FIDMARSEILLE 2016: GLORIOSO Y DIVERSO

 

Patricio Guzmán, homenajeado en FIDMarseille.

Patricio Guzmán, homenajeado en FIDMarseille.

Los festivales son como bestias de metal a los que les encanta engullir celuloide. Más de 200 cintas no es una cantidad razonable que tragar en poco más de una semana. Sin duda, las diferentes secciones del FIDMarseille se complementan entre ellas, estableciendo nexos bien interesantes en cada una de nuestras visitas a la ciudad gala, y ofreciendo diversidad para un certamen que parece estar creciendo. La incorporación de una sala como Videodrome, con un público local, joven y activo viendo los filmes más experimentales o exigentes de toda la selección – una especie de NUMAX de vanguardia, en el corazón del Cours Julien, el barrio artístico de Marsella – no puede sino considerarse un acierto. La terraza de los Variétés sigue llena de invitados y parisinos que vienen a pasar el fin de semana al sur, para disfrutar de una dosis de buen cine. Y el FIDBack, bar del festival que sirve como punto de encuentro en las noches, cumple también función de parada entre sesiones en las sedes principales del porto. Y en un año tan caluroso como este, a ver quién le dice que no a un pastis fresquito.

Pero como decíamos, si uno intenta abarcar todo, el empacho puede ser descomunal, así que nosotros elegimos una mezcla que se probó acertada de grandes maestros y promesas en las que nuestro olfato olía talento. El resultado fue una de las ediciones más disfrutables de FIDMarseille, comenzando con un encuentro con Hong Sang-soo que coronaba el friso de las leyendas de esta edición. El surcoreano llegó a la ciudad para ofrecer una retrospectiva integral de su obra, que se fue proyectando en las diferentes sedes del festival a lo largo de éste. Se dejó ver menos de lo que nos habría gustado a algunos, visiblemente molesto por el acoso infame de varios papparazzi patrios buscando carnaza. Acudió a todos los debates organizados en torno a cada filme, y contestó amablemente a las preguntas del público. Y los que lo perseguíamos para hablar de cine con él, pudimos descubrir a una persona tan tímida y relajada como hacen intuir sus películas. Cada vez más, los filmes de Hong son como un juego de variantes en torno a unas piezas que se mueven ante nuestros ojos por la simple lógica del placer. Ante esta aparente ligereza, los filmes del surcoreano dicen mucho de la condición humana y, sobre todo, de un universo personal preocupado por la naturaleza de la creación, las relaciones amorosas, el status o las convenciones sociales como algunas de las temáticas más habituales. Pudiera parecer que los guiones son férreos, por la estructura tan planificada de rimas que parece existir en ellos, pero cuando se le pregunta, él siempre responde que llega al rodaje con cuatro ideas y las desarrolla sobre la marcha. En sus dos últimos largos, ni tratamiento existía. Los actores confían en él, el equipo técnico suele ser siempre el misma, y todo parece funcionar. Durante la filmación, va editando, y así el proceso creativo se vuelve mucho más orgánico. No estamos pues ante matemática, sino ante una poesía que goza de la belleza estructural de los versos compensados, pero que se permite romper esas rimas a su antojo ante el delicado trazo que produce un cambio en el palpitar del corazón. Hong Sang-soo es un artista que, independientemente de su contribución al cine, no tiene igual; y conocerlo ha sido todo un privilegio.

