PELO MALO, de Mariana Rondón

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Últimamente, las circunstancias geopolíticas y las tendencias mediáticas dictan que toca hablar de Venezuela, y no de por ejemplo Colombia. La pena es que se habla mucho pero se dice poco; el debate se queda en meros chascarrillos y titulares sobre si la población no tiene papel higiénico o si a Maduro se le aparece un parajito, pero sin llegar a analizar el chavismo y su herencia en profundidad. Y también fastidia que la mayoría de las opiniones que consumamos sean en realidad visiones desde aquí hacia allí (con todo lo que ello implica), y no testimonios de primera mano de los propios venezolanos.

Más de medio año después de su paso por Donostia, Pelo malo (Mariana Rondón, 2013) llega por fin a la cartelera para convertirse en un archipiélago de detalles en medio de ese océano de información superficial, un mosaico de aspectos cotidianos de la realidad en tierras bolivarianas que no reflejarán ni sus medios oficialistas ni los los editoriales plagados de lugares comunes de nuestros periódicos. Como lo impracticable del tráfico en Caracas a cualquier hora. O la miseria de los almuerzos de subsistencia. O el gran papel de la religión y la propaganda televisiva como opiáceos nacionales. O lo asimilado que está el oír disparos en las barriadas suburbiales, donde las viviendas son más nichos o jaulas que hogares. O cómo los soldados (para ellos) y las misses (para ellas) se han convertido en los modelos aspiracionales sancionados por el régimen.

Mamá no te quiere

Todo esto visto con ternura a través los ojos de Junior (un muy bien dirigido Samuel Lange), un prototipo de lo que los sociólogos Paco Vidarte y Ricardo Llamas habían bautizado como “el niño mariquita”, ese estadio pre-sexual en el que el menor empieza a desviarse de los roles de género establecidos y denota con su comportamiento evidentes carencias de la masculinidad normativa. Él no entiende por qué no encaja, por qué no le quieren, mientras sueña con alisarse su encrespada melena para parecerse a sus idolatrados cantantes de música ligera. La rebelión capilar, detonante de un conflicto familiar que irá in crescendo hasta un doloroso clímax, funciona como metáfora de ese pecado nefando latente y como poco sutil alegoría política.

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Aunque da mucha penita, Junior puede resultar un personaje más o menos estereotipado, pues ya hubo (y seguirá habiendo) numerosas variaciones del rol de infante invertido (el último y más relevante, la marimacho de Tomboy [Céline Sciamma, 2011]). Quien en cambio se sale del molde y llama la atención es la madre, interpretada con valentía por Samantha Castillo. Rondón manda a freír espárragos el acervo cultural y nos priva de un catártico happy ending, pues aquí la progenitora viuda es de principio a fin del metraje una perfecta cabrona sin apenas cualidades redentoras que le hará la vida imposible a su vástago por el hecho de no salirle como ella esperaba. Con esta Medea caraqueña, la realizadora expone el problema de la violencia sistemática y arraigada en su país: en vez de rebelarse contra las élites sofocantes (aquí representadas en ese patrón baboso que te devolverá tu trabajo si te acuestas con él), las clases oprimidas son instrumentalizadas a desquitarse avasallando a su vez a otras minorías más desfavorecidas. Una tesis elemental sobre el círculo vicioso del odio que sin embargo no nos explicarán en ningún telediario.

Estrategias de combate

Pelo malo se aleja de otras escuelas de cine social naturalista como la británica, y aunque cuenta una historia doméstica tan dura como las de Ken Loach o Mike Leigh, su cámara voyeur se muestra bastante más retraída, menos melodramática. Cada vez que la situación empieza a ponerse verdaderamente agobiante, cambiamos de escena antes de que llegue a estallar la tensión, lo que uno atribuiría más al pudor que a la cobardía. Es de agradecer que Rondón decida no explotar toda la pornografía sentimental que podría rezumar este relato, pero al mismo tiempo esa contención (¿vacilación?) juega en contra del impacto total del alegato, que acaba ganando por puntos la partida sin llegar a noquearnos ni dejarnos unas merecidas cicatrices en nuestra memoria fílmica.

La polémica rodeó la victoria de esta cinta en la pasada edición del Festival de San Sebastián. Seguramente habría propuestas algo más redondas e impecables, mejor rematadas, pero entiendo que el jurado de Todd Haynes decidiese apoyar este filme audaz y honesto, necesario, al que en verdad le hacía falta un aval para garantizar su difusión, en vez de a otros nombres ya consolidados. Me alegro de que Pelo malo llegue a verse, especialmente cuando al poco de entregarse la Concha de Oro, el Sistema Bolivariano de Comunicación e Información criticó oficialmente a Mariana Rondón por “cuestionar al gobierno que financia sus películas”. Si por estas latitudes hacer cine incómodo es laborioso, en los países emergentes latinoamericanos debe resultar un esfuerzo titánico. Pero gracias a esos empeños, podemos vislumbrar matices de gris en situaciones que antes se nos presentaban en blanco y negro. 

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