ZOMBIES, CINÉFILOS Y OTRAS BESTIAS – SITGES 2011

Hace tres años que acudo como crítico al festival de Sitges. En estos tres años, puedo asegurar que ningún otro certamen se le parece. En este pueblo barcelonés se da cada octubre una fiesta de cine sin igual. La gente de Barcelona llega a Sitges deseosa de ver cine, pero también de pasarlo bien. Reír, gritar, aplaudir e incluso comentar las películas en directo con toda la sala. Para los críticos, muchas veces es una experiencia frustrante no poder concentrarse en el film y tener que escuchar murmullos, cuando no conversaciones. Pero todo eso forma parte de la experiencia Sitges. Las películas malas pasan por buenas si el público está dispuesto a pasarlo bien. Aunque también hay casos contrarios. Recuerdo en la edición del año anterior, en el pase de Kaboom de Gregg Araki. Había una audiencia dispuesta a pasarlo bien, pero la organización, siempre tan terrorista y tan dispuesta a derrumbar prejuicios, incluyó antes Maska, el corto experimental de los hermanos Quay. El que era un público entregado se transformó en apenas cinco minutos en una marea de indignación. Silbidos y patadas. Alguien que sentaba cerca, prensa acreditada (para mayor escarnio), gritaba consternado contra semejante atropello. En mi opinión, Maska fue mejor que Kaboom, pero en el contexto del festival fue casi como una traición, programar un corto casi indescifrable antes de una comedia multisexual sobre el fin del mundo.

El concepto de crítico y de espectador se funde en Sitges. Principalmente porque solo hace falta tener un blog medianamente actualizado para conseguir una acreditación. Así que buena parte de la ‘crítica’ que está registrada son realmente espectadores que quieren ver sangre, vísceras y mujeres desnudas. Evitan con prudencia los múltiples y previsibles atrancos que les pone la organización, llámense Béla Tarr, Apichatpong Weerasethakul, Tsai Ming-liang, Raya Martin o Aleksandr Sokurov (directores que nunca llenan salas en un festival en el que es difícil encontrar entradas), pero siempre hay obstáculos que no consiguen sortear. Uno de los placeres del festival es ver cómo la prensa ‘especializada’ (en cine fantástico y de terror) cae en la sesión equivocada. Inmejorable ejemplo el año pasado con In the Woods, de Angelos Frantzis. Es difícil señalar qué fue mejor, si la película (una radical experiencia audiovisual sobre el poder del cine digital que fue rodada con el modo de vídeo de una cámara fotográfica) o las reacciones del público. Un silencio frío, tan solo alterado por el ruido de las butacas (el desalojo fue importante) y ciertos murmullos de incredulidad. Este año la experiencia se repitió en una maratón nocturna en los Cines Prado.

"Reír, gritar, aplaudir e incluso comentar las películas en directo con toda la sala. Las películas malas pasan por buenas si el público está dispuesto a pasarlo bien". (Presentación de 'The Yellow Sea' en Retiro, que frecuenta el público más entregado)

Uno de los atractivos de Sitges son las sesiones de madrugada. En ellas, se programan tres o cuatro películas en continuidad. Normalmente se trata de filmes gore o de terror, todo muy codificado para que los fans disfruten, pero como ya he señalado, Sitges tiene algo de terrorista. Así que este año organizó una maratón en la que incluía Beyond the Black Rainbow, de Panos Cosmatos, y Hellacious Acres. The Case of John Glass, de Pat Tremblay. La primera es una película experimental que parte del cine estadounidense y canadiense de terror de los años 70 para eliminar todos los elementos narrativos y dejar únicamente las experiencias visuales. Es una película extremadamente lenta, comatosa y puede que desesperante, pero también pasmosa y original. Demasiado para un público (y una crítica) que venía a aplaudir desmembraciones y a reír con las escenas gore. Desgraciadamente no me quedé para ver Hellacious Acres, pues ya la había visto el día anterior, pero es posible que agotase la paciencia de los espectadores que no se fueron tras Beyond the Black Rainbow. La peli de Pat Tremblay fue una de las ‘frikadas’ de esta edición: la historia de un hombre que espera en un futuro apocalíptico enfundado en un traje de supervivencia. No sabe qué hacer, así que se dedica a vagar por un campo abandonado mientras aprende a comer y defecar con el traje puesto. No hay mucho más en la película, que triunfa precisamente por su ridiculez nada disimulada, por su simpleza y, en definitiva, por el realismo que tiene. En este futuro, los trajes especiales no dan superpoderes, los héroes no son expertos en artes marciales. Todo es incómodo y patético en este filme. Su director hacía justicia a lo que vimos en la pantalla. Un hombre pequeñito que parecía salido de la Comic-Con de San Diego y que regalaba ‘merchandising’ de su película. Además de los habituales carteles, tarjetas y demás, también tenía lencería femenina con publicidad de la película. Cosas que solo se pueden ver en Sitges.

