EL HIJO DE SAÚL, de László Nemes

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Mucho se ha hablado de El hijo de Sául desde su estreno en Cannes. Es una película que, por su forma, llama la atención, pero también por lograr encontrar un resquicio de novedad en la gran narración cinematográfica que ha sido el Holocausto judío. La acción sigue los pasos de un sonderkommando en 1944, en el campo de Auschwitz-Birkenau. Para quien no conozca el palabro, estos eran los grupos de prisioneros dedicados a liberar las cámaras de gas de los cuerpos de sus compañeros muertos, y trasladarlos al lugar de cremación o las fosas comunes. También se hacían cargo del mantenimiento, saneamiento y puesta en marcha de la maquinaria de las instalaciones, trabajando como esclavos en un sistema de exterminio de su propio pueblo. Todo ello, contado desde la perspectiva de un único reo, Saúl, que se empecina en dar entierro al cadáver de un niño, burlando los mecanismos de control que él mismo, cual robot desalmado, se ha encargado durante tanto tiempo de cuidar.

¿Pero por qué la película ha tenido tal impacto, más allá de por la crudeza de su tema? La razón es muy sencilla, por su radical forma, que para empezar, de manera muy superficial, muestra un gran prodigio técnico con pocos recursos. Al igual que con el eterno plano secuencia de La soga (Alfred Hitchcock, 1948) o el inagotable plano subjetivo de La dama del lago (Robert Montgomery, 1947), el espectador puede sentirse atraído por un filme que sigue muy de cerca el rostro de su protagonista, con una aproximación táctil, de extrema cercanía y profunda intimidad con el personaje principal. Durante 107 minutos, la cámara no se aleja nunca de un primer, cuando no primerísimo primer plano, de Saúl. Le sigue a todas partes por el campo, en su rutina, que esconde ese plan para, en realidad, dar entierro santo al crío, procurándose por el camino un rabino.

Hay quien, creyendo que la principal virtud de la película es este prodigio técnico, se ha lanzado rápidamente a criticar que el punto de vista subjetivo es falso, pues en muchos momentos se rompe para mostrarnos acciones del campo con Saúl como objeto del plano. No se han dado cuenta aquellos que tan rápido critican el filme, como si se tratase de algo matemático, con una fórmula rígida e inquebrantable, que el problema no es que Saúl esté o no en plano, y qué proporción ocupe en el encuadre, o si mira a cámara, o al infinito o si está de espaldas. La diferencia no la marca tanto un encuadre como la distancia focal. En los momentos en los que el foco se centra en Sául, fijándose en el inmenso rostro de un actor entregado, Géza Röhrig; Nemes nos está haciendo partícipes, con una mirada que podría clasificarse de omnisciente – después explicamos mejor por qué – de los convulsos cambios de ánimo de una persona que, siendo un muerto viviente, encuentra su vehículo de salvación, su humanidad, en un acto que parece una locura en tal contexto.

Un tratamiento del sonido que lleva también a primer plano todo lo que ocurre a su alrededor, enclaustrando al espectador no solo por el extremado cierre del encuadre, sino por el inaguantable batiburrillo de ruidos agresores; acentúa esta interpretación errada y superficial de la película. El hijo de Saúl no pretende vendernos un continuo plano subjetivo. Sí contarnos la historia desde el punto de vista del protagonista, pero subrayando un contexto opresivo que se hace evidente en cuanto este mal entendido dispositivo se rompe y se abre plano – se quiebra porque la cosa no va de eso – dejando ver parcialmente lo que ocurre alrededor. La poca información que vemos es la que ve Saúl. Cuando el foco no está en él, es curiosamente cuando el plano es subjetivo. Cuando el foco está en él, la mirada es la de Nemes, una especie de Dios que quiere a su criatura y que desea que se salve, aunque no habrá intervención divina, solo un escrutinio cariñoso. Con el sonido pasa lo mismo. Los distintos ruidos están mezclados de forma plana, sin ningún orden preferencial, y se sienten muy presentes; no hay posibilidad de silencio. Ante la tendencia imperante de un cine pretendidamente profundo, que parece querer encontrar en la ausencia de sonido, su intensidad; Nemes confía en su opuesto, la saturación. Y, cuando quiere resaltar algo, a oídos de Saúl, lo intensifica. Por tanto, es una historia que nos sumerge en el alma de un personaje, pero no está contada desde un punto de vista subjetivo. Quien desee quedarse en lo técnico, se estaría cerrando a un planteamiento mucho más rico de la película.

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Representar o no representar, esa es la cuestión
El otro gran debate – mucho más profundo – que ha resucitado el filme es la posibilidad de representar el terror, la Shoah. En el filme de Claude Lanzmann de 1985 del mismo título, el cineasta se mostraba convencido de que los lugares guardan una memoria, pero solo el testimonio de los que vivieron los acontecimientos podrá dar cuenta de lo vivido. Por contra, otros pensadores se muestran más partícipes de tal representación, aunque quizás esta no pueda trasladar, como apunta Lanzmann, todos los matices de tal compleja situación. Desde luego, representar, no sé, pero dejar documentos para el imaginario colectivo – y reales – los judíos que estuvieron recluidos en los campos, han dejado. El propio Georges Didi-Huberman, quien quizás sea el intelectual que mejor ha entendido la narración del Holocausto, se basó en los mismos diarios y fotografías que usa Nemes en la película, para indagar sobre esta cuestión en Imágenes pese a todo. Y ese «pese a todo» es muy importante, porque eso es precisamente lo que está intentando transmitirnos Nemes, que hasta en los contextos más difíciles, siempre se pueden encontrar resquicios de humanidad. Quizás Nemes sea ateo, pero podemos afirmar rotundamente entonces que es un creyente laico.

