TONI ERDMANN, de Maren Ade

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En la primera secuencia de Alle anderen (Maren Ade, 2009), la treintañera Gitti intentaba cortar sus tiranteces con una niña de manera poco usual: después de instarla a exteriorizar su supuesto odio, y tras recibir un disparo ficticio, se dejaba caer en la piscina para culminar una sobreactuada catarsis. Aquel extraño arranque, preludio de una obra irregular que diseccionaba los roles de una pareja en crisis y forjaba un estilo propio en medio de la invocación rosselliniana, custodiaba la esencia de la película que ahora ha significado no sólo la confirmación de la cineastas Maren Ade, autora de tres largometrajes en trece años, sino también una de las sensaciones de la temporada. A diferencia de sus dos predecesoras, Toni Erdmann (2016) sitúa los hallazgos de su breve filmografía al servicio de un dispositivo narrativo mayúsculo, en el que las casi tres horas de duración son el fruto de un delicadísimo trabajo de progresiva imbricación de los personajes en unos subtextos que distorsionan sus relaciones íntimas.

La peripecia de Ines (Sandra Hüller), fría ejecutiva al servicio de una consultora alemana instalada en Bucarest, arranca con una introducción similar a la descrita y no menos desconcertante. Al recibir a un mensajero, Winfried (Peter Simonischek) aparece disfrazado por sorpresa con una dentadura grotesca que le asimila a un supuesto hermano, Toni. Ines y Winfried son padre e hija, alejados en el escenario de una Europa reducida a gigantesca argucia empresarial, y su inesperado encuentro posterior en la capital rumana traerá a colación ese leitmotiv que, hasta ahora de manera más subrepticia, había atravesado toda la obra de Maren Ade: la adopción del disfraz como recurso de supervivencia, del delirio interpretativo como única vía para quebrar esos corsés emocionales fomentados por un sistema avasallador. ¿Es posible rellenar una carencia afectiva a través de la estratagema?

Tras definir los modos opuestos de entender la vida de ambos personajes en un choque sorpresivo, que queda lejos de aproximar a una mujer absorta en su trabajo con un hombre tendente al hedonismo y la sobreprotección, Ade reserva la principal baza de su guión para una vez traspasada la hora de metraje. Con padre e hija introducidos, Ines recibe de improvisto la visita de Toni Erdmann, ese alter ego irritante y provocador de Winfried, cuya aparente extravagancia no esconde otro propósito que revertir la situación límite de distanciamiento que ambos habían alcanzado, y que se convertirá en partícipe de la desquiciada rutina laboral de su hija. Tal mascarada intenta aminorar las incapacidades de las que ambos se saben víctimas, y con ella se apela a esos códigos creados para asegurar la pervivencia de nuestros vínculos más íntimos, del todo ilegibles desde el exterior.

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Esta visión agridulce de las relaciones humanas, llamadas a generar desasosiego, se completa con el dibujo de un panorama empresarial voraz, en el que las conexiones interpersonales se presentan como mero instrumento de supervivencia. El prólogo y epílogo alemanes invitan a entender Toni Erdmann como una suerte de producción ‘deslocalizada’ en una Rumanía ocupada por feroces corporaciones extranjeras, escenario ajeno cuyo fondo es tangencial a muchas de las miserias personales hacia las que apunta la película. Al aceptar las reglas de ese juego global, masculino e hipócrita, Ines asume resguardarse de su yo emocional, al que finalmente da rienda suelta en dos secuencias particularmente inspiradas, ambas definidas por su carácter de reunión colectiva: de nuevo, la otredad se muestra como espejo en el que descifrar miedos y sensaciones.

Llama la atención que, en pocos meses desde su primera proyección en Cannes, Toni Erdmann empiece a consolidarse en el imaginario como la comedia casi crowd-pleaser que sólo es parcialmente, cuando el retrato que propone no está exento de amargura. Además de al abrupto choque de usos, más clásico de lo que indican sus inusuales hechuras, la consideración reside en el asombroso dominio de los tiempos del que hace gala Ade en esa reconquista del afecto filial, sin miedo a alargar secuencias hasta la extenuación con un aparente descuido formal. Con la asunción postrera del gesto paterno por parte de Ines, lo que se revela no es el final de un conflicto de raíz profunda, sino más bien su aceptación de que las fisuras que la hacen humana no están exentas de un lado ridículo y juguetón. Tras la desaparición de un personaje clave en el devenir existencial de ambos, del que significativamente nos habíamos olvidado en la vorágine de sucesos, la vida –y por tanto la diferencia– continúa su curso, sin giros radicales. Pero, ¿hasta qué punto será posible conservar el aliento si se toma demasiado en serio?

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