CLAUDE LANZMANN: VOLVER A ‘SHOAH’

¿Cuánto tiempo se puede trabajar en una única idea, en un proyecto, en una obra? Claude Lanzmann necesitó nada menos que once años, desde 1974 hasta 1985, para completar Shoah (1985), su documental de más de nueve horas sobre el exterminio del pueblo judío durante la Segunda Guerra Mundial. ¿Por qué tanto tiempo? Porque Lanzmann hizo de este proyecto su imperativo vital, el motivo alrededor del que gira su vida desde entonces: primero pasó un par de años leyendo todo lo que pudo leer sobre el tema, después buscó a todos los testigos posibles para registrar su relato, ya fuesen supervivientes judíos, antiguos nazis o campesinos polacos, visitó también las ruinas de los antiguos campos de exterminio, y todavía necesitó cinco años y medio para montar todos esos materiales. Semejante proyecto desbordó tanto a Lanzmann como a la propia película, de forma que Shoah no se agota en Shoah, sino que se amplía desde entonces a través de nuevas entregas que profundizan en este mismo lance histórico: Un vivant qui passe (Claude Lanzmann, 1999), Sobibór, 14 de octobre 1943, 16 heures (Claude Lanzmann, 2001), Le rapport Karski (Claude Lanzmann, 2010) y ahora Le dernier des injustes (Claude Lanzmann, 2013), la última entrega de esta saga luctuosa que después de su estreno en el pasado Festival de Cannes llega este mes a las pantallas estatales a través del Festival de Cine Europeo de Sevilla y del Festival Cineuropa de Santiago de Compostela.

Filmar los Lugares, Filmar en Presente

¿Cómo enfrentarse a uno de los peores relatos posibles, a una historia que nadie quiere recordar y menos aquellos que la protagonizaron? Lanzmann comenzó a trabajar en Shoah cuando apenas habían pasado unos treinta años desde la Segunda Guerra Mundial, cuando las huellas y los recuerdos de estos acontecimientos aún estaban muy frescas, todavía hacían daño, pero aún estaban disponibles, aún era posible acceder a las personas que habían vivido este proceso y a los espacios en donde había tenido lugar. De ahí la sensación de urgencia que atraviesa toda la película: había que contar esta historia antes de que fuese demasiado tarde.

Abraham Bomba en Shoah (Claude Lanzmann, 1985)

Lanzmann no fue el primero en sentir esta obligación, pero sí el primero en unir investigación y resultado cinematográfico. Antes, cineastas como George Stevens o Samuel Fuller tuvieron que descubrir por sí mismos cómo filmar los campos en el momento de su liberación, y más tarde Alain Resnais y Jean Cayroll fueron capaces de ofrecer una primera meditación sobre su significado en Nuit et brouillard (1955), pero el proyecto de Lanzmann enseguida se alejó de estos precedentes: para él no se trataba sólo de contar lo que pasó, sino de revivirlo en un presente permanente. Por eso decidió prescindir por completo de las pocas imágenes de archivo que se conservan de los campos en los años cuarenta. De este modo, el documental permanece anclado en un ‘después de’ irreversible, empleando la estrategia contraria a Schindler’s List (1993): frente al enfoque didáctico e ilustrativo de Steven Spielberg, Lanzmann empuja al espectador al abismo de lo irrepresentable, reconociendo que ni él ni la mayor parte de los espectadores vio -vimos- nada en el Gueto de Varsovia, en Chelmno, en Auschwitz o en Treblinka, ninguno de nosotros estuvo allí, es una historia que nos contaron, por lo que lo único que podemos hacer es intentar imaginarla a partir de los testimonios que quedan disponibles, para que así nunca deje de ser real y nunca pueda ser olvidada. Algo tan simple como mostrar el lugar en donde estuvo el campo de exterminio de Treblinka mediante una serie de imágenes en color filmadas a finales de años setenta provoca el mismo cortocircuito mental que Lanzmann sintió cuando estuvo allí por primera vez: “Visité Treblinka, vi el campo, esas piedras simbólicas, conmemorativas, descubrí que había una estación, un pueblo llamado Treblinka. El cartel ‘Treblinka’ en la carretera, el propio acto del nombramiento, supuso un shock tremendo. De pronto todo era real” (1).

Treblinka en Shoah (Claude Lanzmann, 1985)

Auschwitz en Shoah (Claude Lanzmann, 1985)

Para conseguir este efecto, Lanzmann redujo los elementos de la película a los relatos de los testigos, las imágenes de estos lugares y varios planos de dos maquetas, una del Gueto de Varsovia y otra de una de las cámaras de gas de Auschwitz. Todos estos materiales evocan el pasado desde el presente, de forma que además de explicar lo que pasó, documentan el esfuerzo permanente por explicarlo: “Hay que saber y ver, y hay que ver y saber. Indisolublemente”, dice Lanzmann. “Si visitas Auschwitz sin saber nada de la historia del campo, no ves nada, no entiendes nada. Del mismo modo, si sabes pero no has estado allí, tampoco comprendes nada. Era necesario una conjunción de ambas cosas” (2). El lugar y la palabra. Así era como Lanzmann quería titular inicialmente Shoah para destacar la importancia de estos dos testimonios en la construcción de la película y del propio relato histórico. Por lo tanto, la capacidad de esta obra para hacernos revivir el pasado procede precisamente de la interacción entre estos dos elementos: “el paisaje atribuye otra dimensión a la palabra”, explica el cineasta, “y la palabra resucita al paisaje” (3).