Todo esto lleva a una pregunta fundamental: ¿qué hacen los festivales por nuestra educación cinematográfica? Sitges aspira, o eso creo yo, a romper con las convicciones del espectador. Es decir, que los críticos más duros vean películas frívolas (Sex and Zen 3D, por ejemplo) y que la crítica ‘especializada’ de la que hablábamos antes acceda a un cine más ‘diferente’. Ninguna de las dos premisas se llega a cumplir, porque el concepto ‘crítico’ es demasiado amplio. Este año, el premio de la crítica lo ganó la película más comercial y simple de toda la competencia, Attack the Block, de Joe Cornish. Y como ya he dicho, muchos críticos ya saben que deben evitar determinados nombres.

¿Y respeto al público? Yo no creo que Sitges eduque una mirada. Que le enseñe a ver el cine de una determinada manera. No tengo claro tampoco que ése deba ser el objetivo de un festival. En el caso del Festival de Sitges, parece que su interés es gastar bromas pesadas al espectador. Por ejemplo, vendiendo Trash Humpers de Harmony Korine como un film de chavales traviesos. El resultado (esto me lo cuentan de oídas): un padre que saca a su hijo de la sala tapándole los ojos. Pero no todo es así. Recuerdo que en mi primer Sitges conocí a un padre que llevaba a sus hijos a ver su primera película de Joe Dante. El padre, un gran fan de películas como Gremlins, Explorers, Innerspace y otros filmes legendarios de este director, quería que sus hijos lo descubrisen también. Hay algo muy hermoso en ese traspaso de sentimientos. Puro amor cinéfilo pasando de padres a hijos. Joe Dante no decepcionó y entregó en aquella edición un film, The Hole, que continuaba su legado cinematográfico, con sus luces y sus sombras. El padre, antes de la sesión, me preguntaba con ligera preocupación si el film tendría escenas demasiado violentas, olvidando, a lo mejor, las muchas veces que, cuando éramos niños, veíamos casi de tapadillo filmes que no eran adecuados para nuestra edad. Curiosa transformación.

"Sitges tiene algo de terrorista. Nunca estás a salvo, bien por una película que rompe tus esquemas, bien por causas ajenas. Sitges es una experiencia, más que un Festival de Cine". (En la foto, el Prado, sala más centrada en el cine de autor)

Otro suceso que se puede dar en Sitges, contrario al que he señalado en el primero párrafo, es que una película no tenga el público que merece. Quiero decir, puede darse que un film demasiado serio tenga una audiencia con gana de fiesta. Pero también el caso contrario. Eso sucedió en varios pases de esta edición. Destacaré algunos.

Sex and Zen 3D. El clásico erótico de la literatura y, desde hace 20 años, del cine chino (vertiente Hong Kong) regresa al cine aprovechando la moda estereoscópica. ¿Qué significa esto? Pues que el espectador asiste indefenso viendo como infinidad de penes se dirigen hacia sus ojos. La película es generosa en desnudos femeninos, pero la gracia de las tres dimensiones reside en ver cómo el espectador masculino acepta la acumulación de símbolos fálicos acercándose a su cara. Ante esto, solo se puede reír, pero la sesión fue bastante silenciosa.

Underwater Love. En Japón, los géneros tienen sus propias denominaciones. El ‘kaidan’ es el cine de fantasmas. El ‘jidai geki’ es el cine histórico, con su vertiente ‘chanbara’ para hablar de cine de samuráis. El ‘pinku’ es el cine erótico. El ‘kaiju’ es el clásico cine de monstruos japoneses, desde los clásicos ‘yokai’ a los modernos surgidos de las catástrofes nucleares (Godzilla, Gamera, etc.). Los géneros se pueden mezclar. Por ejemplo, el ‘pinku’ con el cine de yakuzas, pero siempre creí que había unos limites. No para Shinji Imaoka, director de este Onna no Kappa (que quiere decir “Mujer y Kappa”) que cruza el ‘pinku’ con el ‘kaiju’, y, por si no estaba contento, le mete escenas musicales. Yo, curtido en mil experiencias surrealistas en Sitges, voy entusiasmado a la sesión, pero lo cierto es que no hay mucho ambiente. La cosa comienza bien. En el primer plano aparece el kappa (un ser sobrenatural japonés, una tortuga antropomórfica) y ya me pongo aplaudir. El público sigue mi llamada e incluso hay silbidos y gritos de entusiasmo. Pero no dura mucho. La película tampoco es que sea muy comercial y los espectadores, en lugar de tomarlo un poco a broma, parecen aburridos. Un buen público de Sitges estaría aplaudiendo continuamente (imprescindible cuando el kappa dispersa todo su semen por el cuerpo de una chavala tras una dura escena de sexo) y seguiría el ritmo de los números musicales con palmas.