Tanto Lanzmann como Didi-Huberman han elogiado la película. Quizás sea porque su autor encuentra un punto intermedio entre sus dos visiones. El último parece dar con la clave en una carta – de imprescindible lectura – que recientemente le escribió al realizador. En ella, habla del filme como un «cuento documental» (1). En esencia, el fondo, el contexto, es documental; no tanto el corazón del relato. Tiene de documental El hijo de Saúl su estricta metodología – esa que ha cegado a muchos en su lectura – con una aplicación férrea, casi nazi. Cada secuencia de la película es una acción de Saúl y, más allá del plan que tenga, muestra con una frialdad hiriente cada una de las etapas por las que pasa en su rutina, en un sistema de «producción» incesante en el que palabras como «Stücken» (piezas), con las que los nazis se refieren a los cuerpos de los judíos asesinados, cobran un especial sentido (2). Este es el valor documental de un filme que cuenta con la misma fría ejecución que el sistema de los nazis, cada mínimo detalle en el proceso de hacer desaparecer a un judío de la faz de la tierra, dentro de esta maquinaria. Este es el fondo, su contexto, documentado y reproducido al milímetro.

Pero en la inquebrantable operación, hay indicios de esperanza. Al igual que las huestes de Hitler dejaron documentos que permiten reproducir el horror de sus mecanismos, los judíos cautivos en Auschwitz-Wirkenau enterraron diarios, tomaron fotos. En un guiño a sus fuentes, Nemes muestra el contraplano que la historia no ha dejado, y en él está su personaje de ficción, Saúl. Es aquí donde el director entra en el terreno del cuento, a través del testimonio como herramienta a la inmortalidad, aún cuando el relato se cuente desde la muerte. Como bien sabe Lanzmann, el relato es esencial para dejar una huella, para transmitir verdad. Pero el testimonio de Nemes hiende sus raíces en algo más antiguo incluso que el Holocausto, en un profundo deseo literario de trascendencia. Es una forma de elevación de las víctimas, desde el respeto, que tiene algo de religioso, y que el conjunto de la crítica, más centrada en esta relevante cuestión histórica, y de su representatividad, no ha querido quizás apuntar.

Más allá de que Saúl llegue a inventarse a un hijo como concepto abstracto, al que no le une ningún lazo de sangre, y que es para él vehículo de salvación en tal brutal contexto, un profundo acto de humanismo en medio de la barbarie; y que, recordemos, no concibe el enterramiento sin la presencia de un rabino; hay otros elementos de carácter visual y sonoro que secundan esta interpretación espiritual de un filme profundamente humanista. Desde el punto de vista de la simbología, diríamos que Nemes ha querido plantar signos de la tradición en la que se inscribe la historia, y seguramente su sentir, la judeocristiana. El plano ligeramente cenital de la última cena de Saúl privilegia en el centro su plato circular; la huida por el río, con el cuerpo del niño como fardo, nos envía directamente al abandono de Moisés en el Nilo…

La última secuencia, en un bosque como refugio, con los nazis cerca, cuenta con un niño – este andante, y vivito y coleando – que, por alguna razón, recuerda mucho al de La infancia de Iván (1962). Saco aquí a colación el primer largo de Andrey Tarkovsky, no por un simple nexo fetichista. En realidad, he empezado mi argumentación por el final. Estos símbolos no son más que la superficie de un profundo sentir religioso de la película, como no veía en nadie desde el cine del ruso. Es ahí donde creo que – a mí esto me ha tocado en lo personal hasta límites insospechados – se encuentra el gran triunfo de El hijo de Saúl. Su forma de, podríamos decir, cámara táctil, nos permite sentirnos en comunión con un hombre que sufre lo indecible para volver a sentir, cuando ya le han arrancado todo, incluso la vida. Como en un momento del filme se dice, es un muerto andante, pero aún desde el Averno, no parece querer renunciar a su humanidad.

El hijo de Saúl es un filme cruel y realista – más allá de que la aventura de sustraer el cuerpo del campo se antoje imposible – pero además de describir con particular lucidez los mecanismos del horror, nunca renuncia a la celebración del humanismo. En efecto, consigue, no solo resucitar a su protagonista, sino lograr trascendencia para las víctimas del Holocausto. La película ocurre en un lugar concreto, en unas pocas horas, y se inscribe en una tradición cultural, pero no podría ser más universal. Y lo consigue por la vía de la tactilidad, del cariño de una presencia invisible convocada por la luz del celuloide, un celuloide que pesa, tiene cuerpo, grano, y personalidad, como un humano; pero también es el vehículo de luz – maravillosa fotografía de Mátyás Erdély – de esa presencia espiritual que acompaña cada plano. No sabemos si Nemes cree en Dios, yo al menos no se lo he preguntado. Pero una cosa es segura, cree en el ser humano. El hijo de Saúl es uno de los mayores y más generosos actos de conciliación que ha dado la historia del cine. Un genio ha nacido.

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(1) Didi-Huberman, G. (2016, enero) «Salir de la oscuridad», Caimán. Cuadernos de Cine, num. 45 (96), pp. 15-28
(2) Los cineastas Nicolas Klotz y Elisabeth Perceval reflexionaron sobre cómo este brutal sistema se traslada a estructuras empresariales en nuestros días en La question humaine (2007). Esta misma palabra, «Stücken», era también, en este filme, protagonista.

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