GUY MADDIN: MÍMESIS Y AUTOFICCIÓN

Un ojo bien abierto mira fijamente al espectador: es el ojo rasgado de Un chien andalou (Luis Buñuel, 1929), el ojo de la cámara en Человек с киноаппаратом (Dziga Vertov, 1929), el ojo muerto que abría Vertigo (Alfred Hitchcock, 1958) o el ojo congelado -y a punto también de morir- que cerraba Vai~E~Vem (João César Monteiro, 2003). Si hay una imagen que se repite regularmente a lo largo del cine moderno, sin duda es esta: la mirada agredida, exaltada, hiperconsciente, homenajeada. Esa imagen, la misma imagen, pero otro ojo, otro encuadre, otro plano, abre también el cortometraje The Heart of the Word (Guy Maddin, 2000), una obra que hace suyo ese icono moderno para llevarlo poco menos que a una rave audiovisual en donde cabe de todo: la comedia romántica (protagonizada por dos hermanos enamorados de una misma mujer), el cine de catástrofes (en donde no falta el fin del mundo), la fanta-ciencia (a través de un viaje al centro de la tierra), la iconografía religiosa (mediante un falso Jesús que predica entre los pecadores) y la experimentación vanguardista (con un montaje vertiginoso heredero de la escuela soviética). Todo comienza con ese ojo que mira y, cinco minutos después, todo termina con el objeto de esa mirada: The Heart of the Word es un plano / contraplano en toda regla que contiene la mejor muestra de la creatividad exuberante del cineasta canadiense Guy Maddin. Aunque (re)conozcamos perfectamente esas imágenes, nunca las hemos visto así, en esa secuencia, con ese sentido: bienvenidos entonces al territorio de la mímesis juguetona, en donde por suerte nada es lo que parece.

Un chien andalou (Luis Buñuel, 1929)

Человек с киноаппаратом (Dziga Vertov, 1929)

Vertigo (Alfred Hitchcock, 1958)

Vai~E~Vem (João César Monteiro, 2003)

Maddin imita, copia, cita o simplemente plagia una amplia variedad de estilos, muchos de ellos ya enterrados: expresionismo alemán, montaje soviético, surrealismo francés, film noir, trash-cinema, horror movies, melodramas excesivos e incluso los primeros musicales, cualquier referencia bizarra sirve para condimentar su obra (1). A este gusto por la bazofia audiovisual se le une también una profunda admiración por algunos de los grandes cineastas de la historia del cine: Friedrich Wilhem Murnau, Eric Von Stroheim, Josef Von Sternberg, Carl Theoder Dreyer, Luis Buñuel, Jean Renoir, Jean Vigo, Max Ophüls o Alfred Hitchcock, además de la obra de aquellos cineastas de animación más cercanos al surrealismo, como Jan Svankmajer o los Hermanos Quay (2). No obstante, a pesar de la extensión de esta lista, a Maddin no le gusta mucho hablar de sus referentes, y sólo ha reconocido explícitamente la influencia directa de David Lynch, una presencia que se ha ido haciendo película tras película cada vez más obvia, especialmente en su último largometraje, la fallida Keyhole (Guy Maddin, 2011).

Esta filiación ecléctica suele llevar sus películas hacia el terreno del pastiche, pero también le ha permitido desarrollar una estética inconfundible basada en el exceso, la saturación y, sobre todo, una impresionante riqueza de recursos visuales. Al igual que otros cineastas postmodernos, como Quentin Tarantino o Todd Haynes, Maddin entiende la historia del cine como una fuente inagotable de inspiración, un depósito infinito de donde puede tomar cualquier técnica o dispositivo para reutilizarlo en un contexto totalmente diferente: de esta manera, el canadiense ha sido capaz de crear una obra que surge de la canibalización de todos los referentes que ha sabido amar y acumular durante su larga y omnívora trayectoria cinéfila.

