CAFÉ SOCIETY, de Woody Allen

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El cine de Woody Allen lleva en los últimos años caracterizándose por una continua revisión. Recordemos que Match Point (2005) no era sino una vuelta con trasfondo londinense a la trama y conflictos de Delitos y faltas (1989), o que Si la cosa funciona (2009) contaba con un argumento muy similar al de Poderosa Afrodita (1995) con la vena cómica de Larry David. Su último filme, Café Society, toma prestado de Días de radio (1987) su cuidada ambientación histórica y guiños al género negro clásico de Hollywood, mientras que el tipo de humor y la crítica a la maquina de crear sueños del neoyorquino remite al espírito de Hollywood Ending (2002). Cruce entre las dos entonces, Allen sustituye esta vez en la fotografía a Darius Khondji – con el que había trabajado en Midnight in Paris (2011) y Magia a la luz de la luna (2014) – por la leyenda de Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979) Vittorio Storaro. El resultado es menos de ensueño y más melancólico, aunque en los tres filmes puede apreciarse – y por eso cito estos y no los otros que Khondji tiene con Allen – una cierta querencia por mimetizar códigos estéticos de las épocas que retrata. Si en la aventura parisina toda la parte del pasado adoptaba el expresionismo de Monet – evidenciado también en su cartel – la cálida luz de la comedia ambientada en la Costa Azul en los años veinte pretendía crear una exuberancia propia de la aparente ligereza de un Preston Sturges. Para Café Society, el realizador opta por una aproximación más impresionista, que seguramente continúe en su próxima película, también con Storaro, ambientada en los cincuenta. Por tanto, la revisión en estas últimas piezas no parece ser solo hacia su obra, sino que supone una vuelta al arte y el cine clásico que más le gusta desde los códigos estéticos y narrativos del siglo XXI. Puede que Allen no esté tan en forma como antes, pero sí se aprecian dos vertientes claras en su filmografía reciente: ésta, y la de los dramas más contenidos y contemporáneos como Blue Jasmine (2013) o Irrational Man (2015). En esencia, podemos criticarle que se haya convertido en una marca manufacturada, pero es una en todo caso con una evolución clara y unas constantes evidentes.

Pero volvamos a Café Society. Lo que era fábula y cuento en las dos anteriores cintas de época, se vuelve aquí cruel realidad, en una pieza narrativa de relojero con manillas al son de una de sus grandes temáticas: las imposiciones sociales frente a la pasión. Allen crea para la ocasión un doble romance a tres bandas, dividido en un díptico geográfico y personal, personificado en las idas y venidas del personaje de Jesse Eisenberg de Nueva York a Los Ángeles, y a través de su relación con el de Kristen Stewart. Buena parte de la efectividad del filme reside en la química entre ambos actores; uno, joven soñador que se traslada al Hollywood de los años treinta en busca de un futuro mejor; la otra, secretaria del tío de éste, protector del chico, representante de estrellas que le hace desarrollar alergia a la honestidad para sobrevivir en un ambiente en que solo cuentan las apariencias; interpretado también con solvencia por un contenido Steve Carrell. De vuelta en Nova York, la vida familiar parece estar envuelta en líos mafiosos, lo que le permite a Allen navegar entre el melodrama y el género negro con dos luces muy diferentes, la cálida de California y la apagada de la ciudad que nunca duerme.

A este doble juego narrativo se une una voz en off indeterminada – la de un Woody Allen no acreditado, que ejerce así su papel total de escritor omnipresente – que cuenta la historia, y que podría tratarse de cualquiera de la de los espectadores externos que hacen correr los rumores en las fiestas y actos sociales en los que los personajes del filme construyen sus engaños. De un modo menos activo pero también más sutil que en Zelig (1983) o Desmontando a Harry (1997), Allen está reflexionando sobre la propia narrativa del filme. Cabe preguntarse si, como a los protagonistas de la cinta, no engaña a sus personajes o incluso al espectador. En un momento de la película un personaje bromea diciendo que “kas alternativas excluyen”. Como los personajes de Allen, todos convivimos en mayor o menor medida con ficciones alternativas de nuestras vidas en nuestra mente. ¿Y si hubiera hecho tal cosa? Esta melancolía ficticia es la que inunda el último tramo de Café Society, con una serie de elipsis que acaban confluyendo en una bella sobreimpresión en pantalla, que se cuenta entre los recursos estilísticos más elegantes y arrebatados en la carrera del realizador. Estos destellos del desenlace no logran, sin embargo, levantar el vuelo de una película que se muestra demasiado parecida a otras anteriores del realizador sin ofrecer nuevas variaciones que justifiquen el filme. Puede que este intento narrativo de Allen se cuente entre los más ambiciosos de un cineasta sin duda maduro, pero que naufraga a la hora de mantener unidas dos geografías que albergan excesivas disonancias de tono como para acabar de redondear su propuesta. Los diálogos, como es habitual, son inteligentes, y los actores cumplen con solvencia. A los que tenemos a Allen en un pedestal, esta última obra se nos hace un tanto menor. Pero si sois incondicionales, no podéis faltar a la cita anual con el genio de Nueva York.

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