Crónica 21 de noviembre

Rápido. Rápido. Más rápido. Son las palabras que se leen en la pared de una piscina municipal, colocadas sobre las calles, en una de las escenas centrales de Iceberg, del español Gabriel Velázquez, con la que voy despertando en esta mi segunda mañana en el FIC Xixón. Son palabras que podrían aplicarse a la secuencia inicial: la sombra de un coche que acelera por una carretera hasta salir de plano y estamparse contra algo para caer en un río. Después, una elipsis, y vemos a un chaval solitario, jugando con un vehículo teledirigido, en medio de un cementerio. Más tarde, se enfrenta a un perro para recuperar un anillo que se tragó en el lugar del accidente. Sugerente comienzo que muestra lo justo, el filme va encontrando su tono conforme avanza el metraje.

Paralelamente, una pareja de chavales macarras roba en una piscifactoría, mientras una muchacha asiste a un internado, solo para mujeres, y decide darse a la fuga. Curioso que no la busquen, o que los adolescentes que delinquen no cuenten en su contexto con una figura paterna. El personaje principal, el débil, acabará por enfrentarse a ellos en la lucha por la supervivencia, por recuperar lo que es suyo. Hacia el final de la cinta, los jóvenes tiran el anillo al río después de que el niño protagonista no tuviese agallas para dispararles con una escopeta. Queriendo recuperar su preciado tesoro (aunque lo parezca por la descripción, no se trata de un ‘remake’ de El Señor de los Anillos, estaría más cerca de El señor de las moscas), se lanza al agua sin saber nadar.

Rodada de modo contemplativo, quizás demasiado solemne, y con una necesidad un tanto ridícula de ligar las tres historias, sería sin embargo injusto negar que Iceberg tiene mucho cine dentro. Con referencias estéticas en el primer Víctor Erice y en Michael Haneke, Velázquez logra componer una interesante metáfora sobre la brutalidad del capitalismo neoliberal más salvaje. No hay padres en el filme, no hay proteccionismo ni bienestar, solo “el hombre es un lobo para el hombre”. Es una simple coincidencia, pero resulta curioso que Sion Sono también haya escogido un negocio de alquiler de barcas para contar el mismo desarraigo, con mucha más potencia, en su maravillosa Himizu. ¿Nos vamos a pique?

También muy medida es Eighty Letters, del debutante Vaclav Kadrnka. En ella, nos cuenta el intento de una madre y su hijo de salir de la Checoslovaquia comunista, para reunirse con el marido en Inglaterra. Su mayor logro reside en encontrar una manera de criticar los mecanismos del régimen en la deshumanizada puesta en escena, centrada en los objetos que conforman los trámites administrativos.

Esto por la mañana, y por la tarde… ‘la révolte’. Nicolas Klotz y Elisabeth Perceval llegaban avalados por tres filmes muy interesantes, profundamente políticos, girando todos en torno a la cuestión del rechazo al ‘Otro’ y el fascismo latente en la Europa de nuestros días. Si en Paria llevaban las posibilidades estéticas del DV a límites insospechados, trabajando con varios sin techo de París; en La blessure hablaban de los cruentos mecanismos de deportación de inmigrantes en Francia; y en La question humaine convertían a Mathieu Amalric en un siniestro jefe de selección de personal en una empresa con un enterrado pasado nazi; en Low Life vuelven a todos estos temas con una madurez inapelable.

Centrada en una comunidad de okupas en Lyon, el filme desarrolla los problemas de una pareja -ella francesa, él afgano-, cuando se tienen que enfrentar a la deportación del último. La poderosa y vibrante secuencia que abre la cinta, una manifestación pacífica contra el desmantelamiento de un inmueble ocupado por parte de la policía, acaba con altercados violentos a causa de varios alborotadores, que hieren a un agente con un cóctel molotov. A partir de ahí, la película exhala e inhala, va construyendo una tensión que nunca decae, hasta el espectacular final, homenaje a Jacques Tourneur, como muchas otras escenas de un filme que transita lo justo en el fantástico para crear un ambiente inquietante y opresivo.

El guión de Perceval, que en este caso se dedica también a la dirección de actores, retomando sus raíces teatrales, es el más depurado y profundo de toda su carrera. Si bien la carga política de las anteriores cintas podía malograr ciertas secuencias y, por momentos, mostrarse excesivamente críptica; en este caso la narración y los diálogos fluyen y avanzan hacia la sencillez, que no la simpleza (la de veces que tendré que ver Low Life para percibir todos sus matices).

La película funciona formalmente a muchos niveles, dialogando con otras formas artísticas, como el teatro, la ‘performance’, el vídeo-arte o la fotografía; contando no obstante con una puesta en escena profundamente cinematográfica, que confía habitualmente en sutiles planos-secuencia que se redefinen con cada gesto de los actores. El plano dentro del plano.

¡Y qué decir de los actores! Un maravilloso grupo de gente joven, entregado, que ponen todo su talento en las pasiones que deben encarnar, desviviéndose por sacar lo mejor de cada uno de los diversos y relevantes personajes. Se puede hablar, sin duda, de un notable trabajo coral, que reclama clara y enérgicamente a la juventud europea que ejerza su deber para con ellos y las generaciones futuras: la necesidad de indignarse, de hacer la revolución.

En definitiva, Low Life es un peliculón que debe ponderarse con calma. Podría seguir un buen ratón hablando de sus múltiples virtudes, pero pienso que sería injusto hacerlo en una crónica tan apurada.

Mejor dejo de teclear y me paso por el concierto de esta noche, a relajarme un rato. No sé ni quién toca, pero difícilmente podrá empeorar la mala sensación de boca dejada por un filme que no aporta nada de lo que promete inicialmente. Supuesta reflexión sobre la aceptación personal bien entrados ya los 30, The Future, de Miranda July, último pase de la jornada, cuenta con algún motivo visual y conceptual interesante. Sin embargo, no sabe desarrollar una historia que cae en momentos tan ridículos y sin sentido como los del irritante gato parlante, que va ya camino de convertirse en una mascota festivalera de la que podríamos fabricar peluches, porque la gente no para de hablar de él (y no bien precisamente).

Lo dicho, ya llego tarde a la fiesta, y de ahí el origen etimológico de festival, ¿no? Estaría faltando a mi deber de cronista si no bajo a tomarme una cerveza, así que mañana más.

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