PLAY-DOC 2015: EL AÑO DEL CELULOIDE DOMÉSTICO

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Hace unos meses hice un curso práctico de Super 8, más por la nostalgia que por su utilidad práctica, a pesar de que considero que el formato aún da mucho juego. En mi casa nunca tuvimos cámara, y siempre miré con envidia las películas caseras de los demás, fascinada por las imágenes, el sonido del proyector y la experiencia misma del visionado del film. De hecho, los que me rodean no entendían muy bien a que venía esto de hacer un taller de Super 8 ahora, que el HD está el alcance de tod@s, y ya hablamos de 4K, 8K y 12K… Con todo, lo que más atrae de los formatos domésticos es que generan escenas de la vida cotidiana, enormemente familiares, que en su mayoría hacen alusión a los buenos momentos. En un mundo acostumbrado a la perfección del plano, no se sabe muy bien lo que busca el ojo del Super 8, con esa ingenuidad con la que cogemos la cámara por primera vez y grabamos todo lo que pasa alrededor nuestra. Esa frescura y naturalidad casa perfectamente con el discurso más elaborado de algunos autores, que en la última edición del Play-Doc mostraron que estos formatos no sólo no mueren, sino que se siguen empleando.

Por ejemplo, me llevé una grata sorpresa cuando leí en el programa del festival que la primera película que iba a ver era Anima Urbis (Xisela Franco, 2014). Yo coincidí precisamente con la cineasta en el mencionado curso, y me sorprendió que su película, a pesar de estar grabada en digital, incluyese también fragmentos en Super 8 – la autora incluso muestra cómo revela ese material en el propio metraje. Hay que destacar que la película parte de su estadía en Canadá, de una emigración voluntaria en la que la morriña, la soledad, y la exploración tanto del exterior como del interior de la protagonista son evidentes. Anima Urbis es así un autorretrato en el se infiltra una reflexión sobre el propio proceso fílmico, y en donde las pocas imágenes que hay de Galicia están filmadas simbólicamente en Super 8.

El título ganador de esta edición del festival, Motu Maeva (Maureen Fazendeiro, 2014), parte también de material en Super 8 filmado, en este caso, por el marido de la protagonista. Esas imágenes proponen un recorrido por tiempos mejores, en los que la pareja, debido al oficio del marido (militar), viajaba alrededor del mundo. El destino de este recorrido es, por lo tanto, esos días felices que, al fin y al cabo, son los que se suelen guardar en estas cintas caseras: momentos de ocio y distensión. No obstante, la cineasta confunde al espectador filmando ella misma, en presente, el jardín de Sonjia, el paraíso que la protagonista recrea en su hogar actual. Este metraje, más pausado y lleno de planos largos del exterior, transmite la sensación de estar ante un tiempo estancado: el tiempo detenido, una vez que el final, ahora, en el jardín, ya está cerca. Además, para que quede claro el formato empleado, las imágenes incluyen las perforaciones del celuloide, una elección curiosa que funciona como una especie de declaración de intenciones para validar y reafirmar el empleo del Super 8.

Motu Maeva (Maureen Fazendeiro, 2014)

Motu Maeva (Maureen Fazendeiro, 2014)

Dos de las películas que resultaron más interesantes en el festival vienen de la mano de la sección ‘Resonancias’, en la que se proponía que los propios críticos programasen una o varias películas. La primero de ellas es Quand je serai dictateur (Yaël André, 2013), propuesta por Mari Carmen Fúnez Galán. En este trabajo, la cineasta se redime de una experiencia traumática –la muerte de un amigo– con el remontaje de material encontrado en Super 8, proponiendo una serie de vidas paralelas en las que las cosas ocurren de otro modo. Resulta realmente asombroso la manera en la que la autora hila su narración con trozos de películas caseras, con las historias de otras personas. Esa es la grandeza de esta pieza, capaz de coger historias ajenas y hacerlas propias, llevando al espectador a un mundo formado por imágenes dispares. El hecho de que todo esto resulte familiar y creíble depende, en buena parte, de la elección del Super 8 como formato, ya que resulta muy familiar, muy reconocible emocionalmente.

La otra películas que quería destacar de ‘Resonancias’ es 1960 (Rodrigo Areias, 2012), propuesta por la crítica Andrea Franco. Este trabajo es un viaje guiado por el diario del arquitecto portugués Fernando Távora, al que Rodrigo Areias le pone imágenes filmadas con la cámara de Super 8 de su padre, un buen contrapunto a lo que se había podido ver hasta ese momento en el festival. El cineasta emplea los recursos cinematográficos del tiempo en el que Távora realizó su viaje, reconstruido en la película a partir de la narración del arquitecto, de la visión del cineasta y con la ayuda del propio paso del tiempo, que a veces provoca huecos en la propia narración. Hay que destacar la parte dedicada a Taliesin, la casa de Frank Lloyd Wright, en la que se recrean tanto el arquitecto como el cineasta. En este sentido, Areias capta a la perfección a fascinación que sintió Távora ante la obra del arquitecto estadounidense.