The Island, de Kamen Kalev. Este es el clásico ejemplo WTF (‘what the fuck’) que tiene todo festival. Y más tratándose de Sitges. Tampoco quiero decir que la sesión fuera una decepción. Ni que el público no fuese el adecuado. ¿Por qué? ¿Existe un público para un film como The Island? Llegué diez minutos tarde, porque tuve que ir corriendo desde el Auditori hasta el Prado (lo que son 10 minutos andando y 5 corriendo). Me senté en primera fila y asistí a una de las sesiones de cine más extrañas de mi vida. El film es un melodrama sentimental rodado en una isla paradisíaca de Bulgaria. Tenemos a una pareja de amantes. Él, un búlgaro impersonal. Ella, gigantesca, gozosa y escultural, Laetitia Casta. Tienen acuerdos y desacuerdos, peleas y reconciliaciones. La película recuerda la L’avventura, de Michelangelo Antonioni, y también la Le mépris, de Godard. El paisaje está rodado con mucho gusto. Hay algo extraño, algo misterioso, en el aire de la película. Finalmente, los amantes se separan. Ella vuelve a Francia, él se queda en Bulgaria, obsesionado por encontrar a su madre. Tras un tiempo de búsqueda, el chaval llama a su chica. Descubre que va a tener un hijo. Él se dispone a volver, pero (y aquí el giro argumental más bestial del cine contemporáneo) finalmente decide quedar en Bulgaria y entrar en Gran Hermano simulando ser un discapacitado mental. ¿¿¡¡%#@$!!?? Esta indescifrable oración sería la reacción más normal, pero en ese momento, el público (incluido yo) estábamos en un estado total de incredulidad. Parece que el cine, en su deseo constante por meter goles por la escudería al espectador, ha llegado a un estado total de locura. La película se suicida por completo en su tramo final, con giros cada vez más imposibles. Seguramente hay un discurso sobre las mutaciones del cine, sobre la continuidad del cine moderno (eso de pasar de Antonioni a Gran Hermano) y muchas cosas más, pero la verdad es que tal y como lo muestra la película, lo mejor es dejarse llevar por la autoparodia. En el fondo, The Island puede que se convierta en un involuntario film de culto.

Kappa en pleno acto

"'Underwater Love' cruza el 'pinku' con el 'kaiju', y, por si no estaba contento, le mete escenas musicales".

Cannibal Mercenary. Ya sé que me estoy pasando con el tamaño del texto, pero no puedo dejar pasar las experiencias más extremas del festival de Sitges sin hablar, precisamente, de su sección más extrema. Hablamos del Brigadoon. Esta sección es algo así como la oveja negra de la familia. Mitad oficial, mitad pirata, el Brigadoon se celebra en el Edifici Miramar, un edificio histórico del pueblo que tiene un espacio acondicionado para pasar películas. Digo ‘espacio’ porque no es un cine. Las pelis se pasan en DVD (lo que muchas veces no quiere decir calidad DVD, sino que suele ser VHS o cosas peores) y la entrada es libre. Este último hecho dio lugar a muchos episodios surrealistas, como ver Las flores del miedo (un clásico ignoto del cine español) con un hombre inconsciente por culpa del alcohol sentado en primera fila y haciendo caso omiso de las indicaciones de los guardias de seguridad para que abandonara la sala. O ver Of Vampyres and other Symptons, documental sobre José Ramón Larraz (otro clásico ignoto del cine español), con una sala llena de adolescentes. Un documental televisivo alrededor de un director de ‘cult-movies’ de los años 70 con la sala llena. Son cosas de Sitges. Pero lo más grande del Brigadoon llegó en el pase de Cannibal Mercenary, una ‘exploitation movie’ tailandesa de los años 70, modificada por la industria hongkonesa (que incluyó en la película una trama paralela que nada tenía que ver con la original) y que se pasaba en versión doblada al castellano. Todo era muy postmoderno. Comienza como Apocalypse Now (el cartel vende el film como Apocalypse Now meets Cannibal Holocaust), con un soldado que tiene pesadillas por sus experiencias en la guerra de Vietnam. Pero luego aparece un maestro zen, con un Ying-Yang mal dibujado en su frente, que le habla de una misión. Y a partir de ahí todo es ‘superexploitation’ y ‘supergore’ en la mejor tradición del peor cine de los años 70, dejando en buen lugar muchas películas de Chuck Norris.

Pero lo mejor no era eso, sino que en la sala había un grupo de abuelas que lo venían a pasar bien con el cine de terror. Pasaron buena parte de la película hablando e intercambiando sus opiniones. Estaban visiblemente decepcionadas, porque querían ver cine de terror y no “una película de guerra”, como una de ellas llegó a decir, mientras en la pantalla veíamos mercenarios zombi-caníbales devorando a los protagonistas. Brigadoon siempre ha sido lugar para que jubilados y gente despistada durmiese allí la siesta, pero en las ocasiones que he ido, pocas veces he vivido una experiencia tan ‘trash’ y radical. Pero así es Sitges, un festival que continuamente está agrediendo tus concepciones del cine. Como espectador y como crítico, nunca estás a salvo, bien sea por una película que rompe tus esquemas, bien sea por causas ajenas. Sitges es una experiencia, más que un Festival de Cine.

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