HER, de Spike Jonze

HER

Que me perdonen los fans de las batallas galácticas, pero la ciencia ficción que para mí de verdad vale la pena no son las fantasías escapistas, sino las propuestas que con la excusa del género (particularmente las distopías) permiten reflexionar sobre nuestras vidas con una cierta distancia. En ese sentido, la serie televisiva Black Mirror (Charlie Brooker, 2011-) es la que mejor está capturando el zeitgeist de estos días fugaces, casi líquidos, que nos ha tocado vivir, siempre desde el marco teórico de nuestra relación con las nuevas y cambiantes tecnologías. El mejor piropo que puedo echarle a Her (Spike Jonze, 2013) es que encajaría sin problema en el universo creado por el incómodo columnista Charlie Brooker como un episodio especial o un piloto para un spin-off norteamericano: el tono es menos cínico y derrotista, pero lo compensa con su rotunda franqueza.

Vidas paralelas

Para buscar referentes con los que comparar esta cinta, no habría que acudir a Inglaterra sino más bien a Francia: si hay un director que haya llevado una carrera casi paralela a Spike Jonze, ese es Michel Gondry. Ambos destacaron entre los principales realizadores de videoclips en la década de los noventa (quizás Chris Cunningham cerraría el podio) por los mundos personales que desarrollaban en sus piezas para artistas como Björk, y ambos dieron el salto al largometraje en el decenio siguiente de la mano del guionista Charlie Kaufman, un escritor heterodoxo cuyos experimentos metalingüísticos casaban bien con las novedosas puestas en escena de estos dos iconoclastas.

Tras la descafeinada Human Nature (Michel Gondry, 2001), Kaufman y Gondry apostaron en su segunda colaboración por darle una nueva vuelta de tuerca a la comedia romántica, y con Eternal Sunshine of the Spotless Mind (Michel Gondry, 2004) dieron en la diana: crearon una fábula fantacientífica en la que un hombre despechado se somete a un proceso de cirugía cerebral para borrar a su exnovia de su memoria, pero justo cuando empieza a perder sus recuerdos redescubre su amor por ella e intenta dar marcha atrás al tratamiento. El resultado era una agridulce parábola dotada de una apabullante imaginería visual con la que cualquiera que hubiese sufrido una ruptura sentimental podía sentirse identificado. Jonze ha esperado a su cuarta película, la primera en la que asume la autoría por completo, para intentar desarrollar una premisa que también combinase máquinas y sentimientos con una apariencia abrumadora, y es casi seguro que Her termine de catapultarlo como Eternal Sunshine… hizo con Gondry.

Un mundo infeliz

Situada en un futuro inespecificado pero parece que no muy lejano, Her nos cuenta cómo el tristón Theodore (Joaquin Phoenix) se enamora y empieza a salir con el nuevo sistema operativo de su ordenador, que tiene voz de mujer y responde al nombre de Samantha (Scarlett Johansson). Una excusa para cavilar sobre las nuevas formas de relacionarse en pareja, las aspiraciones ante las inteligencias artificiales y el efecto del uso o abuso de la cosa tecnológica en nuestro día a día entre otros muchos temas. Tiene mérito que Jonze consiga que nos traguemos una idea tan peregrina como que alguien, por muy desesperado que esté, se plantee seducir a una versión evolucionada del clip del Word, pero lo hace recurriendo a dos hábiles tácticas: atinar con el tono adecuado para la historia e inventar un mundo que la haga verosímil.

20 Her 3

Her divierte y conmueve. En sus primeros minutos lo absurdo del planteamiento (o al menos, lo original: chico conoce a voz computerizada) hace gracia, y la anécdota transcurre dentro de los límites habituales de la rom com, sin buscar nunca la carcajada sarcástica. Pero poco a poco, según el affaire se va consumando y consumiendo su ciclo, aumenta el poso melancólico en proporción a la progresión de los dilemas planteados. Dilemas expuestos de forma deliberadamente ambigua: no queda nada claro si los sentimientos de Samantha son reales y ambos forman una pareja de amantes contrariados (“star-crossed lovers”) abocados a un trágico destino, o más bien, tal y como le echa en cara su exmujer, Theodore se está refugiando en su idilio con un placebo digital para evitar volver a conectar con una persona de carne y hueso. En cualquier caso, el relato tiene los suficientes asideros como para que muchos tipos de público puedan agarrarse a él.

Pero el gran apoyo de la trama es la ambientación que la sustenta. Jonze se luce como demiurgo de este futuro estéticamente hermoso pero sentimentalmente aséptico; un universo muy contradictorio, en el que su paleta cromática cálida y su cielo soleado contrastan con la frialdad de las interacciones sociales. Un porvenir pulcramente deshumanizado de gente que camina por la calle a solas con su pinganillo, en el que el protagonista se gana un buen salario escribiendo cartas con emociones impostadas para terceros. Curiosamente, este luminoso Los Ángeles de ferias, playas y transportes públicos eficaces resulta la antítesis visual de la megalópolis oscura y lluviosa de Blade Runner (Ridley Scott, 1982) -otro filme que también se interesaba por el potencial emocional de los androides- pero no por ello es una urbe menos aterradora.

La suma de las partes

Como un buen director de orquesta, Spike Jonze ha sabido dosificar los esfuerzos de sus talentosos colaboradores, permitiendo que diesen lo mejor de sí mismos sin eclipsar nunca el conjunto. Ahí está la contenida interpretación de Joaquin Phoenix, mucho menos vistoso que en sus roles de The Master (Paul Thomas Anderson, 2012) o I’m Still Here (Casey Affleck, 2010), pero seguramente más esforzado, al carecer de la presencia física de su partenaire para apoyarse. Otro ejemplo es el sutil score de Arcade Fire, que devuelven el favor prestado en The Suburbs (Spike Jonze, 2010, Videoclip) con una partitura discreta pero coherente con su trayectoria y con el filme.

Quizás los aspectos más polarizantes son el diseño de vestuario y de producción: abundarán los espectadores horrorizados por esos pantalones de cintura alta o esa decoración a lo Steve Jobs, que rechazarán la película por su aparente adscripción filohipster, lo mismo que suele pasarle a Wes Anderson. Pero incluso ellos tendrán que admitir lo bien integradas que están todas las partes en la construcción de esa atmósfera tan particular e intransferible: puede que no guste el caramelo, pero no negarán que su sabor es especial. Her ni es un delirio esteticista, ni una clase de filosofía, aunque podría parecer ambos. Es una alegoría platónica en la que le toca a cada espectador desentrañar sus símbolos y ya si le apetece, identificarse y verse reflejado. Pero quizás no habría que buscarle tres pies al gato, sino dejarse arrullar por la voz sensual de Scarlett Johansson, esa Eurídice 2.0.

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