Escuchar a Patricio Guzmán, que ofreció una clase magistral en el marco del homenaje que la SCAM (Société Civile des Auteurs Multimedia) le realizaba este año, es también una gozada. No importa cuántas veces cuente cómo Chris Marker llamó a su puerta al ver su ópera prima para distribuirla en Francia, cómo se sorprendió ante el susto, y cómo acabarían siendo amigos, con él como productor en la fundamental trilogía La batalla de Chile (1975-1979). Cuenta todo tan bien, que se le puede estar escuchando durante horas. El caso es que el festival no quiso programar un filme tan conocido, y se decidió por hacer una selección de las cintas de Guzmán que habían sido proyectadas anteriormente en FIDMarseille. El resultado fue que, previamente a la clase, pudimos ver La cruz del sur (1991) y El caso Pinochet (2001). El último título no deja lugar a dudas. Estamos ante una narración de todo lo que ocurrió durante la causa contra el dictador, en un proceso que implicó a las autoridades españolas, británicas y chilenas. El realizador da cuenta de la complejidad de todo ese entramado mediante entrevistas con los abogados que llevaban el caso, políticos, periodistas y otras personalidades que lo cuentan muy bien; pero cuando la sala se queda muda es ante los testimonios de las madres de todos esos desaparecidos que el régimen se llevó por delante, esas que piden una justicia que nunca les fue concedida, o al menos parcialmente, porque Augusto Pinochet, como nuestro Francisco Franco, se murió en la cama.

La cruz del sur trata el desarrollo de las religiones de tradición cristiana en toda América Latina. A las entrevistas y registros de los ritos, se suman en este caso unas reconstrucciones ficcionales de antiguas costumbres que nos alejan de la dialéctica de La batalla de Chile o El caso Pinochet. Por momentos, casi no parece un filme de Guzmán. Sin embargo, pronto comenzamos a ver cómo el realizador, al mismo tiempo que profesa devoción y cariño por estas tradiciones, no puede sino criticar la furia conquistadora de los españoles, que borramos tantas huellas culturales de América Latina. No puede sino dar bofetadas a un liderazgo eclesiástico que no respeta la idiosincrasia de sus fieles, que acaban por adaptar el cristianismo a su modo, con mutaciones que la santa Roma consideraría paganas. Aunque el caso de Chile en lo que respecta a las relaciones entre burguesía e Iglesia fue bien distinto al de otros países de América Latina, con organismos como la Vicaría de la Solidaridad, que ayudaban a los perseguidos, y sobre la que Guzmán filmó En nombre de Dios (1986); al tratar el tema en la última parte de La cruz del sur, el realizador vira de nuevo hacia la dictadura militar. Y es que su obra está marcada por el trauma personal y colectivo que fue perder a Salvador Allende en tan funestas circunstancias. Toda la filmografía de Patricio Guzmán está atravesada por estos hechos, por Allende-Pinochet. Él es el gran relator en el cine de esa efervescencia política, y de la posterior caída a los infiernos.

'Mata Atlântica', la pieza más tourneriana de Klotz y Perceval.

‘Mata Atlântica’, la pieza más tourneriana de Klotz y Perceval.

Las últimas de los grandes

Pero no solo de ciclos vivió el FIDMarseille este año. Otros grandes nombres aparecían salpicando secciones aquí y allá. Uno al que llevan atendiendo tiempo es Lav Diaz, que tuvo una sesión especial para ver su último largo de ocho horas A Lullaby to the Sorrowful Mystery (2016). El misterio afligido es el de la desaparición del cuerpo de Andrés Bonifacio, líder de la revolución contra los españoles, asesinado por su compañero Emilio Bonifacio por supuesta traición. El cuerpo nunca llegó a encontrarse, por mucho que su mujer lo buscara en la selva donde yace. Esto es lo que cuenta el filme, entendemos que a ritmo de nana (lullaby). Poético título para una historia que Diaz ha ya referido en varias de sus películas, como Evolution of a Filipino Family (2005) o Norte. The End of History (2013), que tratan períodos históricos posteriores, pero en las que el autor introduce estas historias en algún momento, como si fuesen leyendas orales. El corto Prologue to the Great Desaparecido (2013) ya apuntaba lo que sería este último largo y, con ella, Diaz definía el estilo, basado como es habitual en grandes planos normalmente fijos – como Hong Sang-soo, no es amigo del plano-contraplano – y en un blanco y negro muy contrastado, que vuelve a la senda de Death in the Land of the Encantos (2007) o Century of Birthing (2011). Además de dotar a la obra de una intensidad dramática que deja todo a los actores y que remite al mudo, lo que se hace obvio en A Lullaby es que Diaz está profundamente influenciado por la literatura, y que en su obra puede sentirse ese poso. Para contar esta desaparición, desarrolla la historia de cinco personajes principales, que de una forma u otra van a estar ligados al suceso, junto a una serie de secundarios que puntúan el devenir de la historia. Cada secuencia desarrolla un momento concreto de la vida de esos personajes a lo largo de las pocas semanas en las que se sitúa el filme, trabajando algunas de estas como nexo de unión entre ellos. Una vez establecidos, a Diaz no le importa sumergirse en distintas secuencias sobre el día a día de estas personas, con digresiones en sus contextos, que nos ayudan a comprender mejor la época y que aportan, en efecto, una carga literaria como non se percibe en otras películas. Como en La colmena (Camilo José Cela, Emecé Editores, España, 1951), también situada en un espacio temporal muy definido, la gracia no está tanto en descubrir los nexos entre los personajes y comprenderlos – que también – sino en adentrarse en las historias de cada uno de ellos.

