ANÁLISIS HISTÓRICO-FÍLMICO Y CRÍTICA DE CINE: ENCUENTROS Y FRICCIONES

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Castro de Paz durante su intervención en el seminario ‘La Crítica Intermedia’, celebrado dentro del Festival Play-Doc 2014, en donde expuso por primera vez el contenido de este texto. FOTO: Tamara de la Fuente.

0. Aunque la teoría del cine puede ser definida, con Francesco Casetti, como un conjunto de supuestos, más o menos organizado, más o menos explicito, más o menos vinculante, que sirve de referencia a un grupo de estudiosos para comprender y explicar en qué consiste el fenómeno en cuestión” (1), y por lo tanto constituye una rama de los estudios fílmicos que ─como la crítica─ no tiene como principal ámbito de trabajo la dimensión temporal del cine, el viraje dado por aquella desde finales de los años sesenta de pasado siglo tuvo consecuencias de gran repercusión para la Historia del Cine. De hecho, ninguna de las principales tendencias de la investigación histórica escapó al progresivo rigor y a la evolución de los planteamientos teóricos sobre los que dichas investigaciones se apoyaban. Esas diversas tendencias historiográficas citadas son resultado de la variedad de facetas presentes en ese objeto social total que llamamos cine y que es, a la vez, manifestación artística, institución económica, producto cultural y tecnología. Con todo, es evidente que, en cualquier momento dado de la historia, el cine es “todas esas cosas simultáneamente: es un sistema”. (2) Hacer un filme, en efecto, no es tanto realizar una obra de arte buena o mala como fabricar un producto costoso, que requiere una pesada infraestructura y que, casi siempre, exige un éxito que reporte un beneficio y posibilite una nueva inversión. No es posible entonces no tener en cuenta, al mismo tiempo, los imperativos socio-económicos y los modelos culturales dominantes en una sociedad.

Lógicamente, nuestra atención aquí se centrará en la historiografía estética del cine, tanto por ser en la que yo mismo llevo trabajando durante ya décadas, como por relacionarse particular pero muy estrechamente con la crítica de cine ─cuya triple función de “informar, evaluar y promover” no solo llega a rozar en ocasiones el discurso histórico del analista, sino que, todavía más importante, puede y deber ser utilizada por este como fuente secundaria (la primaria ha de ser el texto fílmico mismo) pero fundamental─, pero, insisto, no debemos olvidar que no podremos nunca trazar una línea divisoria demasiado clara con la historia social, la económica y la tecnológica. La Historia del Cine como arte debe estar en permanente relación con los demás campos de investigación, porque si los estilos, los géneros, los modos de producción y de representación, los intertextos y la autoríason, entre otras, algunas categorías básicas de esa Historia estética y ayudan a comprender el aspecto visual y sonoro de las películas en un momento determinado de la Historia del Cine, dichos mecanismos aparecen en contextos más amplios e implican factores no sólo estéticos (por ejemplo, un determinado avance tecnológico puede provocar nuevas formas de puesta en escena y, a la vez, que dicho avance sea aceptado o no como dispositivo estándar estará en función de las necesidades económicas de la industria). En otras palabras y una vez más: aunque estudiemos la forma de las películas en tal o cual momento histórico, deberemos conocer con detalle como funciona el medio en dicho periodo a la vez desde el punto de vista tecnológico, social y económico. El historiador debe aspirar, recurriendo a las palabras de G. P. Brunetta, a que texto y contexto se encuentren a lo largo de la investigación, no dejando de lado “el rol de las instituciones, de los autores, de los intelectuales, las estructuras productivas y los modelos lingüísticos, ideológicos, culturales; la censura y la interferencia del capital americano; las mitologías y la organización del consenso”. (3)

Quedando claro lo anterior, señalemos cómo la historia de las formas fílmicas se transforma radicalmente desde las antiguas historias-panteón o historias de los grandes autores y las obras maestras, gracias a aportes metodológicos (semiótica y análisis textual, narratología, arqueología fílmica) y tecnológicos (magnetoscopio, DVD y lo que vino después) sufriendo las más profundas transformaciones desde los años ochenta del pasado siglo. Se plantea preguntas muy distintas a las de los modelos precedentes, explicita sus elecciones, multiplica sus instrumentos y puede entonces definirse eficazmente ─como hizo Michèle Lagny─ como una “historia problema” centrada en comprender cuáles son los procedimientos formales que ha elegido poco a poco el cine, qué tipo de materiales ha trabajado, en qué medida ha influido en el resto de los fenómenos artísticos, qué implicaciones ideológicas y culturales ha supuesto, cómo ha enlazado las distintas formas de representación y los modos de producción y, por fin, que vínculos se establecen entre cada una de las obras y el contexto en que han visto la luz. Más que una valoración de los filmes concretos interesa conocer sus estructuras y procedimientos, más que un panteón de nombres (…) interesa reconstruir los procesos que hacen del cine un forma de expresión y comunicación”. (4)

