Os días afogados, de César Souto y Luis Avilés

8-2-1992

no caer da noite

a desaparición traza

un cuxo que anda escapado

do ceo

da terra

auga

na testa

unha pota chea de louza

amplifica o dioivo

cando a imaxe

deturpa a realidade

o poema non admite

engano nin reliquias

toda a resistencia

non permitirá que volvas

auga a través

por moita luz

que deixaras prendida

De Dores Tembrás, en Auga a través (Apiario, 2016)

Desde la fecha que abre este poema de Dores Tembrás1 hasta la filmación de Os días afogados (Luis Avilés, César Souto, 2016) han pasado más de veinte años. Ese día inicial de los noventa nos remite a un momento fatídico en la vida de los vecinos de Buscalque y Aceredo, aldeas de Ourense anegadas por la construcción de la presa de Lindoso en esa triste jornada. En ese momento perdieron una vida para resucitar en algún otro lugar, pero el fantasma de sus días pasados siempre habitará sepultado bajo el agua. Esto es lo que cuenta un filme que lidia con la materia misma del cine: el paso del tiempo. Muchas películas se han preguntado cómo abordar esta cuestión. El documental puede cuestionarse la relectura de viejas imágenes de momentos pretéritos de un modo más o menos reportajeado, puede actuar como captor de memoria desde el diario en imágenes, o relacionarse con este pasado desde la comparación de un presente filmado. En esencia, todo se trata de representación y montaje.

Por no ponernos exquisitos en términos filosóficos, digamos que Os días afogados combina las tres aproximaciones citadas con un equilibrio que lo convierte en un filme amable con todo tipo de espectador a la par que exigente con las tradiciones que maneja. Por un lado, rescata material de las televisiones sobre el momento de la inundación para mostrar a los espectadores cómo se relató el acontecimiento de cara a la opinión pública en ese momento. No hay una reconstrucción pormenorizada de los hechos ni una voz en off que dicte el relato. Se pretende ante todo ser lo más respetuoso posible con estas fuentes y confrontarlas a otra segunda vertiente del filme: los diarios filmados de los vecinos. Conscientes de estar capturando una realidad que podía desaparecer en cualquier momento, varias personas de estas localidades grabaron algunos momentos de sus vidas de los años sesenta en adelante. Esto aporta cerca de tres décadas de documentación personal que, además, otorgan al filme una visión técnica del paso del tempo a través de los formatos caseros cambiantes, lo que, combinado con la textura televisiva, aporta a la cinta un aspecto visual muy interesante. Más allá de lo técnico, estas dos variantes del cine de archivo, una más en la tradición del periodismo, otra en la del diario, proporcionan una información esencial a la hora de entender la idiosincrasia del lugar y, en particular, el sentimiento de rabia e impotencia ante la imposible lucha que libraron.

Lo que hace de la película algo más humano es la tercera pata de este proyecto, la de la captura del tiempo presente para evocar el pasado. Mediante los registros actuales de las aldeas inundadas, acompañados del vecino que filmó buena parte de estas imágenes, asistimos a un relato oral de la memoria del lugar que complementa al de las otras filmaciones. El hogar, donde estaba esa chimenea ante la que uno se sentaba a leer, ya no es más que un muro que asoma entre el barro y unas zarzas. Lo que capta la cámara es eso, nada más. Lo que se cuenta es otra historia, y ahí nace la evocación, como la del barbero que en Shoah (Claude Lanzmann, 1985) es capaz de crear una viva imagen del terror sin mostrarlo. Es en esta importantísima cuestión cinematográfica, en el contraste y equilibrio entre lo evocado y lo representado, donde Os días afogados encuentra su corazón y se convierte en una gran obra. La guinda la pone una escena final en la que los directores confrontan a los vecinos con las imágenes recuperadas en su investigación. Los sentimientos afloran, y Avilés y Souto deciden, muy respetuosamente, filmar los rostros de esas personas que hemos visto en las imágenes. Esos mapas faciales, como en el Shirin (2008) de Abbas Kiarostami – solo que aquí no hay una actriz como Juliette Binoche, todo es real – emocionan y redondean un filme que sabe tratar, como pocos, la cuestión del paso del tempo. Ya lo dijo Andrei Tarkovsky: “¿Y en qué reside la naturaleza de un arte fílmico propio de un autor? En cierto sentido, se podría decir que es el esculpir el tiempo. Del mismo modo que un escultor adivina en su interior los contornos de su futura escultura sacando más tarde todo el bloque de mármol, de acuerdo con ese modelo, también el artista cinematográfico aparta del enorme e informe complejo de los hechos vitales todo lo innecesario, conservando solo lo que será un elemento de su futura película, un momento imprescindible de la imagen del artista, la imagen total”2. Soto y Avilés aportan grandes momentos de esa imagen total en Os días afogados, su selección y cincelado de los extractos de memoria adecuados dan en la clave; y creo que ese es el mayor piropo que se puede dirigir a un artista.

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1La escritora acaba de editar este poemario en Apiario, atravesada por el visionado del filme criticado, que se lanza estos días, acompañando el estreno de la película el 16 de septiembre.

2Tarkovski, Andrei, Esculpir en el tiempo, Rialp, 1991. pp. 82-83

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