Una obra en dos tiempos

El aislamiento impuesto por la ubicación geográfica de su ciudad natal, Winnipeg, así como su severa climatología, han llevado a Guy Maddin a desarrollar una compulsiva actividad cinematográfica que hasta el momento suma ya diez largometrajes y alrededor de unos treinta cortos, la mitad de ellos teóricamente perdidos. Al principio, sus filias le llevaron a explorar y reconstruir ese cine que tanto había disfrutado durante años: desde sus primeros trabajos, como The Dead Father (Guy Maddin, 1986) o Tales from the Gimli Hospital (Guy Maddin, 1989), hasta la citada The Heart of the Word o incluso la película-ballet Dracula: Pages from a Virgin’s Diary (Guy Maddin, 2002), la obra del canadiense consiste fundamentalmente en un ejercicio más o menos inspirado de libre combinación de modelos ajenos, habitualmente contaminados por sus propias obsesiones. A medida que estas últimas fueron ganando peso en su filmografía, lo que inicialmente parecían simples divertimentos se convirtieron en exorcismos lúdicos como Cowards Bend the Knee (Guy Maddin, 2003), Brand upon the Brain! (Guy Maddin, 2006) o la docu-fantasía My Winnipeg (Guy Maddin, 2007), tres títulos que forman una trilogía pseudo-autobiográfica que marca una segunda etapa en su carrera, en donde la práctica caligráfica adquiere nuevos sentidos.

Brand upon the Brain! (Guy Maddin, 2006)

Entre las constantes que se repiten en esos tres títulos destaca, en primer lugar, su condición de parodias mudas de dramas familiares protagonizados por un trasunto ficcional del autor, llamado también Guy Maddin, pero interpretado por diferentes actores. En segundo lugar, la caracterización de las figuras materna y paterna sería prácticamente la misma a lo largo de esta trilogía: la madre siempre ocupa una posición dominante mientras que el padre permanece ausente la mayor parte del metraje, trabajando o, directamente, muerto. Y por último, las tres películas siempre incluyen una turbia dimensión sexual que se remite en varias ocasiones a episodios traumáticos de la infancia o de la adolescencia.

La carga autobiográfica de la trilogía está más asociada con el mundo ficticio del cineasta que con los episodios auténticos de su pasado, de manera que difícilmente podríamos considerar a Maddin como un cineasta autobiográfico, sino más bien como un cineasta que practica la autoficción. Desde esta perspectiva, la dinámica de apropiación y reescritura de estilos e imágenes ajenas sirve para que el canadiense evoque su propio pasado dentro del territorio de la memoria emocional: al visualizar sus recuerdos como si perteneciesen a las películas que tanto admira, Maddin está siendo fiel, ante todo, a la percepción subjetiva de esos acontecimientos, incluso cuando los falsifica descaradamente: “La verdad reside en la exageración”, ha dicho en una ocasión, “esa es la razón por la que necesito hacer un cine expresionista: me gusta lo artificial. Puedo controlar mejor la verdad cuando sé que nada es literalmente cierto. Puedo asegurarme de que algo es verdad si controlo el artificio necesario para representar una copia de la verdad” (3).

Autorretrato expresionista con ciudad de fondo

My Winnipeg es quizás la obra en la que Maddin ha llevado más lejos (y con mejores resultados) esta última idea. En este autorretrato urbano, la caligrafía cinematográfica no sólo sirve para reconstruir sus recuerdos, sino también para dotar a su ciudad natal de una mitología urbana a la altura de cualquier otro lugar simbólico. El locus narrativo de la película, a donde el relato vuelve una y otra vez como ha indicado William Beard, es la secuencia en la que el doble ficcional del cineasta intenta huir en tren de la ciudad (4).

La huida sonámbula de My Winnipeg (Guy Maddin, 2007)

La estética de esas imágenes es claramente expresionista: el vagón en el que viaja el personaje no es más que un decorado, mientras que el paisaje urbano que se ve a través de la ventanilla procede en realidad de una retroproyección. La atmósfera resultante ayuda a transmitir la relación de amor y odio que siente Maddin por Winnipeg: como cualquier habitante de una ciudad ‘pequeña’ (esto es un decir, porque según el censo de 2011 Winnipeg tiene 663.617 habitantes), su mayor deseo es salir de ella, liberarse de su opresión, aunque no pueda evitar sentirse emocionalmente unido a sus lugares menos glamourosos, como el Arlington Street Bridge, el Paddle Wheel Club, el desaparecido Winnipeg Arena o los grandes almacenes Eaton’s, ya demolidos, cadáveres todos ellos de una arquitectura desconsolada (literalmente, una ‘heartsick architecture‘).

Ese desvencijado vagón lleno de viajeros sonámbulos perdidos en la noche no está tan lejos de los decorados más sombríos y paranoicos de la UFA, pero esta vez no se trata de homenajear al cine de la República de Weimar, sino de valerse de sus recursos para transmitir un paisaje emocional, un estado de ánimo. El plano más icónico de la película, ese macabro cementerio equino que las parejas de la ciudad convirtieron una vez en su locus amoenus, expresa también esa misma relación de rechazo y fascinación ante las miserias de la vida provinciana: nos acostumbramos a la tristeza”, dice Maddin sobre esta imagen, “y simplemente la incorporamos a nuestra rutina”.