El análisis fílmico es, no nos cabe duda, la más importante de sus armas, una vez que abandona su inmanentismo inicial y se pone al servicio de una historia cuya tarea es no analizar un film aislado, sino la evolución y las transformaciones de la forma fílmica en el transcurso del tiempo. Aunque por sí solo el análisis fílmico no es propiamente un método historiográfico (no puede responder, por ejemplo, a por qué determinado dispositivo de montaje o tal o cual movimiento de cámara se da en unos momentos históricos concretos y no en otros) se convierte en instrumento imprescindible en la investigación histórico-estética del filme. Se trata ahora de aplicarlo a vastos corpus diacrónicos, para lo que se requiere además la ayuda de la “arqueología” y la “filología” del cine y, no en menor medida, de la investigación documental. No basta pues con el análisis del texto, sino que este debe historiarse,ponerse en contacto con sus propias condiciones de existencia y también con el contexto cultural, social, económico y político en que aquel ha visto la luz. Así utilizado, el análisis fílmico ha constituido un punto de partida para la reformulación de la clase de preguntas que la historia estética del cine puede y debe plantear. (5) Una historia de las formas cuyo objetivo son los procedimientos estilísticos y las estructuras narrativas que dominan el lenguaje cinematográfico en un periodo histórico dado; una Historia estética del Cine que intenta comprender cualquier utilización de la forma fílmica en su especificidad y complejidad histórica.

Analicemos a continuación dos acontecimientos fílmicos relevantes cada uno a su manera en la historia del cine que han de ayudarnos a comprender la forma en que la crítica y la historiografía friccionan, produciéndose distancias y aprovechamientos de singular hondura.

1. Blackmail: la crítica, el tiempo y la historia

Cuando comenzaron las películas sonoras, como es sabido, se produjo un auténtico cataclismo económico y estético en el cine, y Blackmail (Alfred Hitchcock, 1929), vista hoy, parece casi un documento sobre la transición al sonoro y los cambios estéticos que introdujo. Si para un crítico de 1929 las huellas presentes en el film de la tecnología del momento, las convenciones de la práctica fílmica tradicional, la economía, la ideología, etc. eran invisibles, para los historiadores se hacen extraordinariamente legibles, saltan a la vista.

Cuando se estrena Blackmail son muy frecuentes las películas híbridas, solo parcialmente sonoras, en momento en que todavía no se han estandarizado por tanto las convenciones del sonido cinematográfico. Por ello presentan una mezcla de formas diferentes, próximas al cine mudo en ocasiones, o totalmente alejadas de aquellas en otras. Como saben, el trabajo del Hitchcock mudo, muy influenciado también por el modelo hollywoodiense, recogía y mixturaba a la vez las dos principales tradiciones de expresión puramente visual del cine mudo europeo: el montaje soviético y el expresionismo alemán. A priori, el sonido venía a otorgar mayor realismo a la imagen, alejándolo de la desrealización del montaje soviético y del expresionismo y de esa idea de cine puro que Hitchcock defendía (un cine estrictamente visual, capaz de significar a través de la imagen, opuesto a lo que llamaba “fotografías de gente hablando”), pero podía sumarse a la caja de herramientas del cineasta, si se utilizaba de forma creativa y dramáticamente rentable.

