THE TREE OF LIFE, de Terrence Malick

MALICK, DIOS DE LA CINEFILIA ·

Resulta curioso que la cinefilia aún cuente con ciertos ídolos (en el sentido más religioso de la palabra) en un momento en el que la tiranía de los mercados ha ganado la batalla, alejando todo rastro de espiritualidad de nuestras vidas cotidianas. Que precisamente el objeto de adoración de esta temporada sea The Tree of Life, de Terrence Malick, no deja de ser irónico, dado que el filme es un tratado teológico en toda regla.

Con el Kubrick de 2001: A Space Odyssey como principal referente visual, el ganador de la Palma de Oro realiza a lo largo del filme un lírico recorrido por la evolución del universo desde el Big Bang. Se ha escuchado y leído mucho que la película es abstracta, con una narración fragmentada y nada convencional. En realidad, es extremadamente lineal, desde el nacimiento hasta el ocaso del mundo. Esta estructura, cimentada en elipsis, solo se rompe en el capítulo protagonizado por Brad Pitt y Abigail Chastain, que ocupa gran parte del metraje; y en el que se infiltra de forma subrepticia un eterno flash-forward del hijo crecidito de la pareja, encarnado por Sean Penn.

El actor ha expresado recientemente su descontento con el director por recortarle el papel en la sala de montaje, y reducirlo casi a una voz en off. Una versión extendida de la cinta no habría hecho más que ralentizar una narración ya de por sí pretendidamente lenta y reflexiva. El personaje de Penn sirve en realidad de contrapunto a los de Pitt y Chastain para realizar una lectura demiúrgica de nuestros tiempos, frente al tono bíblico de la infancia del protagonista, en los años 50.

La figura del padre (inmenso Brad Pitt) es una clara encarnación del Dios del Antiguo Testamento, siguiendo los modelos pedagógicos de la posguerra. Resulta una figura autoritaria, que educa desde una férrea autoridad, por momentos irracional y carente de argumentos. Se relaciona con los hijos a través de la disciplina y el castigo. Lógico que se rebelen contra él, buscando refugio en una madre protectora, que acaba concibiendo el pecado original, dejando a sus niños desamparados.

El primogénito, presionado para triunfar, con el deber de transmitir el legado familiar, ve como la atención y los cuidados recaen en su hermano menor, más del gusto del padre. La envidia provoca que lo acabe hiriendo en uno de sus aparentemente inofensivos juegos. Caín y Abel.

Pero es evidente que Malick ha consultado más libros que los del cristianismo. Solo para empezar, convierte al hijo en arquitecto de prestigio, en uno de los encargados de definir las líneas de nuestro mundo. Jugando con extremadas perspectivas y contrapicados, hace de Penn un gigante entre los hombres, demiurgo de nuestra realidad. Es una evolución más acorde a los tiempos que corren de su Dios padre.

En términos platónicos, vendría siendo un ente que pone en orden la materia para construir una copia defectuosa del excelso mundo de las ideas. Aún con la perfección de sus cálculos, el arquitecto está falto del tacto humano, presencia que desaparece casi por completo entre las frías construcciones de este trecho del filme. Solitario y ajeno a los asuntos de la Terra, el demiurgo no puede más que contemplar a los seres humanos desde la incomprensión.

Parece que Malick es un deísta resentido con las respuestas de la religión y sus rectores imperfectos, por lo que decide envolver a sus personajes en una evolución panteísta del universo, quizás la única interpretación de la vida que encuentra soportable, incluso frente a la muerte, punto de arranque de la cinta.

El título da ya una pista de su inequívoca intención, pues el árbol de la vida es un concepto filosófico, casi místico, que hace referencia a la interconexión de todos los elementos del universo, metáfora también de la teoría de la evolución e interpretación claramente panteísta del mundo. Ciencia y religión no suelen ir de la mano, pero esta película logra crear una comunión entre ambas a partir de sus poéticas imágenes.

Es precisamente en esta parte abstracta de la cinta, que desarrolla de manera casi orquestal la teoría más famosa de Darwin, donde está condensada toda la belleza de un filme irregular y atractivo al mismo tiempo, único en su especie; tan complejo que seguramente generará ríos de tinta, quizás en la búsqueda de un sentido por parte de la comunidad religiosa que rinde culto a Malick: la cinefilia.

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