TRAUMATISMO CINEMATOGRÁFICO

20 The Master 1

Todos estamos traumatizados, de una forma u otra, con más o menos motivos. Todos sufrimos alguna desgracia, disgusto o mala experiencia que nos ha hecho mella. En el mejor de los casos, el trauma queda guardado en nuestro inconsciente como un mal recuerdo, como una pieza más de nuestra identidad; pero en el peor, el trauma emerge una y otra vez, fuera de control y de contexto, hasta convertirnos en alguien que, como decían en mi aldea, ‘está mal de los nervios’. Detrás de esa frase paisana puede haber cientos de patologías, pero la mayor parte de ellas se basan en el desequilibrio entre nuestro mundo interior y el exterior: aquello que nos consume por dentro será lo que condicione lo que expresamos por fuera.

El cine, al ser un arte de la imagen, de los gestos, de la superficie de los cuerpos, intenta precisamente encontrar la manera de visualizar los sentimientos y las emociones abstractas que anidan en el interior de los sujetos filmados, ya sean intérpretes profesionales o personas reales. En esta tarea hace falta ser sutil e imaginativo en vez de explícito y directo, ya que la exhibición impúdica de la intimidad ajena puede llevar al exceso, a la sobreactuación o a la caricatura, provocando en última instancia el rechazo del público ante tanta pornografía emocional. El gran desafío de la representación del trauma en el cine es, por lo tanto, la necesidad de encontrar el tono adecuado para abordar aquellos temas que dejan la intimidad del sujeto al descubierto.

En los últimos años, el trauma, ya sea colectivo o individual, histórico o psicológico, se está convirtiendo en el primer motor inmóvil de muchos relatos, tanto en el terreno de la ficción como de la no-ficción. En este sentido, la representación de traumas ajenos en la pantalla nos ayuda a enfrentarnos con nuestros propios fantasmas, ofreciéndonos modelos con los que podamos identificarnos o, al menos, relativizar nuestros dramas particulares. Sin embargo, el abuso del trauma como mecanismo narrativo puede resultar contraproducente, ya que banaliza los sentimientos que provoca al convertirse en un comodín para explicar cualquier conducta anómala. La mayor o menor sensibilidad de un cineasta a la hora de tratar estas cuestiones, aunque sea de pasada, determina la empatía que el espectador establecerá hacia la película: así, hay quien puede considerar que Yasujiro Ozu era un cineasta demasiado frío y contenido, pero el contraste entre el tratamiento de la muerte en 東京物語 (Tokyo Story, Yasujiro Ozu, 1953) y en 東京家族 (Tokyo Family, Yoji Yamada, 2013) señala que la distancia emocional, en teoría, es la mejor herramienta para tratar los temas delicados. 

東京物語 (Tokyo Story, Yasujiro Ozu, 1953)

東京物語 (Tokyo Story, Yasujiro Ozu, 1953)

Síntomas y Consecuencias

La muerte en Tokyo Story podría ser fuente de futuros traumas para sus personajes, pero en esta película funciona más bien como una manifestación de las transformaciones socio-familiares que estaba experimentando Japón en los años cincuenta. En este caso, el trauma va de ida (la descomposición familiar) y también viene de vuelta (la muerte del hijo en la Segunda Guerra Mundial), funcionando por lo tanto como síntoma y como consecuencia de los avatares nacionales de un momento histórico determinado.

Los fantasmas de cada época están siempre al acecho: la misma encrucijada de tiempos y traumas superpuestos que articula Tokyo Story tiene su paralelo hispano en una película opuesto a la delicadeza de Yasujiro Ozu: la ambiciosa y excesiva Balada triste de trompeta (2010), donde Alex de la Iglesia revisaba con la inteligencia y falta de sutileza que caracteriza su cine el trauma de la guerra civil (un trauma que en el tiempo del relato y del estreno de esta película estaba de vuelta) y también el trauma, incipiente por entonces, que ahora sufrimos: el agotamiento de la solución temporal que se le dio en el interregno entre el tardofranquismo y la democracia a la articulación territorial, administrativa y legislativa del estado español. En esta película, pese a su completa falta de sutileza y profundidad, Alex de la Iglesia se arriesgó por lo menos a hablar explícitamente de esas dos españas, de la que ríe y de la que llora, que hoy siguen sin entenderse: monstruos del pasado que son también síntomas del presente.