Blackmail (Alfred Hitchcock, 1929) -Versión Silente-

Blackmail (Alfred Hitchcock, 1929) -Versión Silente-

Blackmail (Alfred Hitchcock, 1929) -Versión Silente-

Blackmail (Alfred Hitchcock, 1929) -Versión Silente-

Blackmail (Alfred Hitchcock, 1929) -Versión Sonora-

Blackmail (Alfred Hitchcock, 1929) -Versión Sonora-

Al aparecer y restaurarse la versión silente en los años ochenta, la comparación nos permite un estudio profundo de las implicaciones estéticas de esta radical transformación tecnológica. Dicha versión se estrena en agosto de 1929 (dos meses después de la primera) en salas todavía no equipadas con tecnología sonora. Si comparásemos secuencia por secuencia ambos films comprobaríamos como ambos constituyen verdaderas operaciones de bricolage. Nos centraremos ahora, solo y brevemente en una secuencia: la que tiene lugar en la casa del pintor, antes de que la muchacha lo mate cuando intente violarla. En la versión muda (más breve y con más planos) Hitchcock recurre al plano/contraplano con eficacia y soluciona la dualidad entre protagonista femenina/punto de vista masculino haciéndonos optar alternativamente por ambos, compartiendo también la mirada del atacante. En la película sonora, Hitchcock encuentra en la solución escénica del biombo y del piano la barra que sustituye al plano/contraplano, pudiendo ver el espectador a la muchacha mientras se desnuda, acentuando el voyeurismo sin necesidad (ni posibilidad) de identificarse exclusivamente con el punto de vista del hombre. El erotismo de la secuencia sonora explica que la mujer no necesite besarlo (en la silente si bien lo hace tímidamente, lo besa en la boca, con lo que ello implica) pues ya se ha ofrecido antes, descarada, a nuestra mirada…

Lógicamente, nos viene a la cabeza al comparar estos fragmentos la célebre distinción de Hitchcock entre “cine puro” y “fotografías de gente que habla”. En la versión muda, la cámara está dentro de la acción y la determina espacial y psicológicamente. En la sonora permanece estática, frente a la acción, fuera de la misma. Adopta, si queremos emplear la expresión, “un punto de vista teatral”. Así es como se veía en 1929, y en relación a ello es como definieron las dos versiones destacados críticos tras el estreno: la versión muda sería infinitamente mejor que la sonora, toda vez que la acción es “libre”, sin sometimientos de tipo alguno.

Pero tales apreciaciones críticas ─coyunturales, tan en consonancia con el acalorado debate crítico del momento─ no pueden ser hoy aceptadas naturalmente, sin consideraciones históricas y teóricas más matizadas. De acuerdo con las teorías de André Bazin, por ejemplo, nuestra mirada sería más libre en la versión sonora, dado que nuestras percepciones son menos rápida y férreamente dirigidas. No obstante, es claro que Hitchcock opera más libremente en la versión muda. En cualquier caso, la secuencia en el estudio del pintor es mucho más larga y pausada en la versión sonora (quince minutos) que en la silente (nueve). La versión muda consta de 48 planos, con una duración media de 11s. y medio; la sonora 36 con una duración aprox. de 24s. y medio. En esta última, cuando los personajes conversan (o cantan) el movimiento de la cámara se detiene y el tiempo fílmico se dirige hacia el tiempo real. De alguna manera, Blackmail contiene elementos del Hitchcock mudo de The Manxman (1928) y de Juno and the Paycock (1930, el primer film totalmente sonoro de su carrera), ofreciendo casi una antología de posibilidades, convirtiéndose en un film que mira hacia delante y hacia atrás. Pero hay que recordar que Hitchcock no eliminará el montaje “en tiempo real” al que ─sin duda determinado por limitaciones técnicas─ le enfrenta Blackmail, sino que profundizará en sus posibilidades expresivas y semánticas, (incluso cuando el montaje sonoro no lo haga en absoluto necesario) por medio de los planos-secuencia de Rope (1948) o Under Capricorn (1949).

2. La crítica y la forma: ¿una subjetividad ‘a la española’?

La extraordinaria película de Rafael Gil El clavo (1944) supone la definitiva eclosión del melodrama en una filmografía que ya tendía a escorarse, temática y estilísticamente, hacia el género de la pérdida y la melancolía. El cuento de Alarcón le permitía al director adaptarse a las coyunturales preferencias de la crítica (franquista) por el cuento o la novela frente al teatro popular, sainetesco y zarzuelero, que había caracterizado el mejor cine republicano. En otro orden de cosas, la película es concebida como una superproducción de elevado presupuesto (en torno a 3.200.000 de pesetas, con participación de más de 2.000 extras), que se quiere explícitamente la respuesta de CIFESA tanto al incontestable éxito de la notable El escándalo (José Luis Sáenz de Heredia, 1943, basada en otro texto de Alarcón) como al enorme impacto que Rebecca (Alfred Hitchcock, 1940) había provocado en crítica y público, como bien ejemplifica José Luis Gómez Tello al calificar El clavo como “nuestra Rebecca” en su entregada crítica de estreno para la revista Primer plano. (6) Las comparaciones atraviesan buena parte de los innumerables escritos elogiosos que se prodigan en periódicos y revistas, tanto especializadas como de información general, en los meses posteriores. En uno de ellos, publicado en Barcelona en noviembre de 1944, el autor señala algunos aspectos ciertamente relevantes que habrán de servirnos como punto de partida para nuestro análisis posterior:

El clavo fue un proyecto constantemente mimado por Gil; con él bajo el brazo llegó a los estudios para rodar su primera película; dándole forma, madurándolo, consiguió el humorismo delicioso de Viaje sin destino (1942) y Huella de luz (1943) (…). Él ha declarado que Eloísa está debajo de un almendro (1943) le sirvió para medir sus fuerzas con el problema que podía representarle la realización de El clavo tal y como la había proyectado, que no era otra que el logro de la ‘atmósfera’, esa ‘atmósfera’ densa que nos explica sin palabras, pero con un realismo imponente, la época, el ambiente, las pasiones”. (7)

El Clavo (Rafale Gil, 1944)

El Clavo (Rafale Gil, 1944)

La tarea de historiador ha de ser, aquí, la de reflexionar en profundidad sobre la dialéctica tradición/estilo personal que se esconde en esa citada preocupación atmosférica que caracteriza la puesta en forma de Rafael Gil. Algunas reflexiones historiográficas han incidido, por vías distintas, en el enorme peso que nuestra tradición pictórica (y teatral) ha tenido en la configuración de algunos de los modos de estilización que particularizan el cine español a través de su historia, hasta el punto de que parece difícil trazar un mapa de su(s) configuración(es) estilísticas sin detenerse a reflexionar sobre el mismo. (8) Esa es -surgida a la vez de una de las más singulares consecuencias formales de la extrema endeblez de la industria cinematográfica española desde el periodo mudo, que había motivado un trabajo en general más enfocado a la disposición interna del plano que hacia (más caras y complejas) investigaciones ligadas en el ámbito del découpage (9)- la tradición, ambiental y mostrativa, en la que Rafael Gil está inmerso culturalmente, y nada debe sorprender por ello que -pese a los referentes americanos (muy especialmente King Vidor) una y otra vez citados por el cineasta como modelos referenciales para su trabajo- un análisis detenido de sus detallados guiones técnicos (10) -sobre todo a partir de El hombre que se quiso matar (1942), del que, como vimos, Gil no era autor- permita comprobar una serie de rasgos comunes a todos ellos bien sintomáticos y en estrecha relación con lo dicho: un total de planos que oscila aproximadamente entre los 400 y los 450, con bien detalladas panorámicas y travellings, y entradas y salidas de campo de los personajes. En cuanto a la escala, son muy escasos los planos cercanos (primeros planos o de detalle) y destacan abrumadoramente desde el punto de vista cuantitativo los medios, (sobre todo) americanos o tres cuartos y de conjunto. Esa contención escalar -limitando al máximo la aspereza de los extremos- expresa la búsqueda por parte de Gil de una distancia justa que, sin alejarse de los personajes, privilegia -como señaló Fernando González- el ambiente en el que se desenvuelven y, “[e]n íntima relación con esto, hay que resaltar que rara vez se señalan contracampos que funcionen como subjetivas de un personaje”. (11) En definitiva, “[c]on independencia del texto y sus características Gil opta por una visión externa que subordina la acción y los personajes a la creación de una atmósfera”. (12)

