BARBARA, de Christian Petzold

Derribar el Muro

Ante la apropiación por parte de la industria de Hollywood de todo el material relativo a la Segunda Guerra Mundial y el nazismo para fabricar sus grandes epopeyas cinematográficas, el cine alemán ha tenido que buscar su hueco en otros períodos de la historia reciente. Por este motivo, la nueva ola de directores germanos centra su mirada en los últimos tiempos de la Alemania Oriental, una época menos ‘aireada’ en la gran pantalla, pero igual de oscura y convulsa. En la última década encontramos ejemplos tan dispares como Good Bye Lenin! (Wolfgang Becker, 2003), que contempla la caída del Muro casi con añoranza e incluso humor, o Das Leben der Anderen (Florian Henckel von Donnesmarck, 2006), un asfixiante relato sobre el trabajo de la Stasi y su papel en la opresión cotidiana del territorio germano. En este contexto, Christian Petzold ha sabido calibrar bien todas las visiones de esa Alemania de telones de acero, símbolos comunistas y conspiraciones (reales o falsas) en la sombra, para trazar un retrato intimista, austero y fiel de la vida en la antigua RDA. Un retrato donde los gestos, las miradas y los silencios cobran protagonismo frente a cualquier otra parafernalia efectista. Así, el rostro duro y enigmático de Nina Hoss, mimetizada en la piel de Barbara, consigue enganchar más al espectador que cualquier diálogo.

Barbara es una pediatra represaliada por la RDA a principios de los años ochenta por haber cometido la ‘osadía’ de solicitar un visado para la Alemania Occidental, en donde pretendía reunirse con su amante. Las autoridades no sólo niegan a Barbara el traslado, sino que la ‘destierran’ a un pueblo de provincias como castigo (los médicos eran demasiado valiosos como para mandarlos a la cárcel). En este lugar, Barbara comienza un periplo que pasará de lo puramente burocrático a lo vital: ella procura mantenerse distante al principio, pero, poco a poco, la toma de contacto con sus compañeros y pacientes acabará difuminando su ansia de huir. En este punto, cobra especial importancia André (Ronald Zehrfeld), el jefe de planta del hospital, un personaje, si cabe, más ambiguo que la protagonista: por un lado, es un colaborador de la Stasi encargado de vigilar de cerca a la doctora; por otro, se erige como el amigo y protector que ella necesita en ese momento. Huelga decir que entre ambos surgirá una cierta atracción, uno de los desencadenantes de la parte final de la cinta junto con la aparición de Stella (Jasna Fritzi Bauer), una joven huida de un campo de trabajo a la que Barbara cogerá cariño y tratará de ayudar hasta las últimas consecuencias. Todo esto, no obstante, tardará en eclosionar, puesto que la intención de Petzold es mostrar con insistencia el debate interno de los personajes para elegir entre lo que deben y lo que quieren.

El espacio de esta historia, paradójicamente, se muestra como un lugar idílico y sosegado: un pueblecito ribereño en temporada estival que ofrece el contrapunto perfecto para la historia. Porque si algo hay que apreciar en la visión de Petzold es que muestra las cosas sin caer en dicotomías simplistas: ni la RDA era el reino de la oscuridad, ni Occidente la tierra prometida. Él mismo lo explicaba durante el pasado Festival de Berlín, en donde se llevó el Oso de Plata al mejor director, con el ejemplo de sus padres, emigrados a Alemania Occidental que nunca olvidaron sus raíces al otro lado del Muro. Una vivencia personal que el director ha sabido plasmar con contención, rigor formal y eficacia para narrar el devenir de los personajes en un momento de cambios incipientes. Si algo se le puede reprochar a Petzold es que esa contención de la que hace gala llega a resultar tediosa en algunos puntos, pero en todo caso el director ofrece una nueva muestra de que la bautizada como Escuela de Berlín va retomando (felizmente) la senda que Rainer Werner Fassbinder dejó abierta hace treinta años.

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