Wes Anderson: la depuración de un estilo

Moonrise Kingdom (2012), de Wes Anderson

Moonrise Kingdom (2012)

Desde niño, Wes Anderson (Houston, 1969) siempre estuvo interesado en el mundo del celuloide, e incluso actuó en pequeñas obras de teatro en la escuela. Estudió filosofía en la Universidad de Texas, donde coincidió con el actor Owen Wilson, con el cual formaría una suerte de comunión artística que empujará sus primeras obras para posteriormente acompañarlo en la mayor parte de su filmografía. Junto a él, consiguió la primera de sus tres nominaciones a los Premios Óscar en la categoría de mejor guion original, por el manuscrito de The Royal Tenenbaums (2000) —los otros dos fueron por Moonrise Kingdom (2012) y The Grand Budapest Hotel (2014), obras que recogen los grandes temas y preocupaciones principales de su carrera, donde la estética y la técnica ya están más que trabajadas, destacando como ejemplos excelentes para acercarse al universo singular de este autor—.

Despejando así cualquier duda sobre su originalidad y frescura, se puede decir que Anderson es, de primeras (y de segundas, y de terceras…), un director con un sello muy personal, capaz de desplegarlo sin miedo en cada uno de sus filmes. Su marcada personalidad es algo de sobra conocido y que no pasa desapercibido para ningún espectador, cosa que ya es un triunfo y una celebración de la huella capital que tiene el cine y su capacidad para trascender cuando se juntan armoniosamente los ingredientes adecuados.

Anderson fue depurando su particular estilo a medida que creció como cineasta, hasta convertirse en esa especie de copia de sí mismo que es hoy en día. No quiero decir que esto sea algo negativo, al contrario, me parece un autor brillante, capaz de mantener esa marca tan reconocible, pero que se repite mucho a lo largo del tiempo y juega con unos elementos que acaban por volverse repetitivos. Todo tiene una estética poderosa y una caligrafía visual genuina, pero también existe una atmósfera a la que le falta verdadero calor, condicionada, quizás, por ese torrente de amor (su cine está lleno de amor) y por ese control excesivo sobre todos los elementos que salen en el plano.

Con todo, no se puede pasar por alto la capacidad inventiva y la originalidad que desprenden casi todos sus filmes, sobre todo los primeros, donde fue capaz de sorprender —ya que el uso continuado de los mismos esquemas narrativos y visuales aún no había marcado al espectador más aguerrido—. Si algo podemos achacar a sus piezas es que adolecen de cierta densidad romántica, que empuja su cine hasta el interior de una habitación donde el aire empieza a estar un poco viciado. Obteniendo así un resultado que muchas veces es pomposo y gélido; algo que, por ejemplo, produce una intensa y revulsiva dicotomía con el uso que hace de los colores: pastel, vivos y llamativos.

The French Dispatch (2021), de Wes Anderson

The French Dispatch (2021), de Wes Anderson

Es sencillo, a la par que gratificante, acercarse a su filmografía, porque estamos ante un director de recursos, ingenioso, que fue quien de hacer contagiosa su manera de entender el cine y hacerlo crecer para estar a la altura de los grandes contemporáneos. Sus películas son milimétricas, calculadas, y con unos movimientos de cámara y composiciones simétricas que dan como resultado una obra tan propia como, a veces, fría y vacía de verdadera vida. Todo parece tan ordenado y tan bien ejecutado que resulta difícil desprenderse de esa sensación de que hay alguien detrás moviendo todo. Esto crea una especie de barrera entre lo que está contando y cómo se cuenta. Así, ocurre que, en no pocas ocasiones, nos sentimos expulsados de sus películas debido a esa sensación de irrealidad y ‘acartonamiento’ que proyectan, porque en el fondo queremos estar ahí dentro, viviendo y jugando con esos personajes con traumas y pesares con los que es fácil empatizar.

Por esto último, considero que es un autor que merece la pena visitar y revisar, y que puede dar mucho que hablar, dado que es muy sencillo tanto amarlo como odiarlo. Aunque la crítica suele estar de su lado, algunos ya empiezan a advertir ciertos síntomas de fatiga visual (algo a lo que no ayuda el uso continuado de los mismos actores y actrices, como Adrien Brody, Owen Wilson, Tilda Swinton o Bill Murray, por citar algunos, así como un estilo musical que navega por mares con idénticas olas y atraca en puertos con estructuras similares). Bebe tanto de su propia obra que su condicionante más grande es quizás querer seguir pareciéndose demasiado a lo que lleva haciendo estos años; creando mundos coloridos, densos y visualmente desbordantes, pero que siempre están llamando a las mismas puertas. Estoy seguro de que Wes Anderson es un verdadero visionario, que por mucho que se haya atascado en esa autorreferencialidad explícita, sigue siendo un maestro en lo suyo y pasará a la historia como un autor único e inclasificable.