Otra leyenda viva presente en el festival fue el belga Boris Lehman, que presentó precisamente su filme testamento Funérailles (de l’art de mourir) (2015). Como él explicó en la presentación, se trata de una cinta de despedida que hace referencia a toda su filmografía anterior, por lo que si non se ha visto, Funérailles queda incompleta para el espectador. Todo en ella es intrasemiótica, con planos que hacen referencia, simbología mediante, a grandes obras que ha desarrollado con mimo durante años, como Babel – Lettre à mes amis restés en Belgique (1991) o Mes sept lieux (2014). Lehman, cuando lo hacía, no dejaba de filmar e iba construyendo estas obras de un modo muy orgánico, como quien compone poesía. En sus autoficciones, retratos de un alter ego de sí mismo, podía enlazar temas de carácter filosófico con críticas a la religión o de carácter político, o reflexiones sobre la creación artística. Siempre con un poso humanista y culto, lleno de vitalidad, tierno y próximo al espectador. En Funérailles se muestra igual de mordaz, pero también muy cansado, exhausto. Es la carta de despedida, un poco amarga, a ese alter ego de ficción que vio crecer durante más de 50 años de carrera.

También en la competición, dos nombres franceses muy esperados, la pareja formada por Nicolas Klotz y Elisabeth Perceval, y Bertrand Bonello. Los primeros presentaron Mata Atlântica (2016), rodada en São Paulo con una cámara Black Magic y cuatro amigos, probando que se pueden hacer ficciones con pocos recursos. El filme es más tourneriano que nunca, con cita directa a I Walked With a Zombie (Jacques Tourneur, 1943) en la secuencia de un parque en el centro de la ciudad, vestigio de lo que una vez fuera la Mata Atlântica del título, una selva que se extendía por toda la urbe. En el plano de situación que antecede a la secuencia, con una panorámica comparativa de las dos junglas, la natural y la urbana, quedan claras las intenciones políticas y medioambientales de la pareja, pero el filme tiene interés más allá de lo metafórico. Hay algo más primitivo en él que lo hace atractivo, que es la lógica de la pasión, entre la pareja protagonista – terreno ya explorado por los cineastas – pero también ante la estatua de un fauno, que ejerce un especial poder de atracción. La secuencia central del filme se convierte en un viaje abstracto al interior del bosque, no sabemos si físico, mental, espiritual u onírico. En todo caso, se trata de la evocación de un viaje a lo mítico, un espacio donde todas las historias son posibles, la mente y los deseos e instintos más primarios como alimento de la ficción cautivadora.

