HABEMUS PAPAM, de Nanni Moretti

SALIR DE ESCENA

Todo empieza como un mero chiste. Tras la celebración de los funerales en la Plaza de San Pedro por el (un) papa difunto, los cardenales se reúnen en cónclave para elegir al sucesor. Oímos sus pensamientos (“por favor, que no sea yo, que no sea yo”), antes de que, por fin, tras largas votaciones, el elegido sea el cardenal Melville (Michel Piccoli), un tapado al que la elección parece coger por sorpresa. El resto de los miembros de la curia parece respirar aliviada, también aquellos candidatos que en principio partían como favoritos. Nadie parece querer ambicionar el oficio de Papa. A Melville no le queda más remedio. Recibe las felicitaciones y el secretario parece dispuesto a anunciar su nombre ante una plaza enfervorizada y una expectante audiencia televisiva. Justo en ese momento oímos un grito, un grito que bien pudiera ser (o confundirse con) un NO. Melville necesita pensárselo, no está muy seguro de poder cumplir con las responsabilidades del cargo. En realidad ya es el Papa ‘in pectore’, si bien el anuncio aún no se ha hecho público. El portavoz del Vaticano se las ve y las desea para explicar ante la prensa esta circunstancia insólita. La noche cae sobre San Pedro y la gente comienza a abandonar desconcertada la plaza. La espera promete ser larga: ¿cuánto tarda un Papa en tomar conciencia de su cargo y aceptar públicamente su nombramiento?

Decía que Habemus Papam empieza como un chiste. Hasta aquí podría ser un simple gag en la línea de Rencontre Unique, el episodio de Manoel de Oliveira que formaba parte de la película colectiva Chacun son cinéma, con la que el Festival de Cannes celebró su 60 aniversario, y en el que se narraba el encuentro entre el papa Juan XXIII y Nikita Krushev. Piccoli interpretaba entonces al mandatario soviético, pero algo debió de ver en él Nanni Moretti para confiarle el papel del oponente (bueno, no exactamente, porque Melville es un Papa que no quiere ser Papa, quizás en el fondo no se diferencia tanto de Krushev…). Pero el chiste se prolonga aún algunos minutos más con la entrada en escena del propio Moretti interpretando a su vez a un psicoanalista ateo que debe atender al Papa, pero que no puede preguntarle por su infancia, por su madre, por sus sueños, por el sexo…, un psicoanalista que no puede ejercer su trabajo, pero que se verá confinado en el Vaticano mientras persistan las dudas de su paciente, para garantizar el secreto de la elección. El Vaticano es otro planeta, también para los propios cardenales, con sus vicios tan carnales, pero que no pueden abandonar esa prisión temporal.

A partir de aquí Habemus Papam se bifurca y ninguno de los dos caminos que toma puede que satisfagan al que esperase un Moretti mordaz, el Moretti de Il Caimano o Aprile, el Moretti enfadado de Palombella Rossa o del episodio final de Caro Diario, que quiere gritar al mundo su descontento con la política y las instituciones. Moretti se mete en el Vaticano pero no le mete el dedo en el ojo a la Iglesia católica. ¿Es eso malo? No lo creo. Estamos ante un Moretti que no deja de ser irónico, pero no es un Moretti grotesco como el de Il Caimano. Berlusconi ya es de por sí un personaje demasiado grotesco como para poder hacer de él un retrato más grotesco todavía y ese riesgo planeaba sobre su incursión vaticana. Si Il Caimano era su película menos sutil y puede que también una de las peores, Habemus Papam es una de sus mejores obras. Su esfuerzo por entender a sus personajes le aleja de la brocha gorda y la irritación se transforma en amabilidad. No por ello deja de ser sutilmente crítica con el Vaticano y toda su parafernalia, pero es una crítica que hasta el Papa podría aceptar, simplemente porque es probable que se reconozca en este Melville que nos presenta Habemus Papam.

Este es un mundo en que todos los mandatarios han dimitido de sus responsabilidades y carecen del afán competitivo que les inculca el psicoanalista, organizador improvisado de unos campeonatos mundiales de voleibol.

Bueno, pensándolo bien, dudo mucho que Ratzinger se reconozca en Melville, un Papa que se escapa por la calles de Roma, huyendo de su destino y buscándose a sí mismo. Es un movimiento de liberación, salir a la calle de paisano, quizá por última vez en su vida, para constatar simplemente que, aunque hayamos llegado a lo más alto, eso no nos garantiza la felicidad. El discurso de Melville y Moretti no es tan elemental. Melville, quién sabe si por culpa del déficit de atención que le diagnostica la segunda psicoanalista que le consulta, tan solo puede constatar su amargura, una vida que, fruto de su despiste innato, le ha llevado por un camino seguramente equivocado. Es un actor, pero no el actor que el querría haber sido. Sabe muy bien de lo que huye, por un lado de una responsabilidad para la que no se siente capacitado. Pero también de una vida encerrado entre los rituales del Vaticano. Precisamente esa vida que ahora tienen que vivir, muy a su pesar, los cardenales que lo han elegido o ese guardia suizo que lo reemplaza como un doble, una sombra que se pasea por las estancias que el verdadero Papa tendría que estar ocupando. Allí, en el Vaticano, el psicoanalista ha organizado toda una puesta en escena deportiva que debe de hacer más llevadera la espera. Solo que este es un mundo en que todos los mandatarios han dimitido de sus responsabilidades y carecen del afán competitivo que les inculca el psicoanalista, organizador improvisado de unos campeonatos mundiales de voleibol. Pero tampoco para estos cardenales la competición tiene finalidad alguna y se agota en sí misma, es un mero pasatiempo en la medida que su verdadero trabajo (la elección de un nuevo Papa) ya ha culminado.

Habemus Papam es una película expansiva, que nunca se cierra sobre si misma. También una película que trasluce una profunda confianza en el ser humano y, desde este punto de vista, una película optimista. Lo prueba su magnífico final, la confirmación de que no hay mejor película política que esta nueva obra de Nanni Moretti, en la que se explica esa tan cacareada falta de liderazgo entre los políticos contemporáneos. Lástima que entre nuestros políticos, los estatales, pero también, o sobre todo, entre los europeos, no haya nadie tan sincero como Melville.

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