MAD MAX. FURY ROAD, de George Miller

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Sed testigos. Pocas veces una película consigue semejante consenso. Pasó con Boyhood (Richard Linklater, 2014) hace un año, y pasa ahora con Mad Max. Fury Road (George Miller, 2015): saltó de un gran festival (Cannes) a las pantallas de medio mundo, y desde allí a los listados de los críticos (Cahiers du Cinéma, Sight & Sound, Film Comment, Caimán. Cuadernos de Cine, A Cuarta Parede, etc.) y a la temporada de premios (Oscar, Bafta, Globos de Oro, etc). Todos de acuerdo, todos asombrados. ¿Por qué? Total, la saga ya era una vieja conocida: somos muchos los que apreciamos el primer Mad Max (George Miller, 1979), los que nos quedamos fascinados con Mad Max 2: The Road Warrior (George Miller, 1981) y los que rechazamos Mad Max Beyond Thunderdome (George Miller, 1985). Ascenso y caída de una saga. ¿Por qué volver a ella?

Primero, porque Max Rockatansky es un personaje muy maleable: el héroe solitario condenado a la supervivencia en un universo hostil. Un cowboy perdido en una distopía irreversible. Sísifo. Segundo, porque ese universo tiene muchas variables, cada una con su respectiva organización social: esta vez, por ejemplo, Max se encuentra con una triarquía formada por los señores de la Citadel (el único acuífero disponible en pleno desierto), la Gas Town (la ciudad de la gasolina) y la Bullet Farm (la granja de las balas); tres jerarcas que mantienen un comercio triangular (agua / gasolina / balas) para conservar su posición de poder; una dinámica que evoca, salvando las distancias, el comercio triangular de la Edad Moderna entre América (materias primas), África (mano de obra esclava) y Europa (manufacturas).

Imaginaciones mías? Sí, estoy sobreinterpretando la película, pero mi desbarre es posible gracias a su minimalismo y polisemia. Mad Max. Fury Road cuenta, aparentemente, una historia muy sencilla (una persecución), pero esa historia, en el plano conceptual, está abierta a múltiples interpretaciones: la película nos habla de un mundo en crisis moral y económica, del derecho a la revuelta frente el mal gobierno, de la necesidad de encarar los problemas en vez de huir de ellos, de la opresión de clase y, sobre todo, de la opresión de género. “No somos cosas”, le recuerda una de las protagonistas a una de sus compañeras de fuga, porque los tres villanos de la película –Immortan Joe, the People Eater y the Bullet Farmer– responden al perfil del maltratador: hombres que emplean la fuerza para imponer su voluntad, abusando de los demás, comenzando, explícitamente, por las mujeres.

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El universo creado hace más de treinta y cinco años por George Miller sigue admitiendo visitas gracias a su capacidad para reflejar las tensiones del presente. A finales de los años setenta, el primer Mad Max llevó al extremo los efectos de la crisis del petróleo, cuando millones de conductores de medio mundo soportaban caravanas kilométricas (y alguna que otra reyerta) para poder llenar su depósito. ¡Cualquier cosa excepto quedarse varados en la carretera! Ahora, Mad Max. Fury Road apunta explícitamente a una situación económica en la que la carestía ha sido inducida desde el poder para controlar a la población, en la que los jerarcas usan y abusan de la gente, en la que los ejércitos están formados por fanáticos suicidas, y en la que la revuelta no sólo es lícita sino que incluso puede ser exitosa. Lo sorprendente es que todo esto aparezca en una película de la industria, de gran presupuesto y mayores beneficios, con una clara vocación lúdica y una amplia acogida popular. Los espectadores, en este sentido, podemos estar felices, porque Mad Max. Fury Road deja obsoletas una serie de dicotomías estúpidas: público frente a crítica, comercial frente a intelectual, autores frente a industria. Por fin una película que huye de etiquetas y perjuicios, para encontrar así el camino de vuelta al hogar, a la emoción, al cine.

Hit the Road, Max

Max Rockatansky comienza la película siendo Blood Bag (Bolsa de Sangre), luego se convierte en Fool (Loco) y sólo hacia el final vuelve a ser Max. El héroe, destruido y reconstruido, en apenas dos horas, sin pausa para grandes explicaciones. Todo ocurre a la carrera, secuencia tras secuencia, separadas apenas por unos cuantos fundidos en negro a modo de puntuación. Mantener ese ritmo exige malabares en el montaje y una gran claridad narrativa, para evitar que la atención se disperse y la tensión disminuya. Miller, consciente de que su circo está lleno de distracciones, sitúa en el centro del encuadre los elementos de mayor importancia narrativa, para así combinar planos muy breves sin inducir a la confusión. Toda la historia tiene que estar en las imágenes, sin apoyo de digresiones verbales, para que así los diálogos, lacónicos y escasos, resulten especialmente lapidarios. “La esperanza es un error”, dice Max, como único consuelo para sus compañeras de fuga cuando descubren que su paraíso es ahora un lodazal. “Si no puedes arreglar lo que has estropeado te vuelves loco”. Una invitación a la acción, a encarar el trauma, para que el punto de inflexión no sea un punto de no retorno. El mensaje, por lo tanto, no es de esperanza, sino de responsabilidad compartida. Las protagonistas no necesitan que las salve ningún héroe, porque ellas mismas tienen valor de sobra para luchar por sí mismas. Max sólo pasaba por ahí, pero sabe cuándo y cómo tomar partido. El héroe, aquí, no es ningún elegido. Es aquel que sabe elegir.

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El rodaje en los desiertos de Namibia y Sudáfrica, así como el empleo de la tecnología digital, ha cambiado por completo el aspecto cromático de la saga, influyendo decisivamente en su percepción emocional: los tonos amarillos de las tres primeras partes, que transmitían una sensación seca, distante y opresiva, dejan paso ahora a los tonos rojos y naranjas, mucho más exuberantes y sanguíneos, más apropiados para la inmersión en la imagen y en el paisaje. El plano de la caravana avanzando hacia la tormenta de arena, por ejemplo, evoca las composiciones románticas en las que la épica de los elementos se manifestaba a través del color: del naranja de la arena al gris azulado de los rayos, sólo atenuados por el verde de la gasolina hasta llegar al rojo de la bengala que se extingue al final de la secuencia. Los elementos más básicos crean imágenes complejas. El virtuosismo visual va de la mano de la apertura conceptual. Mad Max. Fury Road vuelve a la cacharrería analógica en plena época binaria para vislumbrar un futuro más allá de la nostalgia. Sed testigos.

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