Algo de mítico tiene también Sarah Winchester, opéra fantôme (Bertrand Bonello, 2016), un encargo de la Ópera de París al cineasta, en el que éste decide hacer una fusión intermedia que funcione a caballo entre los dos lenguajes, el cine y la ópera. Recuperando una antigua idea que tenía para una ficción, pone en escena la trágica historia de Sarah Winchester, mujer del empresario que creó el revolucionario rifle de repetición. Marcada por la muerte de su marido e hija, esta mujer se encerró en un extraño castillo que fue construyendo durante años, con puertas que no llevaban a ninguna parte. Una suerte de cárcel laberíntica en la que comunicarse con su hija a través de consejos de médiums, que parecían ser su único consuelo. Tragedia en toda regla, Bonello la divide en tres actos cronológicos que desembocan en este triste final, y que le sirven al mismo tiempo para realizar una suerte de documental sobre el trabajo en la ópera. Si bien centra la primera parte el ensayo de una posta en escena pensada para un tema electrónico compuesto por él mismo, deja que en el segundo acto sean los músicos de la ópera, con un estilo clásico, los que tomen protagonismo, mostrando sus preparativos. En el último acto, todo se mezcla y cobra vida. De este modo, el cineasta consigue hacer cine, con una historia trágica contada en imágenes, pero también traslada el proceso creativo de una ópera en su narración.

La sesión era trampa, porque justo después venía fuera de competición lo último de Travis Wilkerson, Machine Gun or Typewriter? (2015). En ella, el autor nos presenta una suerte de radionovela en la que el narrador cuenta su tórrida relación con una militante de Occupy mediante lugares emblemáticos de Los Ángeles en los que ocurrieron hechos violentos, fuente de excitación para la pareja. La cara del locutor no se muestra, como tampoco la de ella. Nos encontramos ante un claro ensayo disfrazado de ficción, en el que se muestran imágenes de archivo y registros propios de la ciudad para componer un mapa de la violencia en la urbe, siempre ligado a reivindicaciones políticas; puntuado por la poesía del revolucionario ruso Vladímir Mayakovski. Mediante estas imágenes, Wilkerson es capaz de crear un metaensayo que funciona como quinta esencia del cine negro clásico, mientras se pregunta sobre la relevancia y pertinencia actual de la producción de imágenes e historias como herramientas de activismo político.

'Out There', de Takehiro Ito, fue la revelación del festival.

‘Out There’, de Takehiro Ito, fue la revelación del festival.

Revelaciones y promesas cumplidas

Del lado de los más jóvenes, hubo en el FIDMarseille de este año algunos descubrimientos. Se llevó la mención especial del jurado André Gil Mata por How I Fell in Love With Eva Ras (2016). La mujer del título es una anciana que vive en Sarajevo proyectando filmes de la antigua Yugoslavia en su cine, que le sirve también de casa. Filme observacional que ocurre durante una de sus jornadas de trabajo, siempre dentro del domicilio, parece dividido por una primera parte más silenciosa, y una segunda en la que comienzan a aparecer varias personas en su hogar, intercambiando diversas conversaciones. Un amigo, la hija que le deja a la nieta un rato, el hombre de la taquilla que le viene a contar sus penas… Pero más que definida por sus acciones diarias y sus encuentros, Eva Ras no puede explicarse sin las cintas que proyecta, estando recogida en los valores tradicionales de sus protagonistas, en los ideales de una nación que ya no existe. En este sentido, el uso que Gil Mata hace de estos extractos, realizando a la vez un ensayo sobre el cine popular yugoslavo, se parece mucho al de otro filme luso reciente, João Bénard da Costa – Outros amarão as coisas que eu amei (Manuel Mozos, 2014), en el que los extractos funcionaban tanto como historia personal del cine, pero también definían la personalidad del antiguo director de la Cinemateca Portuguesa.

