SAFARI, de Ulrich Seidl

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Desde los inicios de su carrera como documentalista a comienzos de los 80, Ulrich Seidl ha insistido en señalar hacia el sustrato grotesco e inhumano oculto tras la apariencia de bienestar de una sociedad, la austriaca –europea por extensión–, empeñada en esconder sus patologías al mundo exterior. Im Keller (2014), su anterior trabajo, sirvió como perfecta síntesis de todas sus inquietudes. Con su entrada en los demenciales sótanos de casas lustrosas, una básica metáfora desvelaba el perturbador subconsciente de toda una sociedad. Pero el mayor logro de esta última etapa ha sido patentar una línea estilística plenamente acorde con su discurso: a un rígido sentido del encuadre, frontal y simétrico, se opone la deformidad humana latente en sus criaturas, mostrada sin ambages.

Después de completar una suerte de etapa con el documental citado, Safari (2016) traslada las preocupaciones de Seidl a otro continente, África, al que ya se acercó brevemente en Paradis: Liebe (2012). El expolio de sus tierras por parte del mismo europeo de clase alta retratado en sus obras previas, orgulloso de saquear un territorio ajeno mostrando que de aquel colonialismo pasado quedan algo más que residuos, da pie a una nueva reflexión social, no menos obvia que la ya mencionada. En un enclave cerrado, aparentemente aislado del resto de la civilización, varias parejas combaten su tedio existencial –sugerido a través del vacío imperante en los diálogos y la repetitiva rutina– mediante la caza organizada de animales salvajes. Individuos de diversas edades muestran un idéntico cinismo al perseguir, capturar y finalmente fotografiarse con los codiciados trofeos, siempre acompañados por un nativo significativamente sin voz. La tarea de Seidl, pronto queda claro, es identificar tal absurdo impulso dominante con la necesidad de estos cazadores de ratificar una visión despreocupada y monstruosa del mundo.

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En contraposición al estatismo de las declaraciones en interiores, Seidl añade el movimiento de la cámara en las secuencias de cacería, llamadas a poseer cierta tensión una vez comprobado que su desenlace, impregnado de quietud y frustración, es siempre idéntico. Pero su pretendida gran baza se esconde en el tercio final, al destapar lo que sucede con esos mastodontes ahora sin vida: la aparición de los explotados habitantes locales, de nuevo sin palabra, apurando para su nimio beneficio los cadáveres de estos restos del horror –en secuencias descritas con enorme suciedad visual, opuesta a la silenciosa limpieza de unas cacerías que culminan con un disparo sobrio–, deja tan mascada la despiadada conclusión piramidal de Seidl como emborronado su acercamiento.

“La naturaleza ha desaparecido, el principal problema de la humanidad es la sobrepoblación”, se justifica uno de los entrevistados en el cierre de Safari, un broche en el que el director austriaco parece de nuevo interpelarnos a todos como perpetuadores de la grotesca realidad que nos rodea. Su principal problema, al dar tanto pábulo a esta indiferencia colectiva, es que en muchos momentos se puede identificar su mirada con el mismo cinismo de sus personajes, hacia los que parece mostrar más anhelo de señalar su perversidad que de intentar penetrar en ella. El cine de Ulrich Seidl nunca se distinguió por una ética férrea, pero ahora además nos hace cuestionar si su fórmula podrá sobrevivir en muchas más entregas.

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