Filip Müller en Shoah (Claude Lanzmann, 1985)

Pensemos en el testimonio de Filip Müller, uno de los pocos supervivientes de los ‘comandos especiales’ de Auschwitz. Él es sin duda el mejor narrador oral de todos los entrevistados, quizás porque cuando Lanzmann lo entrevistó, Müller estaba escribiendo su libro Sonderbehandlung. Drei Jahre in den Krematorien und Gaskammern von Auschwitz (1979). Sin embargo, el carácter previamente construido de su narración se va desarmando poco a poco a medida que avanza el metraje, en parte por la forma en que el cineasta condujo la entrevista en su momento, pero sobre todo por como decidió montarla a posteriori, dosificando las intervenciones de Müller y superponiéndolas sobre planos de los crematorios de Auschwitz hasta llegar a uno de los episodios de más dramáticos de la película: el intento de suicidio de Müller en el interior de la cámara de gas junto con las familias checas procedentes del campo de Theresienstadt. No importa cuantas veces escuchemos esta historia, porque tal y como está contada en Shoah nunca la podremos soportar, como le ocurre al propio Müller: siempre vamos a volver con él a los vestuarios de la cámara de gas, y siempre vamos a sentir el mismo horror.

La Obra como Proceso

Lanzmann fue siempre muy consciente de que él no era un historiador que tenía que reunir pruebas del exterminio para después exponerlas en un libro. Ese fue el trabajo de muchos otros, comenzando por Raul Hilberg, el autor de la obra The Destruction of the European Jews (1961), que aparece en Shoah encarnando precisamente la figura del experto. Él es quien transmite al público detalles tan perturbadores como que los judíos pagaron su propio traslado a los campos de exterminio a mitad de precio, como si fuesen un grupo que contrata un tren para irse de excursión o de vacaciones… Lanzmann, por el contrario, se acercó al tema primero como periodista para después irse convirtiendo poco a poco en cineasta a medida que iba realizando la película. Al principio, sus referentes procedían del cinéma vérité, pero el proyecto enseguida evolucionó más allá de este modelo para entrar de lleno en el terreno del documental reflexivo y performativo.

Lanzmann (derecha), su traductora (izquierda) y uno de los testigos polacos (centro) de Shoah (Claude Lanzmann, 1985)

Este es el motivo por el que Shoah es mucho más que una película sobre el exterminio judío: es una película sobre el propio proceso de hacer una película sobre el exterminio judío. Lanzmann nunca oculta su presencia delante o detrás de la cámara, sus preguntas, sus actitudes ante los entrevistados, incluso cuando no son las más adecuadas: ¿Hasta qué punto un cineasta puede forzar a los sujetos filmados a continuar con su relato cuando ellos ya no pueden soportar ese recuerdo? ¿Es lícito que acose con sus preguntas a antiguos nazis que no quieren ni hablar del tema? ¿No estaría Lanzmann abusando de la posición de poder que le otorga la cámara para expresar su desdén hacia muchos de los polacos entrevistados? En cada una de las secuencias de la película, el cineasta se expone ante la mirada del espectador en un ejercicio de transparencia que incluye incluso la traducción de las conversaciones en polaco, yiddish y hebreo. De esta forma no hay nunca un relato cerrado y definitivo, sino una búsqueda de ese relato llena de problemas, errores, excesos y confusiones: a veces alguna de las intérpretes no traduce todo lo que dice un entrevistado, o no lo traduce bien, otras veces es Lanzmann quien no lo entiende correctamente, o a lo mejor no lo quiere entender para insistir en sus obsesiones personales. Estos abusos de confianza, así como todas las demás transgresiones de la ortodoxia documental, cuentan una historia que tiene más que ver con la propia evolución formal del cine de no-ficción que con el exterminio judío, ya que Lanzmann, además de un excelente investigador, es también un creador de formas, un cineasta que aprendió a poner en valor los testimonios históricos a través de elecciones estéticas. Quizás por eso la larga entrevista con Benjamin Murmelstein que da origen a Le dernier des injustes se quedó fuera de Shoah, porque no había forma de incluirla en el montaje sin desequilibrar su estructura.

Chelmno en Shoah (Claude Lanzmann, 1985)

Sud (Chantal Akerman, 1999)

An Injury to One (Travis Wilkerson, 2002)

Son tantas las cosas que Lanzmann perseguía en este proyecto que por el camino tuvo que inventar la forma de conseguirlas, convirtiéndose así en un precursor de muchas de los novedades formales del documental performativo. Por ejemplo, la imagen-fetiche de los trenes circulando por las llanuras polacas se adelantó en unos cuántos años a las reconstrucción ficcionales con las que Errol Morris intentaba encontrar la verdad en The Thin Blue Line (1988); después, la propia conversión de Lanzmann en un personaje más de la película anticipó el rol del cineasta-guerrillero popularizado posteriormente por Michael Moore a partir de Roger & Me (1989); además, las entrevistas con los testigos polacos presentan ya muchas de las características de lo que después sería el ‘Método Coutinho‘ desde Cabra Marcado para Morrer (Eduardo Coutinho, 1964-1984); y por último ese fascinante plano-secuencia filmado desde la parte trasera de un camión que repite el trayecto exacto que recorrieron los primeros judíos gaseados en Chelmno reaparecería décadas después transmutado en planos muy parecidos en Sud (Chantal Akerman, 1999) o An Injury to One (Travis Wilkerson, 2002). Si seguimos así, encontraremos muchos otros ejemplos de la influencia de Shoah en la historia reciente del cine, desde Schildler’s List hasta la obra de Rithy Panh, ya sea como ajuste de cuentas con el pasado o como inspiración para el futuro. Por eso hace falta volver a Shoah una y otra vez: en parte para aprender, y en parte para no olvidar.

(1) Claude Lanzmann en Chevrie, Marc e Hervé Le Roux (1985) 2009. “El lugar y la palabra”, Cahiers du Cinéma. España 28: 67.

(2) Ibíd., 63

(3) Ibíd., 68

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