LA HERIDA, de Fernando Franco

Las cosas son así: no hay comienzo ni solución, estamos con Ana y sufrimos con Ana. En la primera escena, el personaje tiene un ataque de ansiedad y el público debe quedarse con ella, pese a que preferiríamos no estar allí, no compartir esa experiencia. Por suerte, La herida (Fernando Franco, 2013) no es una película sádica: nunca ocurre nada extremo, ningún punto de inflexión, no hay crueldad, al revés, hay casi empatía hacia la protagonista. Como ella, los espectadores querríamos que las cosas fuesen de otro modo, pero no controlamos la situación, exactamente igual que ella. Y eso que Ana es una mujer guapa, con un trabajo, con un novio… pero su vida es un infierno por culpa de la patología que padece -un Trastorno Límite de Personalidad, según la sinopsis oficial de la película- pero ella no lo sabe, y nosotros tampoco, porque podría ser otra cosa, podría un trauma, una depresión, un mal día… Esta indefinición es la mayor virtud de la película: tenemos pocos datos, pero muy significativos. No se trata de saber qué va a pasar, si no de saber, de comprender, lo que está pasando, lo que le pasa a Ana, como si fuésemos la propia Ana. Nada de explicaciones psicosociales, nada de finales felices: La herida ofrece la experiencia de una patología en la que su víctima es también su principal responsable. ¿Como salir entonces de este laberinto? La respuesta (del cineasta, ojo, no de ningún psiquiatra) es atreverse a quedarse en su interior.

De la estética del vacío al cine social

La renuncia de Gus Van Sant a profundizar en la psicología de sus personajes en la trilogía que forman Gerry (2002), Elephant (2003) y Last Days (2005) se vio en su momento como una provocación. ¿Por qué filmar tantas muertes sin ofrecer ninguna explicación que las justifique? De las muchas respuestas posibles a esta pregunta, a mi me gustan especialmente dos. La primera es que los protagonistas de todas estas películas no saben (todavía) que van a morir, están vivos, viven en el presente, y por lo tanto la cámara no debe anticipar nunca ninguna acción, debe mantenerse siempre en su mismo plano de conocimiento. La segunda es que el vacío que rodea todas estas muertes no es arbitrario, sino una expresión de nuestra época, en la que parece que casi todo lo importante está fuera de nuestro control. Aquellos críticos que detestaron estas películas argumentaron que Gus Van Sant no tenía nada que decir, y por eso había decidido torturar a su público con obras vacías en las que no pasa nada y lo poco que pasa no tiene explicación. Bien, esa es la opinión de aquellos a los que no le gusta el minimalismo, los que no lo entienden, los que ni siquiera lo ven: la belleza de este tipo de cine está, precisamente, en esas secuencias en las que aparentemente no pasa nada, y justo en ese momento, delante nuestra, pasa todo, pero pasa en el interior de los personajes, fuera de nuestro campo visual. Hasta una cineasta tan superficial como Sofia Coppola ha entendido el truco, y ha rodado su mejor película, Somewhere (2010), aplicándolo como si fuese una receta de cocina.

Eso sí, este cine que es capaz de narrar una historia en tiempo presente sin manipular las expectativas de los espectadores no tiene porqué conformarse con decir obviedades. En este sentido, La herida, al negarse a resolver los problemas de su protagonista, consigue que nos fijemos realmente en ellos: Ana no es ninguna loca que esté mal de los nervios, sino alguien que podría ser nuestra amiga, novia, hermana, hija, vecina, conocida, o peor, directamente, que podríamos ser nosotros mismos. La decisión de Fernando Franco de acompañarla y compartir su intimidad sirve para que la reconozcamos y nos reconozcamos en ella, y para que así pensemos una patología (porque sí, es cierto, los psicólogos pueden entretenerse haciéndole una diagnosis al personaje, porque síntomas e indicios no faltan) atendiendo a sus efectos en el sujeto antes que en su entorno. Todo lo que quede fuera de ese aquí y ahora, de esa inmediatez, sólo sirve para distraer la atención del público, no para comprender la historia. He ahí a milagro del cine minimalista: la ecuación menos es más.

La reducción de la trama, no obstante, no significa la renuncia al suspense. No es que de pronto se produzca una revelación sorprendente, o que las automutilacións de Ana estén filmadas de forma que puedan provocar un sobresalto en el público, como ocurre en el cine de Michael Haneke. El suspense viene aquí de algo mucho más simple, de la libertad creativa que permite una situación totalmente abierta cómo esta: un personaje que no se encuentra bien y que tiene que convivir con ese malestar todos los días, esté mejor o peor. ¿Qué hacer? ¿Qué puede hacer? ¿Qué va a pasar? Cada escena es así un desafío, una fuente de posibilidades infinitas, desde los gélidos encuentros de la protagonista con sus padres hasta su duelo final con su exnovio, en el que la cámara pasa de un rostro a otro, tensa, como cualquiera que estuviese en su lugar sabiendo lo que ella sabe. En eso, La herida podría emparentarse con el cine de los Hermanos Dardenne, en el que la tensión narrativa radica en esas pausas antes de que el personaje haga algo, en ese tiempo que los cineastas belgas le dejan a personajes y espectadores para que piensen en el que puede pasar o asimilen el que ya ha pasado. Yo no llamaría a eso cine del vacío, yo le llamaría cine social, un cine social que tiene más que ver con el interior del individuo en sociedad, al estilo de Michelangelo Antonioni (¡y sin necesidad de filmar sólo a burgueses!), que con la posición del individuo en la sociedad. Propongo entonces que Fernando Franco filme el próximo guión de Paul Laverty, o que Enric Rufas, el co-guionista de La herida y de la mayor parte de trabajos de Jaime Rosales, escriba la próxima película de Icíar Bollaín. No sé si la combinación funcionaría (eeeeeh… no) pero sería una buena forma de devolverle al cine social el impulso que necesita.

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