TRANSEÚNTES, de Luis Aller

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La aparición en la cartelera de una película que lleva 20 años en su elaboración siempre es una buena noticia, más aún si proviene de un director y un equipo que demuestran una filiación cinéfila que traspasa el entorno de la sala para llegar a las aulas, los seminarios y otros ámbitos de formación. Cabe recordar aquí que el valiente proyecto llevado a cabo por la productora El dedo en el Ojo se nutre principalmente de profesionales que trabajan en la escuela de cine Bande à part, iniciativa con un interesantísimo catálogo de actividades que se ha abierto camino en el competitivo mundo de la formación cinematográfica y audiovisual a pesar de no contar con titulaciones homologadas.

Transeúntes, segundo filme de Luis Aller, pretende capturar la velocidad, el caos, lo accidental de la vida urbana contemporánea. Para ello se adopta una estrategia de filmación y edición acelerada, violenta, con planos extremadamente cortos que entrelazan una serie de relatos (o más bien apuntes de historias) con numerosas tomas documentales de las calles barcelonesas. El resultado final, con cerca de 7000 planos montados, busca, según sus propios responsables, ser «una película constructivista, múltiple, atomizada, cósmica… un big-bang cinematográfico» partiendo de diferentes maneras de captar y representar la realidad.

Desgraciadamente, este intento de transmitir la sensación de caos urbano es un completo fracaso, y muchos de sus errores pueden rastrearse desde la propia génesis del proyecto. Uno de los primeros problemas que se pueden encontrar en el film está relacionado con el ya mencionado largo proceso de producción. Y es que aunque parezca increíble en una película que ha sido rodada durante un período tan prolongado, el resultado final aparece claramente anclado en la segunda mitad de los noventa. Una obra que ha estado elaborándose durante veinte años debe mostrar el paso del tiempo, está moralmente obligada a ello. No es estética ni políticamente legítimo hacer en 2015 una película de 1995, y ese lapso temporal está completamente ausente del resultado final de la película.

Por otra parte, la decisión de filmar íntegramente en Barcelona resulta extraña, puesto que la presencia material de la ciudad pasa por completo desapercibida. El usar sólo el castellano (prescindiendo no sólo del catalán, sino del notable crisol de lenguajes que se puede oír en cualquier ciudad turística como la que nos ocupa), el enmascaramiento de los cambios urbanos, la supresión del paso del tiempo… todo hace caer a la capital catalana en una abstracción, una suerte de ciudad idealizada sin elementos espaciales, temporales ni sociales concretos. Y el hecho de que el rodaje tenga lugar en una época especialmente trascendente en la transformación de la urbe (del período postolímpico al ya asentado proceso de gentrificación) sólo agrava esa sensación de insuficiencia.

Para contrastar con las numerosas tomas callejeras de peatones, el director opta por un registro actoral marcadamente teatral. Esto, de por sí, no es un problema, pero la construcción de personajes sí que ya plantea muchas más dudas, ya que lo que ofrece la pantalla no son personas de carne y hueso, sino tipos. Lo que vemos son modelos predefinidos dentro de ciertos códigos melodramáticos, sin profundidad, sin concreción. Actores que deambulan por espacios urbanos sin llegar a habitarlos, sin verse influidos por ellos, sin que su existencia los modifique en grado alguno.

El montaje exhaustivo, constantemente entrecortado, la «estética del caos» que Aller intentó captar (según él mismo manifestó en alguna presentación del film), consiguen lo opuesto a lo pretendido. La mezcla constante de medios de captación audiovisual, de diferentes códigos cinematográficos y lo precipitado y medido de la edición aniquilan el contraste. Sin posibilidad de diferencia ni de oposición el montaje, rígido e inmutable, aplana por completo la mezcla de imágenes y sonidos, homogeneizando el resultado final en un pastiche poco satisfactorio. Como consecuencia de todo esto, Transeúntes acaba resultando una obra terriblemente banal, sin hueso, incapaz de retratar, narrar o mostrar todo lo que pretende.

Ya en términos discursivos la obra parece predicar contra la ciudad moderna desde unos presupuestos de la primera modernidad un tanto superados. En este sentido el final de la película, con los dos personajes que consiguen «escapar» de Barcelona hacia la montaña, el rural, el paraíso verde y virgen que les permita respirar y reiniciar sus vidas resulta ejemplar. Y es que para representar este nuevo comienzo Aller subraya la idea de la “jungla humana” urbana disponiendo un plano largo, relajado, que contrasta con el agresivo montaje de todo el resto del film y que no hace si no aumentar la sensación de miedo, de opresión, de la imposibilidad de la felicidad en ¿la/una? ciudad que acaba conectando con ciertos discursos desfasados de la época de las vanguardias.

En la segunda de las cinco condiciones que Lars Von Trier le imponía a Jorgen Leth en la película homónima, el maquiavélico director danés le planteaba a su compatriota que filmase una escena de la película en algún lugar miserable sin mostrar el entorno. Leth decide rodar en el barrio rojo de Mumbai y, al ver la pobreza que lo rodea, asume que no se puede no mostrar el entorno y adopta la decisión de poner un telón de fondo transparente; lo que es estrictamente un fracaso según las reglas del juego deviene un rotundo acierto en términos artísticos. Un cineasta puede proponerse unas normas y objetivos a la hora de filmar lo real, pero debe tener los ojos y la mente abierta a la hora de incorporar aquello que esta le ofrece. Justo aquello de lo que Transeúntes adolece.

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