imaginaos un visionado integral de las siete horas y media de Sátántangó (Béla Tarr, 1994) en vuestro festival de cine o cineclub favorito, y después imaginároslo en el salón de vuestra casa. ¿Qué experiencia preferís? Cada uno la suya, por supuesto. Imaginad ahora un visionado de Girl in Gold Boots (Ted V. Mikels, 1968), una de las diecinueve películas que tienen el privilegio de ser las peor valorados por los usuarios de imdb, que puede ser, de nuevo, en la intimidad de vuestra casa (¿para qué?, diréis, ¡que perversión!), o en el contexto de una rave, de una orgía, de una fiesta hortera, de un festival de cine camp, o simplemente de un encuentro entre amigos perversos. ¿Qué experiencia preferís ahora?

El recurso a la demagogia, esta vez, pretende advertir que el visionado de una obra maestra puede resultar poco estimulante en condiciones adversas, mientras que el de una basura puede convertirse, si la ocasión es propicia, en una de las mejores experiencias cinematográficas de nuestra vida. A largo plazo, nuestro gusto cinematográfico se va a inclinar casi siempre hacia aquellas películas que más placer, por los motivos que sea, nos produjeron durante su visionado. Eso sí, si nuestra pluralidad de experiencias es restringida, nuestros gustos también lo serán.

Cinéfilos anfibios

La Tertulia Cinematográfica Perdiguer nació en Zaragoza en 1996 con una dinámica enraizada en las viejas tertulias intelectuales de la primera mitad del siglo XX. La idea es muy simple: un grupo de amigos se reúne una vez al mes en la casa de uno de ellos, Ramón Perdiguer, para hablar de su pasión compartida, el cine, alrededor de una mesa repleta de chucherías para comer y para beber. Unos meses pueden asistir solamente unas veinte personas, mientras que otros pueden llegar reunirse hasta cuarenta. Hay quien habla y hay quien sólo escucha. El orden del día está marcado por la cartelera cinematográfica local, y el enfoque de cada intervención por los propios gustos y el bagaje cultural de cada participante.

Actualmente, alrededor de esa mesa, conviven las tres generaciones de las que hablaba Àngel Quintana en su artículo. Como siempre, hay grupos de afinidad personal que, consciente o inconscientemente, tienden a ocupar extremos opuestos de la sala, sin que eso signifique una gran diferencia de edad. La mayoría de los debates que se establecen de un lado a otro de la mesa dependen, fundamentalmente, de las diferentes maneras de ver, pensar y apreciar el cine: los gustos de cada participante son esclavos de sus filias y sus fobias personales, pero la habilidad para procesarlas radica sobre todo en la diversidad de sus prácticas de visionado.

La Tertulia Perdiguer en pleno esplendor (Ramón Perdiguer es la persona de pie). Foto: Mónica Gorenberg.

Las tres generaciones tienen representantes ilustres, comenzando por aquellos más longevos que pudieron participar en todas ellas: sin ir más lejos, Ramón Perdiguer, el fundador de la tertulia, es un cinéfilo avant la lettre, un apasionado del cine clásico de Hollywood que, por edad, podría ser compañero de generación de los cahieristas franceses; mientras que Luis Betrán o Emiliano Puértolas proceden de una generación más joven que desarrolló su cinefilia a través del movimiento cineclubista de los años sesenta y setenta. Todos ellos, a estas alturas, combinan diferentes prácticas de visionado, y en esa capacidad de adaptación a los nuevos soportes y formatos, en esa transversalidad generacional, se encuentra la complejidad de su pensamiento.

Muchos de los participantes en la Tertulia Perdiguer son ‘cinéfilos anfibios’, capaces de practicar varias formas de cinefilia al mismo tiempo, y obtener de todas ellas aquello que más placer les puede proporcionar. (5) La restricción de determinados canales de exhibición -en concreto, la ausencia de salas en versión original en su ciudad durante una temporada- los empujó a la búsqueda de caminos alternativos -los trapicheos en la red más o menos legales- sin que eso signifique que quieran desertar de sus viejas prácticas. El problema para ellos, para todos, es la confusión e incertidumbre actual sobre cuál es el presente (y, por extensión, el futuro) del sector de la distribución y de la exhibición cinematográfica.

El día que desaparezcan las salas de cine -si desaparecen, que a mí no me gusta abusar de las predicciones catastrofistas- seguirá habiendo tertulias cinéfilas -actualmente, la Tertulia Perdiguer ya tiene ya una spin-off llamada Tertulia Chipre, en donde el orden del día depende de las novedades disponibles para descargar de la red- pero lo que sí podría desaparecer entonces sería esa acumulación de prácticas anfibias entre lo analógico y lo digital, el visionado público y el privado, que es el principal responsable de enriquecer los debates de este tipo de tertulias. El peligro no está por lo tanto en que sólo podamos ver películas encerrados en nuestras casas, sino que esa dinámica restrinja con una falsa promesa de variedad infinita la pluralidad y complejidad de nuestro gusto cinematográfico. Seremos todos iguales viendo películas diferentes: la utopía para unos será la distopía para otros.

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(1) Quintana, Àngel (2005): “Los nuevos hábitos de la mirada. Ver y tener: las mutaciones de la cinefilia en la época del DVD”, en Dirigido por… 345, pp. 82-86.

(2) Quintana, Àngel (2005), op. cit., p. 83.

(3) Quintana, Àngel (2005), op. cit., p. 85.

(4) Quintana, Àngel (2005), op. cit., p. 85.

(5) Esta idea del ‘cinéfilo anfibio’ es una paráfrasis del concepto del “intelectual anfibio” del que habla Hamid Dabashi en su libro Post-Orientalism. Knowledge and Power in Time of Terror. Esta es su referencia bibliográfica completa: Dabashi, Hamid (2009): Post-Orientalism. Knowledge and Power in Time of Terror. New Brunswick, NJ: Transaction Publishers, p. 229.

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