Balada triste de trompeta (Alex de la Iglesia, 2010)

Balada triste de trompeta (Alex de la Iglesia, 2010)

Si miramos hacia el cine comercial estadounidense del año pasado, como hace Víctor Paz Morandeira su artículo “Hollywood Traumatizado”, encontraremos trasuntos más o menos explícitos de Osama bin Laden en Star Trek: In Darkness (J. J. Abrams, 2013) o en Iron Man 3 (Shane Black, 2013). El cine, en estos casos, funciona como caja de resonancia para el inconsciente colectivo, ofreciendo una revisión secundaria de la historia reciente que muchas veces deforma o corrige los relatos precedentes. Del lado negativa, por ejemplo, tenemos a American Hustle (David O. Russell, 2013), que trivializa la crisis de valores que experimentó la sociedad estadounidense en los años setenta, desvirtuando el clima y el relato que Chinatown (Roman Polanski, 1974), The Conversation (Francis Ford Coppola, 1974) y Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976) establecieron en aquel momento, y que otros filmes de la época, como Network (Sidney Lumet, 1976) o All The President’s Man (Alan J. Pakula, 1976), quizás se tomaron demasiado en serio. Del lado positivo, por el contrario, una película aparentemente tan liviana como Charlie Wilson’s War (Mike Nichols, 2007) ofrece el contraplano de lo que Rambo III (Peter MacDonald, 1988) no contaba; por no hablar del ajuste de cuentas que, cada uno en su línea, hacen Django Unchained (Quentin Tarantino, 2012) y 12 Years a Slave (Steve McQueen, 2013) en lo referente a la representación de la vida en las plantaciones esclavistas decimonónicas. Aquel no era precisamente un tiempo ni un lugar de caballeros galantes y señoritas en flor como la nostalgia por el old south ha hecho creer a los estadounidenses.

Otra época que ahora parece que no era tan feliz como se decía entonces son los años cincuenta: la feliz sociedad de consumo de la posguerra prefería producir ficciones escapistas que enfrentarse a sus fantasmas, como también ocurre, sin ir más lejos, en nuestro presente de 2014, donde siguen escaseando las películas que abordan explícitamente las consecuencias de la actual crisis económica. Por seguir con el cine estadounidense, Shutter Island (Martin Scorsese, 2010) y The Master (Paul Thomas Anderson, 2012) nos presentan a dos personajes tóxicos que funcionan como sinécdoque de una sociedad que estaba muy lejos de dejar atrás la experiencia de la Segunda Guerra Mundial: Teddy Daniels y Freddie Quell sufren una desafortunada combinación de trauma y enfermedad mental que les lleva a contaminar todo lo que hacen y a todos los que encuentran en su camino. En las dos películas, tanto Scorsese como Anderson integran en su relato grandes o pequeños psicodramas que intentan liberar a estos personajes de ese no-sé-qué que no les deja vivir, estableciendo mediante estas ficciones dentro de la ficción una metáfora explícita sobre el funcionamiento de aquellas películas que se atreven a mirar cara a cara a los traumas que aún están sin resolver. 

Shutter Island (Martin Scorsese, 2010)

Shutter Island (Martin Scorsese, 2010)

Psicodramas Expiatorios

Estos psicodramas adquieren un carácter expiatorio cuando se llevan al terreno de la no-ficción. Claude Lanzmann, por ejemplo, fue el primero que se propuso revivir el trauma del holocausto judío sin flash-backs ni recreaciones en su monumental Shoah (1985), yendo mucho más lejos que Alain Resnais en Nuit et brouillard (1955), Sidney Lumet en The Pawnbroker (1964) o Samuel Fuller en The Big Red One (1980). Su propuesta forzó a los sujetos filmados a volver a un momento y a un lugar de doloroso recuerdo para así filmar sus palabras en riguroso presente, de manera que su relato siempre ocurra aquí y ahora: el ahora de 1941-45, cuando ocurrió todo; el ahora de 1974-80, cuando Lanzmann filmó los testimonios; y el ahora de 2014 o 2044, cuando cualquier espectador quiera volver sobre estos materiales.

