EL CINE DE ÁNGEL SANTOS TOUZA

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Ángel Santos Touza (Marín, 1976) es un tipo discreto, poco amigo de alardes. Pese a los elogios que los observadores externos le dedican a su trabajo, se muestra más dispuesto a hablar de sus errores que de sus aciertos, bajo el impulso de un afilado perfeccionismo. Es un implacable autocrítico, que lo pasa mal al sentarse a ver sus filmes, ya acabados, pero eso no le impide seguir avanzando, en la búsqueda de hacerlo mejor, de llegar a crear algo con lo que esté verdaderamente satisfecho. 

Desde su punto de vista, el estilo de un autor, sea éste cineasta, músico, escritor o lo que quiera, tiene que salirle de las tripas. Sin forzar, sin aparentar, sin contorsionismos. Sólo así puede el creador reflejarse en su obra y, ante todo, “lo realmente interesante son las personas, más que las teorías o las digresiones sobre qué concepto del cine es mejor”. Por eso no le gustan los directores que se transforman en cada película, porque no le ve sentido a camuflar la propia personalidad detrás de artimañas. 

  

"Uno tiene que hablar de lo que sabe, de lo que ha vivido, por eso es normal regresar a los mismos temas. Es algo que hacen directores que me interesan mucho, como Rohmer, u Ozu".

Esta filosofía convierte a Ángel Santos, o AST, como le gusta firmar, en un director de asuntos recurrentes. El amor, las parejas, el largo camino hacia la madurez o el precio del paso del tiempo asoman, de una forma o de otra, en todos sus trabajos. “Uno tiene que hablar de lo que sabe, de lo que ha vivido, por eso es normal regresar a los mismos temas. Es algo que hacen directores que me interesan mucho, como Rohmer, u Ozu, en toda su filmografía repasan las mismas ideas tratadas del mismo modo”. Asegura que no entiende cómo los directores españoles no recurren más a este tipo de historias, sobre personas que se relacionan y conversan entre sí, “cuando es nuestra forma natural de desarrollarnos, y una de las tramas centrales del cine francés”, del que se considera un gran admirador.  

Las penurias de los amantes, la vida en familia, la incomunicación con las personas más queridas, y el inevitable deterioro de la vida en pareja aparecen en todos los filmes de Santos, por lo de ahora. Es un leit motiv curioso en un hombre felizmente casado. Medio en broma, confiesa que a su mujer no le chista mucho su manía con las relaciones tempestuosas, pero lo va llevando porque sus guiones no tienen nada de autobiográfico, son pura fabulación necesaria. “En la historia del teatro, la novela y, claro está, del cine hay contadas obras sobre la felicidad en estado pleno. Lo que suelen retratar los autores son los momentos duros, los del cambio, los de las dudas que se revuelven en el interior de uno. Supongo que la felicidad está para vivirla, y la infelicidad, para filmarla”, comenta, entre risas.  

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En el año 2000, llegó al Centre d’Estudis Cinematogràfics de Catalunya pensando en ser director de fotografía. Había crecido entre cintas Beta y VHS llenas de filmes clásicos y, con poco más de once años, jugaba ya con la videocámara de la familia a grabar “cosas de niños”. Así que hizo la maleta y marchó a Barcelona, con ánimo de estudiar, pero rechazando la idea de sentarse detrás de la cámara y grabar “cosas de adultos”. Pensaba que no estaba capacitado para ser cineasta, una profesión que consideraba “propia de gente arrebatada y con ideas geniales”. Pero después se dio cuenta de que ni era para tanto, ni a él le llegaba con colocar un encuadre hermoso para que otro se llevara el mérito.  

En el año 2002, como proyecto final de sus estudios de cine, realizó A., un cortometraje inaugural en la que ya están presentes buena parte de sus huellas. “Hubo un primer rodaje, con otros autores y con un guión algo más superficial, que fue un fracaso”. Pero a la segunda fue la vencida, y asomó el enfoque que él quería. Cambios, dudas, el amor romántico contra el amor real, y el contraste entre la vida que lleva la protagonista y la vida que le gustaría llevar. Estilísticamente quiso ser lo más sencillo posible, “sacar la cámara a la calle y grabar, huyendo de los entornos controlados, y de esa iluminación tan dura que suele verse en el cine digital”.  