La estética

Uno de los aspectos fundamentales de su cine lo encontramos desde los propios títulos de crédito. Este diseño, aparentemente sencillo, pero lleno de explosiones de color, es una marca distintiva del autor, que le hace ganar identidad y presencia antes siquiera de que comience la historia. Esto ya es un manifiesto, una firme declaración de intenciones. Encontramos aquí la simetría, que abordaremos más adelante como otra de sus marcas principales, algo que llega a incomodar hasta cierto punto y que sirve para transmitir la tensión narrativa que experimentan casi todos sus personajes. En sus películas, siempre se destila al máximo la composición, buscando la pureza formal en muchos de sus acabados.

El plano cenital es otro recurso técnico que Anderson adoptó hasta romper sus propios límites. La fuerza y la intención de este plano, y el gran provecho que saca de él el cineasta, reside en que, al tratarse de un plano subjetivo, es perfecto para meternos durante un rato dentro de la mente de los personajes, antes de que estos tomen una decisión importante. Además, cada uno de estos planos es muy detallado, ofreciendo una gran cantidad de información sobre cada sujeto, al mostrar objetos personales y todo tipo de elementos que serán de utilidad para nuestros protagonistas a medida que avance la trama.

Viaje a Darjeeling (2007), de Wes Anderson

The Darjeeling Limited (2007)

Otra de las monedas con las que suele jugar Anderson es el constante uso del slow motion, que se presenta habitualmente en las secuencias iniciales o finales de sus películas. Lejos de que su utilización quede limitada a ser algo técnicamente prodigioso y visualmente espectacular, el cineasta se vale también de esta técnica para vincularnos con sus personajes, que se encuentran inmersos en la trama y en sus propios pensamientos, por lo que podemos nuevamente situarnos a su lado y acompañarlos en su aventura.

Así, la depuración formal de su técnica no ha hecho más que crecer en cada uno de sus títulos. Wes Anderson es un autor tan pegado a sí mismo, tan extraordinario en sus formas y en sus representaciones, que nos deja algo desarmados a la hora de creer en sus historias, en las que siempre acaba primando antes la forma que el contenido, o por lo menos, ese es el peso que dejan. Ahora bien, tampoco opino que la credibilidad sea una de las grandes preocupaciones que tiene el cineasta cuando se propone abordar una historia. Está claro que es un autor que busca otras cosas, y en su cine la clave no son los sentimientos. Con esto, no quiero decir que sus filmes no sean emocionales, o que los personajes no transmitan nada; al contrario, están muy trabajados, pero parecen conectados a cierto engranaje teatral propio de un escenario de marionetas y responden más a las normas de mundos fantásticos que a las reglas del mundo real.

Las películas de Wes Anderson tienen a incondicionales detrás, pero también entiendo que causen cierta contrariedad y reacciones adversas. No es un cine de masas, ni está hecho para contentar al espectador y ponerle las cosas fáciles… Ni lo busca ni mucho menos tiene que ser así.

Las composiciones que proliferan en su cine no solo están medidas al milímetro, sino que todo funciona como un gran paraguas que implica a cada uno de los departamentos, comenzando por el de arte y el de vestuario, hasta llegar a la propia fotografía, que no ha dejado de crecer dentro de su cine para desembocar en esa obsesiva y detallada puesta en escena, donde ningún elemento pierde protagonismo y todo responde al mismo mandato casi tiránico de transmitir orden y pureza en cada plano.

Todo esto da como resultado ese estilo tan singular que se desarrolla teniendo en cuenta unos mismos principios de estabilidad frontal junto a un movimiento interno dentro del plano que relaciona los elementos que están en pantalla. De esta manera, la cámara observa y acompaña a los personajes, que llevan a cabo sus acciones dentro de un espacio muy controlado, delimitado por unos escenarios muy concretos, perfilados y llenos de colores llamativos y limpios de sombras en un desborde de estilo y creatividad. Por eso, la teatralidad es otro componente que tiene mucho impacto en su cine. Es cierto que Anderson siempre se ha caracterizado por representar problemas reales, palpables, próximos y humanos, pero sus historias suelen estar protagonizadas por personajes extravagantes y muy exagerados, que chocan con las problemáticas reales a las que están expuestos.