El propio Lanzmann volvió sobre aquellas entrevistas hasta cuatro veces más para dar forma a nuevas piezas independientes: Un vivant qui passe (1999), Sobibór, 14 de octobre 1943, 16 heures (2001), Le rapport Karski (2010) y la reciente Le dernier des injustes (2013). En esta última, el aquí y ahora presenta a un Lanzmann ya anciano que se identifica físicamente con las víctimas del campo de concentración de Theresienstadt en una serie de fascinantes secuencias performativas, como en la que sube unas escaleras que echarían atrás a cualquiera; pero también se identifica con Benjamin Murmelstein, el último y controvertido presidente del consejo judío de Theresienstadt, al que poco a poco le fue cogiendo cariño desde que lo entrevistó en los años setenta. De este modo, al revisar una vez más la historia del holocausto en Le dernier des injustes, Lanzmann revisa también su propia historia como cronista cinematográfico del holocausto, explorando la huella que dejaron en él tantos años dedicados a estudiar tanto sufrimiento.

S21, la machine de mort Khmère rouge (Rithy Pahn, 2003)

S21, la machine de mort Khmère rouge (Rithy Panh, 2003)

La figura de Murmelstein no es precisamente heroica ni especialmente apreciada, ya que va acompañada por la sombra del colaboracionismo. Le dernier des injustes desafía así la posición habitual para revisar los traumas nacionales, que suele asociarse con la perspectiva las víctimas, aunque este giro tiene un ilustre precedente en S21, la machine de mort Khmère rouge (Rithy Panh, 2003). En este documental, los carceleros y torturadores de los jemeres rojos aceptaron la propuesta del cineasta camboyano Rithy Panh para hacer un ritual expiatorio frente a la cámara, como uno de ellos explicita al inicio de la película, en un intento de liberarse de los fantasmas que los atormentan desde hacía un cuarto de siglo. S21, la machine de mort Khmère rouge es sin duda el psicodrama más fascinante nunca rodado, en el que ese horror reconstruido no consigue ni redimir a los torturadores ni reconciliarlos con sus víctimas. Es más, los propios torturadores insisten en declararse también como víctimas de aquel momento histórico, a pesar de que no tienen problema en reconocer y representar sus acciones en el centro de tortura en el que destruyeron tantas vidas, comenzando por las suyas. Sin embargo, el triunfo de Rithy Panh en S21, la machine de mort Khmère rouge fue doble: por una parte, renovó la representación de los traumas históricos; y por otra, invitó con su película a que muchos de sus compatriotas reflexionasen sobre unas heridas que entonces (y todavía ahora) seguían sin estar cerradas.

El polémico heredero de esta línea, The Act of Killing (Joshua Oppenheimer, Christine Cynn & Anonymous, 2013), comparte con S21, la machine de mort Khmère rouge su triunfo político (visibilizar un conflicto olvidado y desafiar su lectura histórica), pero ha despertado un debate irreconciliable sobre su dimensión formal (que también es política): en los últimos meses es sencillo encontrar voces que alaban su dispositivo por el abismo que abre a la hora de reflexionar sobre la representación de la violencia, así como otras voces que cuestionan ese mismo dispositivo por considerarlo oportunista, tramposo y superficial. De todas formas, en lo que respecta a la representación del trauma, la gran novedad de The Act of Killing se encuentra en el retrato de unos verdugos que ni se arrepienten de sus actos ni parecen siquiera conscientes de ellos, por lo que es el propio proceso de realización de la película lo que desencadena la revisión secundaria y su posterior conciencia del trauma: después de The Act of Killing, ni los asesinos, ni la sociedad indonesia, ni occidente podrán quitarle hierro al genocidio de un millón de personas a manos de unas milicias paramilitares que todavía hoy mantienen buenas relaciones con los máximos representantes políticos del país. 