El resultado fue muy digno para un debutante, pero durante mucho tiempo, el autor rechazó enfrentarse a su propia obra, en lucha con su perfeccionismo. “Escapaba de la sala cuando la proyectaban, no quería verla, porque me daba la impresión de que mi posición con respecto a lo que estaba contando era demasiado evidente. Me encontraba desnudo en las palabras y en las imágenes. Ahora ya lo llevo mejor aunque hay partes que me cuestan… era demasiado inocente”. 

  

Santos es un ávido lector de Flaubert o Chejov, entre otros.

En su siguiente trabajo, Septiembre (Los amores jóvenes), buscó hacer una variación sobre el mismo tema, pero con personajes más jóvenes, y con un enfoque menos frontal. Los personajes hablan de otras cosas, no analizan lo que les está pasando y, en contraste con los planos cortos y directos de A., aparecen retratados de una forma más clásica y distante. Santos sigue juzgándose duramente, aunque reconoce que dio un paso en la buena dirección: “Está llena de errores técnicos y de planificación, pero con el tiempo la llevo mucho mejor, creo que es más digna”. 

Vendría más tarde Sara y Juan, casi un capítulo en la misma historia, y con la misma protagonista femenina, una amiga de toda la vida, Sara Pazos, de la que dice que “podría ser una gran actriz, pese a que yo no acabe de dirigirla correctamente”. Su compañero, Juan Piñeiro, era también un viejo conocido, por lo que la química estaba garantizada. La desventaja era que sólo iban a coincidir en Galicia por un corto intervalo. “Hacía tiempo que tenía ganas de hacer algo con ellos, así que aproveché. Grabamos todo en día y medio, sin ensayos ni lujos diera tipo, a ver que salía. Por eso ya avisamos al inicio, en los títulos, de que es un corto amateur. Tiene ideas interesantes, pero… vista ahora no me acaba de gustar el ritmo que tiene, es demasiado morosa”.  

Siguió, entre medias, con El cazador, una adaptación libre de un relato de Chejov, con el que ganó el primer premio del Filminho 2008, ex aequo con París #1, de su amigo Oliver Laxe. Es un trabajo bien pensado, sobrio, “discreto”, que se beneficia del sustrato de la obra original para hacer sus propias variaciones. Y, de ahí, dio paso a su ambicioso primer largometraje, Dos fragmentos / Eva, en el que intenta ajustar cuentas con sus primeros cortos. Los diálogos vuelven a ser largos, literarios, reflexiones directas sobre los problemas que enjaulan a Ángel Santos. 

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En esta incansable evolución, el director presentó hace poco en festivales Fantasmas #1, un repaso íntimo a los estragos del tiempo y de la memoria, y trabaja en el montaje del siguiente, Adolescentes, del que se puede ver un pequeño avance en el vídeo sobre estas líneas. Son filmes más experimentales que los anteriores pero, para él, no suponen una ruptura. “Son cosas que llevo haciendo toda la vida, aunque a lo mejor no eran tan visibles en trabajos anteriores. Desde luego, no es nada ambicioso, simplemente, es lo que me sale natural”.  

Y en este proceder natural, después de rodar un largometraje, vuelve ahora a formatos de menor duración, porque se niega a considerar los cortos como una simple escuela para cineastas inexpertos, “como esos años en los que uno trabaja de becario, sin cobrar, para formarse, como si no contase…”. Le interesa el cine, como lenguaje, independientemente de la duración, y afirma que el formato, sencillamente, debe adaptarse a las necesidades expresivas. 

  

El director, grabando el sonido de su filme 'Adolescentes'.

