SKYFALL, de Sam Mendes

DOBLE ESTUDIO DE GÉNERO

Medio siglo de James Bond era algo a celebrar para la legión de aficionados del agente secreto más famoso de la historia del cine. El regalo les iba a llegar en la forma de un nuevo filme, ambicioso como el que más: Skyfall (Sam Mendes, 2012). Sus responsables debían contentar, al menos, a todos aquellos seguidores del Sean Connery más duro, sofisticado, sarcástico y seductor; y a los del socarrón, liviano, tecnológico y surrealista Roger Moore. Olvidémonos de los coches invisibles de Pierce Brosnan y de un fugaz Timothy Dalton. ¿George Lazenby y David Niven? ¿Esos quiénes son?

En todo caso, 22 entregas sobre el personaje crearon un universo de memorias compartidas que era preciso recoger, como legado, en esta vigésimo tercera película. No por esto iban los guionistas (Neal Purvis, Robert Wade y John Logan) a renunciar a una política de renovación, que se efectúa por la vía del psicoanálisis del héroe. Skyfall es, ante todo, un ensayo narrativo sobre el subgénero de espías en general y, en particular, sobre la figura de James Bond. La puesta en escena confirma esa intención, de la mano de un Sam Mendes (vago, pesado y pretencioso en sus dramas) que no estaba tan espléndido desde Camino a la perdición (Road to Perdition, 2002). Esto lo confirma como un aguerrido lector posmoderno del género, palabra que aquí cumple un doble sentido, pues podemos ver en el último Bond el ‘blockbuster’ más feminista y autoconsciente (política y estéticamente) de la temporada.

 

 

 

Áteme, Mr. Bond

El instrumento más útil en el desarrollo de esta primera vertiente es Silva, un villano interpretado por un Javier Bardem en estado de gracia. La escena más erótica de la película (no apta para machos con prejuicios) es en la que este perturbado individuo ata a Bond a una silla y, prácticamente susurrándole al oído que lo va a castigar en su particular juego sádico, comienza a acariciar el pecho y las piernas del agente. Mendes rueda esto de una manera tan íntima como pornográfica. Los primeros planos de detalles del cuerpo de Craig lo diseccionan hasta anularlo como individuo. Hasta su resurgir en el desenlace, Bond es poco más en este filme que un objeto de explotación, en una suerte de ejercicio estético ‘hembrista’, que contrarresta la política de posesión del cuerpo femenino ejercida a lo largo de toda la saga hasta el momento. Esta lógica está presente en todo el metraje, pero evidenciada de una manera muy locuaz en esta secuencia.

No es la única. Hay otras en las que el agente está a manos de las mujeres de la historia, y no precisamente en una postura dominante. El rasurado con navaja clásica de barbero que le realiza Moneypenny lo deja desnudo y completamente indefenso, en una posición sumisa. De nuevo, el cuello de Craig está filmado como objeto fetichista de deseo, estético y sexual.

Cuando por fin conoce a la mujer indefensa del filme, que en teoría va a salvar de las garras de Silva; Mendes decide homenajear a Mulveyen una suerte de transposición de la escena del asesinato de Janet Leigh en Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960). Bond se mete en la ducha con la chavala. Por parafrasear a mi padre, que, muy lejos de ser crítico de cine, intuyó el ejercicio a la perfección; diré con elocuencia: “¡Toma puñal!” Que comentara esto de manera espontánea cuando veíamos juntos el filme es, en el fondo, muy agudo. En efecto, hay un símbolo fálico de posesión. En este caso, no representado, pues la escena aquí se acaba y, me atrevería a decir, posteriormente lacerado. Sin entrar en detalles para no arruinar la trama a los lectores que no la hayan visto, diremos que la siguiente escena que protagoniza Bérénice Marlohe, es para Bond un gatillazo de proporciones descomunales.

M, querida madre patria

La única mujer a la que siempre vuelve, el amor de su vida, es; muy sorprendentemente, su jefa, M (una vez más, enorme Judi Dench). Este personaje cumple aquí la función de madre, de refugio, en el sentido más edípico de la palabra. Por un lado, refuerza el halo de tragedia griega unido al personaje de Bardem. Por otro, juntos hacen también un comentario político del subgénero de espías, y una reflexión más profunda sobre uno de los pilares de la democracia occidental: el difícil equilibrio entre libertad/control y seguridad.

La isla en la que se esconde Silva está repleta de ruinas de evocación comunista (con toques a Dr. No), vestigios de un pasado en el que el enemigo estaba más claro y definido. Como indica M en la sesión de control a su departamento, en otra de las escenas centrales del filme; no se lucha ya contra países o banderas, sino contra un individuo de intenciones difusas e imprevisibles que puede generar el caos. Como el Joker de El caballero oscuro (The Dark Knight, Christopher Nolan, 2008), Silva es el resultado lógico de los abusos de la autoridad mal entendida en esa época en la que los malos estaban claros.

Aunque Skyfall realiza un elogio de las sombras(bendito Roger Deakins, uno de los mejores directores de fotografía en activo), no cae en el maniqueísmo de apuntar cuáles son los buenos y los malvados en esa penumbra. En la hermosura de los versos de Tennyson que Dench recita en la citada escena, se esconde un discurso nacionalista que podría haber servido de justificación a las intervenciones neoconservadoras de los colegas Bush & Co., surgidas tras los ataques a las Torres Gemelas (es preciso preguntarse, ¿ha habido intervención en las sombras de los servicios secretos occidentales en las revueltas de Egipto, Libia, Siria o Malí? ¿Y cómo las justificaría un buen político?). Para cualquier británico, o para los que vivimos en julio de 2005 en Londres, los ataques a su servicio público de transportes; esta escena puede despertar en nosotros la sensación de tener ante nuestros ojos a un Churchill resucitado, un comandante en jefe que nos protege de los peligros a la nación.

Mendes se permite realizar en este caso su único secuestro al espectador (es inglés, supongo que no podía contenerse) y evocar ese funesto día en una escena catártica, de amplia carga nacionalista. Pasado el subidón, uno queda con la agridulce sensación de que, sí: M es Churchill, y Bond siempre va a estar ahí para ella, al rescate de la madre patria. Lo que queda también claro es que, por mucho que la queramos, hemos crecido como espectadores. Se acabó la superioridad moral. Pasamos de los espías de la Guerra Fría al Bond posmoderno, y ya no vemos blanco o negro al padre. Nos hemos dado cuenta de que, como cada uno de nosotros, esa figura heroica está llena de grises, y tendremos que convivir con la amarga verdad. Mamá, cuando quiere, puede ser muy mala.

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1 La feminista Laura Mulvey ha estudiado el falocentrismo del cine hollywoodiense en su obra. Hitchcok fue uno de sus autores recurrentes para hablar de esta cuestión. Hace un par de años, lo explicaba en el BFI.

2 Curiosamente, el título de la mejor crítica que he leido sobre este filme en Independencia.

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