The Act of Killing (Joshua Oppenheimer, Christine Cynn & Anonymous, 2013)

The Act of Killing (Joshua Oppenheimer, Christine Cynn & Anonymous, 2013)

Mecánica Narrativa

El trauma se está empleando últimamente para vertebrar cualquier relato cinematográfico. Las películas con un giro final de guión, como The Sixth Sense (M. Night Shyamalan, 1999), Memento (Christopher Nolan, 2000), Spider (David Cronenberg, 2002) o Shutter Island, recurren a las experiencias traumáticas de sus protagonistas, normalmente asociadas con la muerte de sus seres queridos, para explicar sus respectivas sorpresas. Esta estrategia, a pesar de ser efectiva, corre el riesgo de mecanizar en exceso nuestra percepción de este fenómeno: un personaje está loco o hace cosas raras porque tiene un trauma, fin de la historia. La parodia de esta lógica llegó hace más de una década en el maravilloso flash-back de la mona de Being John Malkovich (Spike Jonze, 1999), en el que el trauma de su captura explicaría su decisión de liberar al personaje interpretado por Cameron Díaz de la jaula en la que está recluida.

Las múltiples combinaciones entre experiencias traumáticas y enfermedades mentales no hacen más que insistir en esta dinámica, con mayor o menor acierto en función de la complejidad de la película en cuestión. El protagonista de Shame (Steve McQueen, 2011), como dice Mónica Gorenberg en otro artículo de esta panorámica, sufre una sexualidad compulsiva tras haber sido víctima de abusos en su infancia, aunque ese dato, por suerte, no aparece de forma explícita en la película. Por su parte, la protagonista de Blue Jasmine (Woody Allen, 2013) comienza aparentemente a irse de la olla después de la destrucción de su zona de confort por culpa de las actividades delictivas de su marido, aunque el desarrollo de la historia sugiere dos alternativas perversas: que su enfermedad mental había comenzado mucho antes o, peor aún, que ha sido precipitada por sus propias elecciones vitales. Este tipo de personajes trastornados abundan en el cine reciente, pero sólo algunos títulos como Habemus Papam (Nanni Moretti, 2011) o Take Shelter (Jeff Nichols, 2011) se atreven a buscar la fuente de tanta ansiedad no en un trauma en sentido estricto, sino en las condiciones de vida adversas que tienen que soportar estos individuos: de la presión de ser la cabeza de la iglesia católica en una época de falta de liderazgo a la presión de mantener a tu propia familia en una época de crisis económica.

The Tree of Life (Terrence Malick, 2011)

The Tree of Life (Terrence Malick, 2011)

Por último, el empleo más creativo del trauma se corresponde con aquellas películas que intentan evocar visualmente su recurrencia: el relato de The Tree of Life (Terrence Malick, 2011) comienza con la noticia del suicidio del hermano del protagonista para después avanzar en múltiples direcciones mediante su célebre montaje sensitivo, que no hace otra cosa que poner en imágenes la lógica emocional de nuestra memoria. Como dice el personaje encarnado por Sean Penn: “no hay día que no me acuerde de él”, aunque en su mente (si es que la película, o al menos una parte, se desarrolla en su mente) ocurren muchas otras cosas simultáneamente. We Need to Talk About Kevin (Lynne Ramsay, 2011) emplea una lógica muy parecida a esta, a pesar de que la pone al servicio del suspense, reteniendo la información clave que nos permite comprender al final la causa (teórica) de las tribulaciones de su protagonista. Estas dos películas apuestan por una narración fragmentada e intuitiva, en donde el impacto del trauma provoca el desorden del relato. Claro que, sin necesitar ningún trauma, Harmony Korine empleó esta misma estrategia en Spring Breakers (2012), en donde lo que cuenta, en apariencia, son recuerdos felices. ¿Será que también hay algún trauma en potencia en las aventuras de sus cuatro universitarias traviesas? La misma historia, según cómo y quién la cuente, puede ser una celebración hedonista de la juventud, una crítica al vacío hiperreal del presente o una adaptación lisérgica de Caperucita Roja; y visto así, no sé yo cómo de traumática será para Caperucita la experiencia de estar dentro del vientre del lobo…

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