Es cierto que uno comienza haciendo cortos cuando está aprendiendo, porque los ensayos son más fáciles de hacer, y más baratos, en cuatro minutos que en 120, pero eso no significa que no puedan dar lugar a obras perfectamente válidas, como ocurre con los relatos en el mundo de la literatura. Pensar lo contrario es imponerse unas limitaciones absurdas”. 

Reclama libertad de formato y libertad temática, pues percibe que, en los circuitos artísticos y de distribución actuales, los filmes breves se entienden como un formato lúdico y extravagante, “en el que la tendencia es a rizar el rizo cada vez más”. Ese espíritu marca buena parte de las festivales de cortometrajes activos, y hace difícil exhibir historias de corte diferente. A él le ocurrió con El Cazador, que, pese a ganar el Filminho, casi no se proyectó en otros eventos. 

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Nuestro cineasta comenzó a desarrollar su carrera en un buen momento en cuanto a dinero público, y disfrutó de subvenciones para “rodar esas dos o tres cosas que quería”, un apoyo del que ahora tiene que prescindir, al igual que buena parte de la industria. “De todas formas, cada uno tiene que hacer lo que tiene que hacer, con ayudas o sin ellas.Lo que cambiarán son los medios de producción. Tendrás que rodar en quince días y no en un mes, y en localizaciones cerca de tu casa, pero puedes sacar las cosas adelante”, asegura rotundo.  

Advierte de que no se recupera dinero, y de que es importante, “mantener la cabeza fría para que el gasto no se dispare”, pero quien quiera hacer cine “no puede estar sentado esperando la llamada de un inversor que le quiera producir la película. Eso no pasa, por muchos premios que ganes”.  

Ángel Santos es partidario de “normalizar” el acto de hacer cine, de dejar de pensar en glamour y alfombras rojas, y de hacer las cosas con empeño y ambición, pero con volumen razonable de dinero. “¿Por qué gastamos tanto dinero en la gala de los Mestro Mateo, y después descuidamos lo básico? ¿Acaso ganar un Maestro Mateo sirve para que tu película se vea en los cines gallegos? Dinero no habrá, pero es que lo gastamos donde no debemos”. 

 
  

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En la escuela de cine les pusieron, a Ángel Santos y a otros compañeros, el apodo de “los afrancesados”, por las muchas referencias “nouvellevagueras” que asomaban la patita entre sus fotogramas. Las referencias a Godard y compañía son fáciles de ver en sus primeros trabajos, y no desaparecen de todo en los últimos. Estamos ante un coleccionista de citas. 

  

“En 'Eva' me eché unas risas con el montador, al repasar las conversaciones, porque algunas parecían escritas en el siglo XIX, pero qué le voy a hacer".

  

Es también un gran lector, especialmente de los autores realistas como Flaubert, Balzac, Chejov, Dostoievsky… Eso dota los diálogos que escribe para sus filmes de un cierto “peso literario”, a veces, incluso contra su voluntad. “En Eva me eché unas risas con el montador, al repasar las conversaciones, porque algunas parecían escritas en el siglo XIX, pero qué le voy a hacer, es mi forma natural de expresarme. Por mucho que intentes camuflarte, todos los personajes tienen algo de tu voz”. 

En una curiosa consonancia, casi poética, Ángel Santos vive de alquiler en una casa de una piedra decimonónica, debidamente rehabilitada, en el lugar de Ponte Borela (Cotobade). En el rural, pero a poco más de 15 minutos de Pontevedra, a ritmo de coche. El piso de arriba está lleno de estantes con libros, muchos de ellos salpicados de marcadores de colores, que facilitan la búsqueda de citas en su interior. Durante la conversación, coge uno de estos volúmenes para refrescar su memoria, y recurre a unas palabras que Carl Theodor Dreyer dejó por escrito en 1965, para ejemplificar su visión del proceso creativo: “Todo trabajo es aprendizaje, la escuela. Hay que dar muchos rodeos antes de descubrir cuál es la auténtica vía”. Y añade, entre risas: “Dreyer dice esto después de haber hecho Ordet y Gertrud. ¿Qué no voy a decir yo?”. 

 

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