LA GRANDE BELLEZZA, de Paolo Sorrentino

Roma era una fiesta

Que La grande bellezza (Paolo Sorrentino, 2013), un mordaz retrato de los usos y costumbres de la jet set italiana en pleno ocaso de la era de Silvio Berlusconi, haya sido financiada por Mediaset resulta, como mínimo, curioso. Sobre todo porque Paolo Sorrentino no se corta un pelo en su arremetida contra la plana mayor del establishment romano: nobles venidos a menos (que se alquilan para saraos), burgueses arribistas, intelectuales arrimados al poder, artistas conceptuales (que carecen de concepto), clero más preocupado de lo humano que de lo divino y demás fauna de la farándula. Una galería de mamarrachos cuya existencia gira en torno a mantenerse en la cresta de la ola, no perderse el próximo guateque y despellejar a los amienemigos de turno.

La película, trufada de brillantes sketchs como el de la cola del bótox (que al parecer se ha convertido en la nueva eucaristía), podría contentarse con ser una irónica diatriba contra los amos del cotarro, del mismo modo que su protagonista, Jep Gambardella, un periodista que lleva décadas viviendo de las rentas de su exitosa primera y única novela, podría conformarse con ser el bufón de los ricos y poderosos. Pero en ambos casos, han preferido ser algo más, algo mejor.

Es mérito de Toni Servillo (actor fetiche de Sorrentino) haber sido capaz de humanizar a ese arbiter elegantiae que sobre el papel resultaba problemático. El ambiguo Gambardella podría haberse convertido en muchos personajes: un hipócrita azote de las élites a las que pertenece, un iluso que se cree apocalíptico cuando en realidad es integrado, un advenedizo con sentimiento de culpa, un rey tuerto en el país de los ciegos. Servillo acierta al concederle un sutil pathos digno, entre nihilista y resignado, e interpretarlo como el único sujeto plenamente consciente de sí mismo y su lugar en ese circo, que acepta (aunque quizás lamente) las decisiones que ha ido tomando. Especialmente poderosas son sus interacciones con el marido de la que fue el gran amor de su vida, en las que se vislumbra un otro Jep que ya nunca será.

La obsesión de Gambardella por volver a encontrar definitivamente esa ‘gran belleza’ que astisbó en su juventud pero no supo retener es el macguffin que nos guía de velada en velada, de festejo en festejo, por una sucesión de instantes de arrebatadora hermosura (o tal vez de inmensa fealdad). Unos retablos que podrían pecar de luxury porn si no fuese por el contexto decadentista y crepuscular en el que se encuadran: carreras por un museo a la luz de un candelabro, un truco de ilusionismo con una jirafa, una vida humana empapelando las paredes de un panteón, una terraza invadida por aves migratorias… Cualquier espectador que se preste (el juego es excluyente si no se comulga con sus reglas) podrá escoger sus propuestas estéticas favoritas de entre las docenas que se le ofrecen. La obra deviene un artefacto dionisíaco para el deleite de los sentidos, que para disfrutarse de verdad debería apreciarse a oscuras y en pantalla grande, a la manera tradicional.

Desgraciadamente, sus numerosos altibajos impiden calificar a La grande bellezza de obra maestra. De todas formas, uno agradece que la cinta sea tan consciente de sí misma y sepa reciclar coherentemente sus defectos en relativas virtudes. Sin duda, la mejor manera de retratar los abusos y desmanes de los diletantes protagonistas es a través de un producto asimismo excesivo y desmedido, un genial batiburrillo manierista que en unas ocasiones roza la perfección y en otras se pierde en un caos esteticista, y no mediante un filme más constante pero a cambio contenido o amordazado.

De sus muchos excesos, el más problemático sería el de metraje: sus casi dos horas y media de anécdotas y viñetas abarcan demasiado pero aprietan poco, y acaban por agotar, máxime cuando apenas hay una historia lineal que seguir. Habría que haber podado más este jardín, o en cualquier caso, haberlo podado mejor. Sorprende que algunas tramas como la del affair con la stripper se resuelvan chuscamente, quedando prácticamente interrumpidas, mientras que otras digresiones campan a sus anchas minutos de más (si se hubiera recortado el episodio de la monja santa, habríamos ganado en ritmo).

No obstante, Sorrentino compensa sus puntuales carencias como guionista con un pulso firme como realizador, con una puesta en escena nerviosamente cinética y un buen oído para casar imagen con banda sonora. Autopostulándose como sucesor postmoderno de Fellini (cuesta no sufrir puntuales déjà-vus, en particular de La dolce vita), el napolitano regresa a senderos ya transitados en Il Divo (2008), su anterior acercamiento a la sátira política. Desde entonces, Sorrentino ha radicalizado sus aciertos y vicios formales, con lo que la audiencia se polarizará aún más que con sus trabajos previos.

Como en aquel filme sobre Andreotti, aquí también destaca la obertura: su coreografía inicial a ritmo de Raffaella Carrà, un grotesco esperpento que encapsula muy bien el tono de astracanada del relato, pasará a la posteridad cinematográfica. De hecho, ese hipnótico prólogo captura definitivamente la esencia de la Italia berlusconiana: apenas unos minutos de bailoteos horteras explican mejor este período histórico que varios sesudos reportajes.

En última instancia, La grande bellezza sería la última incorporación a una colección oficiosa de cartas de amor-odio a la ciudad eterna. Pero en vez de una serie de postales turísticas (que también: hay preciosos paseos por las orillas del Tíber o magníficas vistas al Coliseo), esta cinta más bien transmite esa melancolía tan romana, entre celestial y terrenal, que uno experimenta ante sus ruinas (que hacen que te veas insignificante pero al mismo tiempo te empujan a sentirte vivo). Cronista de la urbe en esta época más cínica que épica, Sorrentino añade un nuevo título a su carrera para convertirse en un director total cuyo estilo devenga en adjetivo derivativo (“sorrentiniano”). El tiempo dirá si lo consigue o no. Mientras tanto, Roma seguirá siendo una fiesta.

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