IDA, de Pawel Pawlikowski

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El multipremiado largometraje del director Pawel Pawlikowski ha sido, sin duda, uno de los ejercicios fílmicos más interesantes del año pasado. Con más de medio centenar de galardones a sus espaldas sin que haya concluido todavía la temporada de premios, Ida (2013) reflexiona desde lo concreto sobre la historia reciente de Polonia. La urgencia personal del cineasta de explorar sus orígenes ha tomado forma en el relato de la joven novicia que da nombre a la película, obligada a salir al mundo exterior para confrontar su realidad vital. Recluida en el convento desde que era un bebé, Anna ha sido criada en el catolicismo y espera tomar sus votos en un futuro próximo. Sin embargo, la madre superiora le anuncia que tiene una tía viva y la invita a reunirse con ella antes de iniciar su vida monacal. Es ahí cuando Anna descubrirá que ella en realidad es Ida, una judía cuyos padres fueron asesinados, y se embarcará junto a su tía Wanda en un viaje para encontrar sus restos mortales.

La muchacha se convierte en una paradoja pura en el hábil guion de Pawel Pawlikowski y Rebecca Lenkiewicz, una contradicción que es a su vez reflejo de la evolución histórica del país durante y después de la Segunda Guerra Mundial. La película confronta de este modo dos polos opuestos: Anna, la joven que se aferra a su fe en todo momento, y Wanda, la fiscal amargada y descreída que ha cometido crímenes contra la humanidad en nombre de una causa por la que renunció a su familia. En este punto, la ficción se mezcla con la historia personal del director, puesto que el personaje de Wanda está basado en una mujer llamada Helena Brus-Wolinska que Pawlikowskiconoció cuando estudiaba en Oxford: cuando descubrió que la encantadora esposa de su profesor de económicas había propiciado la muerte de inocentes se sintió tan conmocionado que pensó en dedicarle una historia, aunque finalmente desechó la idea para incorporarla a Ida como el contrapunto necesario para definir a su protagonista. Este no es el único retazo de la vida del cineasta en el metraje, dado que la música, la ambientación y los espacios también remiten a su propia infancia. Así, la película responde al deseo de volver al pasado, a un año, 1962, que en palabras del propio director es “un periodo no descriptivo en Polonia”.

Estética silenciosa de la culpa compartida

La fortaleza de Ida radica precisamente en la recreación de ese periodo. Al igual que en Das weisse Band (Michael Haneke, 2009), da la impresión de que Pawlikowski se ha visto impelido a filmar su proyecto en blanco y negro, incapaz de retratar la crueldad de lo que muestra en color. De hecho, Ida es inconcebible sin su escala de grises, y no sólo porque esta decisión estética nos retrotraiga a una época pretérita, sino porque la película destila ese halo propio de la cinematografía de los años sesenta. La composición de los planos es soberbia, así como el uso del silencio, utilizado tanto desde un punto de vista formal a través de su banda sonora como por medio de la propia fotografía.

Desde que Pawlikowskidespuntara en el cine de ficción con My Summer of Love (2004), ha quedado en evidencia su predilección por la música diegética, que en Ida cristaliza con la inclusión de grandes éxitos del pop y el jazz de aquel momento. Su trabajo de cámara, por el contrario, ha seguido una evolución opuesta: si My Summer of Love se caracterizaba por el uso de la cámara en mano para subrayar las impresiones del personaje que miraba, los encuadres del cineasta se han ido haciendo cada vez más estáticos hasta alcalzar el inmovilismo casi absoluto en Ida. Esta evolución ha sido progresiva, dado que ya encontramos esta planificación en la fallida La femme du Vème (2011), en la que el director polaco había depurado la estética de su narrativa con la ayuda de su director de fotografía habitual, Ryszard Lenczewski. No obstante, ha sido la colaboración entre ellos con Lukasz Zal la que ha originado el prodigio estético que supone Ida. Con una composición exquisita y estática, en la que cada plano es un cuadro en sí mismo, la imagen se convierte en el auténtico vehículo de significado de la obra.

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En un largometraje en el que abundan los silencios, la opresión y la culpa callada de sus personajes, la imagen se afana en subrayar esa melancolía, esa brutalidad, ese vacío: los primero planos que vemos de Anna en el convento están acentuados por la cantidad de aire superior de los encuadres. ¿Nos remite al silencio de su vida sencilla? ¿Nos trasmite a su vacío? ¿Su opresión? ¿O quizá todas estas ideas al mismo tiempo? La estética de Ida es una estética de sugerencias, de verdades dichas a media voz y pecados sin confesar. La elección del formato de 4:3 refuerza claramente esa noción de tiempo pasado: el cineasta menciona entre sus referentes al cine de Jean-Luc Godard, aunque su película parece remitir más bien al cine de Carl Theodor Dreyer.

Poética y trágica radiografía de las heridas abiertas en la Polonia posterior a la ocupación nazi y a sus bárbaros crímenes, Ida explora la culpa de su ciudadanía desde diferentes prismas: desde el punto de vista del campesinado convertido en asesino por el miedo y la codicia, desde el idealismo de izquierdas radicalizado y convertido en homicida, y desde la mirada de la víctima inocente que debe asumir y afrontar lo que pasó y, en consecuencia, decidir cómo va a afrontar su porvenir. Pawlikowski no ofrece respuestas y da por concluida su historia cuando, por primera vez, la cámara se mueve para seguir los pasos de Anna/Ida de vuelta al convento. Bajo la mirada del cineasta polaco, poco margen queda para la esperanza. 

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