Por otra parte, uno de los elementos más reconocidos en su cine es todo lo que tiene que ver con los colores. En concreto, con la paleta de colores y la gama cromática que se estandariza en la mayor parte de su cine. Los colores de los que echa mano con más frecuencia son los tonos que orbitan alrededor del sepia. Estos colores dotan a sus películas de una atmósfera llena de nostalgia y melancolía, creando un escenario muy bien definido para todos esos personajes que parecen estar destinados a mirar al pasado con mucha saudade. En su última propuesta, The French Dispatch (2021), el cineasta juega con distintos formatos y cambios bruscos de color (incluso durante una misma secuencia), logrando algo que tiene más valor y fuerza desde el punto de vista experimental que narrativo, creando así más extrañeza que una sensación real de ruptura.

Con todo, simetría y frontalidad son las dos principales constantes en el engranaje visual de los filmes de Anderson. El director americano parece tener una obsesión particular con el centro. Sus composiciones tienen en común que giran en torno a un punto concéntrico a partir del cual compone cada uno de sus planos con una precisión casi inaudita. La pureza con la que trata sus imágenes las convierte en un auténtico alarde técnico que, como ya mencionamos antes, es una labor de composición encomiable y perfectamente identificable, pero que le resta vida y congela algo el resultado final.

The Grand Budapest Hotel (2014), de Wes Anderson

The Grand Budapest Hotel (2014)

Esta técnica la llevó hasta el máximo exponente en una de sus últimas películas de imagen real, The Grand Budapest Hotel (2014), una comedia de aventuras sobre el robo de una pintura de gran valor que tiene enfrentadas a dos familias muy poderosas, pero ya se intuía desde sus primeros filmes. De hecho, en obras como Bottle Rocket (1996), una mezcla entre comedia y drama en la que los hermanos Wilson se dedican a robar para atraer la atención de un mafioso, y Rushmore  (1998), que tiene como trama principal el enfrentamiento entre un estudiante y un hombre maduro por conquistar el amor de una profesora, da la sensación de que estamos hablando de un Wes Anderson contenido en cierta manera. El estilo y los temas ya estaban ahí, pero igual por cuestiones de timidez, de presupuesto o de madurez, aún no se había atrevido a dar ese salto que ya es palpable en The Royal Tenenbaums (2000), película en la que Anderson ya impuso definitivamente su estilo, para convertirse en ese autor que conocemos hoy.

Universo y personajes

El surrealismo y la comedia, muchas veces absurda, son los temas por excelencia que incendian todos sus filmes, pero quedarse en estos dos sería tan solo rascar la superficie de las posibilidades que nos ofrece Anderson, quien suele escribir historias sobre adultos reflexionando sobre sus errores y carencias del pasado. Estamos ante personajes con infancias turbias y cuestionables, o que lo han pasado realmente mal. Pretenden remediar esta situación mediante curiosas reuniones familiares donde exponer sus dolorosas vivencias. Esto es una constante en su filmografía: personajes rotos y atrapados en el pasado, que usan su presente para lamentarse de donde están y cómo han llegado ahí. 

Por tanto, hablar de hogar dentro del universo de Anderson nos lleva irremediablemente a hablar también de estas familias disfuncionales en las que, a su manera, no falta el amor. Los personajes creados bajo la pluma de este cineasta son muy emocionales, explosivos, dulces, patéticos e imperfectos, pero además de guardar muchas similitudes entre unos y otros, la clave está en la forma en la que ejecutan las acciones y cómo son sus reacciones: torpes e imprecisas. Intentan más que consiguen, y tropiezan más que ganan. Son como niños atrapados en un cuerpo de adulto. En cambio, los niños parecen ser más inteligentes, controlar las situaciones y salir de ellas mejor parados.

Como puede advertirse, el creador texano es un cineasta que ha sido capaz de autoconstruirse, cogiendo referencias de muchas plazas, pero adaptándolo todo para lograr algo suyo, y así crear un mundo particular, inédito y con una iconografía audiovisual como muy pocas se recuerdan. Un mundo tan desbordante e imaginativo como lento y farragoso, en el que particularmente pienso que funcionan mejor los dos filmes de animación que realizó bajo la hermosa técnica de stop motion: Fantastic Mr. Fox (2009) e Isle of Dogs (2018). Tal vez tiene que ver con que todos esos movimientos quirúrgicos de cámara y encuadres imposibles no se sienten tan ortopédicos en los esquemas de un universo de animación, un género cinematográfico que camina y responde a otros códigos en los que el control que tienes sobre lo que ocurre es total.

Isle of Dogs (2018), de Wes Anderson

Isle of Dogs (2018)

Esa obsesión con el detalle encaja mejor en la animación, donde la naturalidad no se ve tan afectada como ocurre en buena medida en sus películas de imagen real. Su forma de trabajar la animación siempre ha sido algo polémica, ya que repite planos y movimientos de cámara y no atiende tanto a la metodología de trabajo de los animadores y a la propia esencia del formato. Esto fue algo que lo enfrentó con sus animadores, pero también hizo que sus obras tuvieran ese toque tan especial y único. El cuidado por el detalle era tal que Anderson llegaba a grabarse y le enviaba los vídeos a los animadores para que copiaran los movimientos tal y como los hacía él.

