WESTERN, de Valeska Grisebach

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Un grupo de trabajadores alemanes llega a un lugar inhóspito de la frontera entre Bulgaria y Grecia para llevar a cabo las obras de una planta hidráulica. En un área montañosa y prácticamente despoblada, comienzan a desarrollar unas dinámicas de trabajo que de alguna manera afectarán a los pocos paisanos de la zona, quien los miran con recelo. Solo uno de ellos, amigo de los caballos salvajes del entorno, llamado “el nuevo” por los operarios teutones y que recibe el apodo del “legionario” por parte de los búlgaros, parece capaz de aproximarse a los locales con infinita curiosidad.

Si hay algo que, meses después de ver el filme, se ha quedado conmigo de Western, es precisamente la identificación con este personaje que intenta encajar en dos mundos enfrentados irremediablemente, con individuos en ambos lados siempre dispuestos a repudiarlo coma hombre libre que es. No se pliega Meinhard a los designios de ninguna bandera o se adscribe a un cavernario tribalismo porque su única ideología está regida por la comprensión del misterioso humanismo que, sin importar épocas y países, arraigará siempre en nosotros. En esencia, comunicarse con lo más íntimo y esencial que lo une a otras personas.

Dirán las que prefieran la interpretación sociológica e histórica del filme, incluso la metacinematográfica, que no doy en hueso, que tirar por la vertiente metafísica lleva a un abstracto análisis sin salida aparente. No les falta razón. Me limito a enunciar una intuición de carácter lírico que, más allá de las situaciones que recuerden al género del western y a la lectura política, creo está en el corazón de la película y es en verdad su esencia. Dice Valeska Grisebach en las entrevistas que ha concedido que empezó partiendo de los estereotipos de un género que siempre le gustó de niña y que, en la búsqueda del “Wild East”1, dio con este punto recóndito de Europa. La llevó allí la voluntad de descubrir terreno inexplorado, de analizar una cartografía que desprendiese misterio. Sin duda la encontró, pero la razón de que así se nos traslade es la férrea construcción de un personaje que sigue los parámetros del llanero solitario que se va a vivir con los indios. ¿Cómo ir entonces más allá de la superficie de las películas de vaqueros? Es la manera de filmar la que cuenta, incluso más que la lectura metacinematográfica del western, por mucho que sea el punto de partida.

Grisebach recorre los rostros de los paisanos de estas aldeas y capta el paisaje como lo harían Stan Brakhage o Bruce Baillie en sus vertientes más documentales. No se trata de realizar un registro de carácter factual o etnográfico de la zona, sino de comunicarse a través de la cámara con esas personas y, mediante este método, acercarse a una verdad más universal, que escapa a todo localismo. Como no desea hacer una película de non ficción, Meinhard es la herramienta narrativa que utiliza para poder deambular por los lugares que le interesaron en su investigación, hablar con las gentes que la cautivaron, sin mayor pretensión que comunicar esa experiencia, que trasladar ese misterio del encontrado Wild East. Es en esas relaciones del “legionario” con su entorno donde la cinta resulta atemporal y arrebatada en su contención formal.

No obstante, estaríamos haciéndole un flaco favor al filme si obviamos esa otra vertiente más enunciativa que resulta de imponer las situaciones del western en el lugar y tempo donde discurre la acción. Hay en la película rudos pioneros que levantan un campamento, izan la bandera nacional, cruzan un río a lomos de una máquina motorizada, se encuentran con indios que hablan en un idioma que no comprenden, hacen tratos con ellos, los engañan y roban o intentan tomar a sus mujeres, como ya enunciábamos en la crítica apresurada de la obra desde el Festival de Sevilla. Estas situaciones ocurren en un orden más o menos lógico que parte del asentamiento de los alemanes en el lugar para desarrollar después las relaciones con los búlgaros. No existe, sin embargo, una resolución clara del conflicto. ¿Ha habido acaso en la vida una resolución al imperialismo?

En un momento los alemanes comentan que por fin están de vuelta 70 años después, en una clara referencia a la expansión del nazismo por Europa, pero la interpretación del choque en clave económica puede también remitirnos a la Europa de dos velocidades en la que vivimos, con una Alemania que ha jugado un importante papel en las prácticas neoliberales que subyugan no con los puños, sino al contante sonido de la cascada de euros. No es Grisebach tan obvia como para indicarnos que la película es una metáfora del imperialismo alemán en Europa, con raíces en las prácticas expansionistas de Otto von Bismarck o Adolf Hitler. Es una lectura válida y que atrae consenso crítico, pero realizar una aproximación a Western desde una perspectiva nacional entra en realidad en gran contradicción con el discurso de la obra, que se sitúa en una posición de crítica a la exaltación de valores nacionales. Como en la esencia de los westerns, no importa que nos dirijamos al oeste o al este, lo principal del género es su reflexión en torno a la violencia ejercida alrededor de choques de poder. La ley del más fuerte. No critica por tanto Grisebach a Alemania, país con sus luces y sombras, como todos, sino la construcción de identidades férreas e inamovibles que se justifican desde el odio al otro y a todo lo diferente en su proceso de adscripción a la comunidad. Comunidad es una palabra demasiado valiosa para cargar las tintas en el choque entre ellas y no poner el foco sobre el entendimiento y la diversidad. El cabalero Meinhard lo tiene claro. Grisebach también. La grandeza de su filme radica en resultar tan polisémico que será eterno.

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1Lattimer, James, “At the Frontier: Valeska Grisebach on Western”, en Cinema Scope nº71 – http://cinema-scope.com/spotlight/at-the-frontier-valeska-grisebach-on-western/

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