1960 (Rodrigo Areias, 2012)

1960 (Rodrigo Areias, 2012)

Liahonna (Talena Sanders, 2013) y O Descubrimento de Américo (Miguel Mariño, 2015) son otras dos películas realizados en celuloide, en este caso en 16 mm, un formato empleado de manera profesional –como en la BBC durante años– pero que fue concebido originalmente para los cineastas amateurs. Liahonna es una especie de collage a base de metraje encontrado de viejos anuncios televisivos, cánticos e imágenes de la propia autora que, en principio, da una visión particular de la historia y de la comunidad de los mormones. No obstante, hacia la mitad del metraje, unas frases y unas imágenes reproducidas del revés le dan un giro a la historia, que a partir de entonces muestra y cuestiona la condición mormona de la cineasta. Los diferentes formatos casan muy bien: en concreto, el 16mm sirve para componer un autorretrato familiar en el que Talena Sanders expone su proceso de ‘desmormonificación’. Por lo tanto, igual que en otras películas, el celuloide también se emplea aquí para contar una historia personal.

O Descubrimento de Américo, por su parte, estructura una historia a partir de tres bobinas de 16mm en las que un tal Américo (es el nombre que aparece en las latas) filma los viajes que hace con sus amigos, en las que aparece una escena desconcertante: el despiece de una ballena. Miguel Mariño, el autor de esta pieza, explica en el comentario que cuando descubrió estas imágenes quedó completamente prendado de ellas, hasta el punto de comenzar a darles vueltas y vueltas en busca de una explicación. Este proceso, al principio, es infructuoso, porque ni siquiera sabe quién es ese Américo. La película avanza a partir de la relación que se establece entre las imágenes y el cineasta, que comienza a hacer preguntas y suposiciones a partir de lo que ve. En un momento determinado, Mariño incluso mezcla el metraje de Américo con imágenes que él mismo filmó en celuloide durante unas vacaciones con sus amigos, en un intento de poner en común la experiencia de Américo y la suya propia: en los dos casos, los dos cineastas amateurs filmaron esas imágenes para después poder compartirlas con sus protagonistas durante un visionado colectivo. Para eso es para lo que se hacen las películas domésticos, para ser proyectados, aunque luego algunas de esas imágenes, como las de Américo, puedan tener otra vida. ¡Quien le iba a decir a Américo que sus películas se iban a proyectar indirectamente en el Play-Doc del año 2015! La proyección, eso sí, fue digital, ya que a pesar de que el festival apostó por la heterogeneidad de formatos no disponía de los medios necesarios para poder realizar proyecciones en celuloide.

O Descubrimento de Américo (Miguel Mariño, 2015)

O Descubrimento de Américo (Miguel Mariño, 2015)

En este punto, hace falta recordar la intervención de Jaime Pena en el Seminario ‘Crítica y Programación’ –recogida aquí, en esta misma revista– en lo referente a la importancia de conocer los medios y el equipo del que dispone una sala antes de programar en ella. Por ejemplo, en este último Play-Doc, en una misma tarde, tuvimos películas en digital, en 16 mm y en Super 8, todo en el mismo espacio. ¡Vaya caos se podría haber organizado si cada proyección fuese en su formato original! Ahora lo normal es digitalizar todo, pero esto hace que nos cuestionemos la importancia del soporte, la experiencia que nos ofrece y la finalidad que tenía en el momento del rodaje. Las imágenes de Américo o de Sonjia, realizadas para un pase familiar, saltan ahora a la gran pantalla muchos años después de ser filmadas, por lo que a pesar de recuperar imágenes y formatos cambia su método de reproducción y la experiencia de visionado. Incluso Bolex, la compañía suiza puntera en la fabricación de cámaras de 8mm y 16mm entre los años cuarenta a los setenta, lanza ahora la D16, una cámara de cine digital que produce imágenes con un tamaño de cuadro equivalente a Super 16mm en resolución 2K.

Todo esto me lleva a otra cuestión: ¿qué pasará dentro de unos años con toda esa chatarra digital –como alguien la llamó durante el seminario– que estamos creando actualmente? Resistirá tanto como resistieron todas las películas de metraje encontrado vistas en el festival? ¿Quién va a recuperar los discos duros, DVDs y demás formatos digitales dentro de unos años? Con la cantidad ingente de imágenes y vídeos que estamos produciendo, tengo curiosidad por saber como será el found footage dentro de cien años… Por eso, hace falta destacar la importancia del cineasta como compilador: “Ser cineasta«, decía Agnès Varda, «es ser espigador o espigadora por excelencia, aquel o aquella que recoge los trocitos de lo real, las briznas de realidad y que, después, tras el bricolaje operado por la cámara y el montaje, debe devolverlos, listos para ser empleados de nuevo, con un nuevo sentido. Cada imagen se presenta entonces como un talismán inestimable que hay que preservar”. (1)

Es increíble cómo mucha gente no le tiene apego a estas pertenencias: tantas fotos y películas caseras que se encuentran en mercadillos, sótanos y cubos de basura… Si no fuese por personas como Yaël André, que fue reuniendo metraje en Super 8 durante diez años para su película, o como la Agrupación Cinematográfica Galega, que actualmente está digitalizando y haciendo un archivo de cine doméstico, muchas historias se quedarían criando moho en los trasteros en vez de salir a la luz y tener una nueva vida. Quizás este boom de lo analógico que estamos viviendo tanto en la fotografía como en el vídeo va a enriquecer nuestra cultura visual y permitirá la recuperación y puesta en valor de estos materiales en contraposición con la sobresaturación digital que vivimos. Lo que claro está es que estos formatos y materiales están muy lejos de caer en el olvido.

(1) André Roy (2005): “Agnès Varda. El arte de espigar y el bricolage de la realidad”, 24imágenes 123.

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