Más allá de lo visual

Sin embargo, si por algo llaman la atención las obras de Wes Anderson, alejándonos de la parte más “negativa” (la de su cuidado extremo y obsesivo control por la imagen, que otros verán como una virtud), es el hecho de que todas son esencialmente historias de aventuras. Son una lectura única sobre la condición humana que, con ciertos toques de fantasía y pomposidad infantil algo surrealista, acercan una visión optimista de nuestra naturaleza imperfecta y consiguen transmitir una vía de escape contra esa normalidad cotidiana que muchas veces nos asedia y supera. Para esto, emplea como baza principal el absurdo. Algo que acaba por resultar hilarante y entretenido. En su cine, me quedo con esto, cosa que, junto con todas esas características fundacionales, es más que suficiente para elevarlo al Olimpo de los grandes autores de este siglo, por lo menos en cuestión de personalidad e identidad. 

Así, sus películas van mucho más allá de lo visual, y, aunque muchas veces no lo parezca, hay una gran cantidad de subtexto y de información que se encuentra en distintas capas, incluso superando esa aparente intención que tiene Anderson de ocultarnos todo este submundo de posibilidades con movimientos de cámara imposibles y diálogos algo artificiales y desnaturalizados que responden a un contexto determinado y están justificados dentro de su mundo, pero que, a veces, resultan chocantes y disparatados.

Su película más reciente, The French Dispatch (2021), es más Wes Anderson que nunca. Un filme vigoroso en lo audiovisual, pero algo hermético, irreal y superficial. Irreductible en su afán de elevar más su estilo hasta unos pisos que ya están fuera del edificio y quedan expuestos al viento. Creo que solo satisfará a incondicionales, porque incluso a nivel narrativo la potencia de algunas historias se marchita al quedar estas en tierra de nadie, quizás por querer abrazar un mundo demasiado sofisticado. Con todo, siempre nos quedarán esos personajes que disfrutan de un acento y dedicación especial, y el dinamismo incontestable de su barroca puesta en escena, con toda esa jugada maestra de las maquetas y las miniaturas frente a la explosión ya definitiva del digital que tenemos hoy en día. Es una lástima, pero a mí Anderson se me antoja cada vez más rutinario, automático, asfixiante y prisionero de su propia fórmula, que alcanzó su cúspide hace dos o tres películas. Moonrise Kingdom (2012) fue, para mí, el punto de inflexión. El momento en el que la obra (fondo y forma) acabó por dominar por completo a su artista. Con todo, en sus filmes siempre hay un componente impagable: jamás causan indiferencia.

Hay miles de opiniones, buenas y malas, acerca de este cineasta, que sin duda será irrepetible. Imitable, puede ser. De hecho, ya lo intentan, pero el único capaz de imitarse bien es el propio Anderson. Se podría decir que, una vez llegó a la cima de su estilo, en la que es sencillo hablar de esa depuración casi completa y por momentos enfermiza del mismo, ya no tiene más montaña que escalar. Pero no, la cosa no queda ahí. Sus últimos filmes no se pueden condenar por ser solo un “plagio” de sí mismo. Quieren hablar de más cosas. Solo hay que detenerse un momento para ver que todo ese galimatías, ese rosario de cultura popular y personajes, cada cual más diferente y cuidado, es algo imponente, aunque su cine es como un aislado y hermético sistema solar que quiere permanecer ahí y no se rebela por ser galaxia.

Ahora ya tiene entre manos su nuevo proyecto: Asteroid City. Cinta que inició su rodaje en verano de 2021 en Madrid, y que aún no tiene fecha de estreno. Veremos qué nos depara esta vez. El elenco está, como no podía ser de otra forma, lleno de estrellas, de auténticos asteroides de la industria con nuevos y viejos conocidos del cineasta.

Life Aquatic (2004), de Wes Anderson

Life Aquatic (2004)

Consultas y referencias

Ráez Suárez, P. R. (2016). El cine de Wes Anderson: aspectos de composición visual y autoría (trabajo de investigación para optar al título profesional de Licenciada en Comunicación). Universidad de Lima.

Díaz, Nuria (2016). El gran Hotel Wes Anderson: el universo ilustrado del cineasta más fascinante del mundo. Barcelona: Lunwerg.

Nathan, Ian (2000). Wes Anderson: el mágico mundo del director más singular del cine norteamereicano. Libros Cúpula.

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