NEBRASKA, de Alexander Payne

24 Nebraska

No deja de asombrarme el alto crédito con el que cuenta Alexander Payne entre la crítica especializada, que a menudo lo trata con toda la deferencia de un grand auteur cuando yo pienso que todavía no ha superado el estadio de (muy eficaz y solvente, eso sí) artesano. Parte del problema que tengo con él viene de que sus cintas, que a priori parecen de lo más interesante de la cosecha norteamericana de su año (películas de consenso que gustan al público y acaparan premios), acaban llegando menos lejos de lo que deberían por tropezar una y otra vez con la misma piedra; sacrifican su inmensa potencialidad a favor de repetir una y otra vez el trillado monotema del Payne guionista: la caída, purgatorio y absolución del hombre blanco heterosexual en una nueva sociedad en la que no encuentra su sitio. Tal vez Election (1999) siga siendo la obra que más mordiente tiene en su cinematografía, aunque en su último tercio deje de lado la brillante sátira sobre el sistema político estadounidense para centrarse de más en las penurias que sufre Matthew Broderick por desafiar a la antiheroína arribista. La siguiente, About Schmidt (2002), parte con un defecto de base: habría sido bastante mejor de lo que es cambiando su perspectiva de ‘solo ante el peligro’ por la de ‘él contra el mundo’, convirtiéndose en una película de terror en la que una familia de bienintencionados midwesterns debe sufrir las descalificaciones de un arisco jubilado en vez de la epopeya de humanización de un misántropo. De no ser por el desarmante carisma de Jack Nicholson, a lo mejor no habría funcionado. El mismo problema redentor tiene Sideways (2004), en la que el dúo de cretinos que ventilan su crisis de mediana edad en una despedida de soltero enológica merecían un desenlace algo más oscuro del que finalmente tienen, convenientemente perdonados de sus pecadillos de cuarentones desubicados por el final feliz. Una tendencia absolutoria que llegó al paroxismo en The Descendants (2011), confeccionada a medida para convertir a George Clooney en un santo varón mártir que debe aceptar/perdonar la infidelidad de una esposa en coma, reconectar con sus hijas problemáticas y decidir el destino de las propiedades familiares. Ahí es nada.

Nebraska (2013) rompe por fin este ciclo de quiero-y-no-puedo siendo una obra a la altura de las expectativas, con pocas objeciones. La mejor decisión que pudo tomar Payne fue alejarse del procesador de textos y filmar un guión ajeno (de un casi conocido Bob Nelson) que sin embargo está muy emparentado con su temática habitual, y podría haber pasado por suyo con un par de diferencias sustanciales: el conflicto en este caso es generacional y no social, y no llega a haber catarsis final (como suele pasar en la vida real). Además, Nelson también se distingue de Payne en que no necesita puntuar regularmente la trama con gags periódicos con los que echar unas risas, y apuesta por un tono más abiertamente dramático, pero no exento de un humor agridulce, entre irónico y melancólico, que deja más poso. La anécdota es sencilla: un hijo acompaña a un padre enfermo en un (¿último?) viaje a su estado natal con una excusa peregrina, aunque, por supuesto, esta engañosa sinopsis esconderá un universo de emociones contenidas.

NEBRASKA

Paradójicamente, librarse de sus responsabilidades como escritor permite a Payne crecer como realizador, pues decide tomar una serie de riesgos que a lo mejor no se atrevería si el libreto fuese suyo. La determinación más obvia es la elección del blanco y negro, todo un acierto por el que luchó con valor y que permite que el filme trascienda a una dimensión intemporal, de clásico contemporáneo. Una puesta en escena esencial y minimalista, adecuada a la historia que está contando, que gana con las segundas lecturas políticas que aporta el monocromo sobre el Zeitgeist económico actual. Esta puesta en escena, además, captura el paisaje y el paisanaje, resaltando las cualidades cinemáticas de las amplias llanuras del Medio Oeste y la dignidad resignada de sus gentes (que hasta ahora había tratado con abundante vitriolo), y detiene el tiempo: recuerdo pocas road movies tan pausadas como esta, que incluso aborda sus secuencias más frenéticas (como la del robo del compresor de aire) con singular lentitud. Definitivamente, una puesta en escena que presta gran atención al detalle, y en la que la precisión aparece convenientemente disimulada como espontaneidad.

El campo en el que Payne siempre ha destacado es en la dirección de actores, y este caso no es una excepción. Nunca sabremos qué habría hecho Gene Hackman si hubiese aceptado el papel, pero Bruce Dern no desmerece como plan B, siendo capaz de puntuar magistralmente un insufrible empecinamiento con destellos de vacilación que en realidad son vulnerabilidad escondida. Con todo, la gran revelación es Will Forte, un cómico de quien estábamos acostumbrados a su histrionismo como miembro del elenco del Saturday Night Live, que aquí se revela como generoso y contenido straight man para apoyar la interpretación de su compañero. El careo paterno-filial entre ambos supone en la práctica una renovación del arquetipo payneiano: prefiero mil veces un David Grant flemático capaz de aceptar los reveses con serenidad que esos héroes furiosos con pies de barro como ese Woody crepuscular.

Suponiendo que el cineasta recupere su doble faceta de guionista-director en sus próximas empresas, no estaría mal que reflexionara sobre las virtudes de Nebraska como punto de inflexión (o maniobra de autocorrección) para su carrera, una destilación estilística en la que se despoja de varios lastres que estaba acumulando casi sin enterarse. Payne destaca sobre todo en las distancias cortas, pero curiosamente en su trayectoria se había emperrado en optar por una grandilocuencia soberbia en la que se desvanecían sus méritos. Hasta ahora nunca había encajado tan bien sus recursos como en esta cinta íntima en la que todo casa con una facilidad engañosa. Tal vez uno de sus principales defectos sea que al exudar ese aire de peliculita pequeña, puede confundirse con la obra menor que no es y pasar desapercibida, y eso sería una pena. Que sirva entonces Nebraska como primer escalón para que Payne suba de nivel al beneplácito pactado, merecidamente esta vez.

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