Otro que tira por lo metacinematográfico es Takehiro Ito en Out There (2016), la revelación del festival para servidor. En ella, el cineasta intenta contar un rodaje, haciéndonos partícipes de su proceso creativo, al mismo tiempo que cuenta esa ficción, una sencilla historia de amor entre dos jóvenes. Un poco como hacía The Grand Budapest Hotel (Wes Anderson, 2014) con la mezcla de formatos para contar las distintas épocas temporales y situar así al espectador, Out There llega a usar hasta cuatro formatos, no tanto para situarnos en diversos tiempos, sino en varios espacios dentro del dispositivo del filme, que se mueve entre dos filmaciones a modo de preparación, la puesta en escena de un making of refilmado, el espacio documental en el que habitan sus dos protagonistas, y la ficción que interpretan. Como en el cine de Hong Sang-soo, es por el montaje que llegamos a armar el rompecabezas, con escenas que cambian de significado cuando las vemos en un orden distinto, hasta completar el significado total del filme y establecer la secuencia lógica, que termina por ser el reto intelectual del filme.

Más relajado parece mostrarse un cineasta que, como Lehman, no para de filmar. De Jean-Baptiste Alazard ya conocíamos su anterior obra, La buissonnière (2013), gracias al FID. En Alléluia! (2016) vuelve con un estilo similar, consistente en realizar un diario vivencial del artista Diourka Medveczky, que vive solo en una cabaña con una filosofía similar a la del Henry David Thoreau de Walden (Ticknor and Fields, Estados Unidos, 1854). El retrato se vuelve una evocación abstracta de sus ideas, el de un hombre que quiere vivir la modernidad apartado del mundo y en relación con la naturaleza, en un tiempo presente eterno en que no haya preocupaciones por el futuro. Los hallazgos visuales de la película y la desbordante personalidad de Medveczky sostienen un filme que está a medio camino entre el documental observacional y el cine de vanguardia, si es que se le quiere poner etiquetas a una obra tan arrebatada y personal.

Por último, no podemos cerrar este capítulo de promesas cumplidas sin hablar de Rust (Eloy Domínguez Serén, 2016). Lo último del gallego no tiene aparentemente nada que ver con su anterior trabajo y, sin embargo, podemos encontrar en este corto varios de los elementos que han definido su recorrido. Eloy parece en constante mutación, es uno de esos creadores que no se encuentran cómodos quietos en el mesmo lugar – en su caso, esto es tan metafórico como geográfico – pero que al mismo tiempo cuentan con una marca distintiva en sus filmes. De las primeras grabaciones con el móvil, podemos ver en su autorretrato una querencia por filmar el mundo del trabajo, las acciones, que se mantiene a lo largo de su obra. Jet Lag (2014) da cuenta de eso en su primera parte, y los trabajos que está desarrollando en el Sáhara parten de esa voluntad, incluso si Yellow Brick Road (2015) desemboca en un juego bien distinto que reflexiona sobre la propia naturaleza del dispositivo fílmico. La cámara siempre ha estado presente en la obra de Domínguez Serén, buscando cada vez una mayor estilización. Lo que es nuevo en Rust es que desaparece. Ficción total, cuenta sin embargo con el mesmo afán de capturar una acción que entra en esta categoría del trabajo y lo industrial, sobre todo teniendo en cuenta que básicamente el filme capta cómo un hombre se va introduciendo en una fábrica abandonada. Ese hombre es Chris Porcarelli, performer y artista sonoro con el que Domínguez Serén colabora en la concepción de esta obra. Su recorrido por la fábrica puede interpretarse de muchas maneras – parafraseando a Andrei Tarkovski, la Zona no simboliza nada, “la Zona es simplemente la Zona”1 – pero lo que más importa es la experiencia estética de un hombre que se adentra en el negro y gradualmente, como la cámara de Eloy, desaparece. Toda la banda sonora está hecha con ruidos de la fábrica, con material oxidado abandonado por allí. Estos, intensificados en postproducción, dan la sensación de que ésta es una bestia dormida a punto de despertar. Volvemos a lo mítico, cerramos el círculo con la metáfora sobre el cine que abría esta crónica, y nos dejamos engullir por la inmensidad del negro puro, el cine deconstruido, que ha desaparecido.

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1En TARKOVSKI, Andrei, Esculpir en el tiempo (Rialp, Madrid, 1991), p. 221

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