El episodio que dio origen a este paisaje parece demasiado sórdido para ser verdad: en lo más crudo del crudo invierno, un incendio en los establos del hipódromo llevó a los caballos a una huida suicida hacia el río, en donde murieron congelados. No obstante, la historia es real: Maddin la encontró en los archivos locales (5). El plano, por el contrario, sí es un fake, pero esta vez la referencia ya no es tanto el expresionismo alemán como las actualidades de principios del siglo XX que mostraban las actividades y deportes invernales que se podían realizar en los meses más fríos del año en las ciudades canadienses: por ejemplo, en la serie Living Canada, el camarógrafo Joseph Rosenthal filmaba escenas de diversión al aire libre en pleno invierno como reclamo para atraer nuevos colonos al país desde el Reino Unido (6).

El 'locus amoenus' de My Winnipeg (Guy Maddin, 2007)

Los falsos amantes de Maddin parecen compartir esa misma felicidad pese a estar rodeados de muerte, en otra metáfora visual más para describir ‘la sensación de estar allí’, en Winnipeg, en el corazón del corazón del continente, en medio de la nada. Pero sin duda la mayor virtud de estas reescrituras es su habilidad para combinar estilos y épocas diferentes en un todo homogéneo, en donde cada pieza, proceda de donde proceda, remite siempre a la memoria cinéfila y al inconsciente óptico del cineasta: así, la elección de la actriz octogenaria Ann Savage, la agresiva femme fatale de Detour (Edgar G. Ulmer, 1945), para interpretar el papel de la madre del cineasta sitúa todas las reconstrucciones de su pasado familiar bajo el influjo malsano del film-noir de Serie B.

El juego caligráfico, esta vez, permite el exorcismo de los fantasmas de la infancia, al equiparar la furia de aquella femme fatale con la autoridad de la madre real de Maddin. Por eso, al inicio de My Winnipeg, Ann Savage ensaya las palabras que un día esa madre lanzó contra su hija: Yo no nací ayer, querida. Sé todo lo que hay que saber sobre piel y sobre sangre ¿Dónde ocurrió? ¿En el asiento trasero? (…) ¿Él te obligó o tú sólo te recostaste y dejaste que la naturaleza siguiese su curso? ¿Fue el chico del equipo de atletismo o el hombre de la llave inglesa?”.

Ann Savage en My Winnipeg (Guy Maddin, 2007)

La discusión familiar de My Winnipeg (Guy Maddin, 2007)

Para superar este trauma, Maddin juega a imaginar a su madre como la cruel protagonista de Detour, y por eso busca en la dicción de Ann Savage el mismo registro que con el que ella le dio vida a ese personaje. Al poner en escena una de las discusiones familiares más violentas jamás filmadas mediante los códigos del film-noir más melodramático, Maddin desarrolla una revisión secundaria de aquel episodio: el préstamo formal sublima ese acontecimiento traumático y lo lleva al terreno de lo camp, en donde su carácter perturbador se suaviza gracias a la parodia. Lejos por lo tanto de ser un divertimento banal, el recurso a la caligrafía sirve aquí para invertir el carácter original de los recuerdos del cineasta y de los mitos de su ciudad: así, la violencia verbal de su madre se vuelve peligrosamente divertida, la devastación del cementerio equino adquiere una inesperada belleza y la angustia de vivir en Winnipeg conduce, al final, a una celebración de sus mitos y leyendas. El mundo seguirá siendo igual de gris, pero Maddin parece estar siempre dispuesto a encontrar en él algún eco cinéfilo capaz de mejorarlo.

(1) Beard, William (2010): Into the Past. The Cinema of Guy Maddin. Toronto, Buffalo, London: University of Toronto Press, p. 7.

(2) Beard, William. op. cit., p. 7.

(3) Maddin en Kovacsics, Violeta (2011): “La lógica de los sueños. Entrevista Guy Maddin”, Cahiers du Cinéma. España 46, p. 81.

(4) Beard, William, op. cit., p. 315.

(5) Kovacsics, Violeta, op. cit., p. 81.

(6) Algunos títulos de esa serie son Ice-Yachting on the St. Lawrence, Montreal on Skates, The Outing of the “Old Tuque Blue” Snowshoeing Club of Montreal o Skating for the World’s Championship at Montreal, entre otros (Joseph Rosenthal, 1903).

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