Pero lo realmente interesante es, a partir de aquí, analizar en profundidad los dispositivos visuales -a los que ya nos hemos referido brevemente en páginas anteriores- de los que Gil-Fraile-Alarcón van a valerse, desde la conciencia de un estilo propio que va formándose progresivamente y que ve la luz, más allá de su huella y en todo su (melodramático) esplendor, en la película que ahora nos ocupa. El papel de Alfredo Fraile es trascendental en esa evolución. Siguiendo las férreas instrucciones del director, que daba indicaciones muy exactas de lo que quería, Fraile ahondaba desde Huella de luz en su voluntad de lograr un estilo fotográfico reconocible, siempre en beneficio del ambiente de cada film particular -”la fotografía la determinaba el argumento”, declararía- pero directamente marcado por la tradición heredada del austriaco instalado en España desde 1934 Heinrich Gaertner (Enrique Guerner), que había trabajado como ayudante u operador principal en un elevadísimo número de films alemanes junto a directores tan relevantes como, por ejemplo, Robert Wiene. Influido también por los directores de fotografía europeos instalados en Hollywood (como Karl Freund o Eugen Schüfftan), Fraile vuelve su mirada hacia (…) Hollywood (…) [y] termina por descubrir la estética de la Fox y, sobre todo, la de su más prestigioso director de fotografía: Arthur Charles Miller. (13) En fin, y junto a un tipo de material sensible pancromático que generaba altos contrastes, a la tendencia generalizada en España al modelo de iluminación denominado “clásico-barroco” (14) y a las propias técnicas lumínicas de la época, su gusto y conocimiento de la pintura española y en especial de la estética claroscurista de José de Ribera (15), acaba por modelar un estilo muy contrastado y sutil de gran potencialidad dramática y simbólica. Con todo, y como anticipamos, sólo “será en 1944 [con El clavo] cuando Fraile consolide definitivamente el control sobre la sombra esbatimentada y cuando comience a indagar a fondo las posibilidades simbólicas de la aplicación del esbatimento”. (16)

Lo más curioso y extraordinariamente complejo -como apunta Fernando García en su ya citado trabajo sobre el film- es que dicho dominio de sus armas lumínicas, puestas al servicio de Gil -y con relación a El clavo llega a hablarse ya en la época de “pintura, grabado o aguafuerte” (17) e incluso de “orfebrería” (18)-, tiene lugar en un texto que pretende, sin renunciar a su estilo, responder a Rebecca, culmen entonces, como veíamos, de la modernidad hollywoodiense.Esa “contestación española”, que tenía para la crítica de la época profundas implicaciones ideológicas -el citado Gómez Tello, por ejemplo, opone la potente y poética “alucinación literaria” de Gil a la pérfida “sugestión cinematográfica” de Hitchcock, la “católica españolidad” de El clavo a la “corticalidad, heretismo y materialismo” de Rebecca era, por lo demás, consciente por parte de Rafael Gil, quien en una entrevista ya citada, publicada en Primer plano en octubre de 1944, señalaba cómo, pretendiendo hacer una película “muy nuestra”, quería, a la vez, introducir en España un tipo de film “como Gaslight (Thorold Dickinson, 1940), por ejemplo, en que la ‘atmósfera’ parece salir de los personajes…”, iniciando, aquí, “la modalidad cinematográfica de Rebecca”. (19)

El Clavo (Rafale Gil, 1944)

El Clavo (Rafale Gil, 1944)

3. En las páginas anteriores no hemos hecho otra cosa que señalar dos ejemplos ─conectados a través de Hitchcock pero del todo diversos─ de cómo la crítica es útil para el historiador y éste debe tomarla en cuenta, aunque sus intereses y perspectivas sean muy diferentes. La historia debe partir de estudios y análisis detallados y rigurosos, mientras la crítica es, muchas veces ─no siempre, desde luego, pensemos en André Bazin o en Guillermo Cabrera Infante─ coyuntural y pasajera, superficialmente valorativa.

El historiador del cine, y con ello quiero concluir, no puede centrar su atención en la impresionista bondad de tal o cual película que tanto ocupa y preocupa al crítico, sino en analizar su singularidad, sus procedimientos formales, sus complejos procesos de reelaboración de (o ruptura con) las culturales tradiciones visuales de las que parte para seducir a sus potenciales espectadores y, en definitiva, la respuesta textual que es capaz de oponer a las predeterminaciones del tiempo histórico de su realización.

(1) Casetti, Francesco (1994): Teorías del cine. Madrid: Ediciones Cátedra: 11.

(2) Allen, Robert C. y Gomery, Douglas (1995): Teoría y práctica de la historia del cine. Barcelona: Ediciones Paidós Ibérica: 13.

(3) Brunetta, Gian Piero (1979): Storia del cinema italiano. Roma: Editori Reuniti.

(4) Casetti, Francesco, op. cit., p. 333.

(5) Allen, Robert C. y Gomery, Douglas, op. cit., p. 111.

(6) Gómez Tello, José Luis (1944): “Ante el estreno triunfal de El clavo. Las tres dimensiones de una gran película española”, Primer plano 208 (8 de octubre de 1944). En buena parte de las críticas el film se compara sobre todo con Rebecca, pero también con otras películas como Wuthering Heights (William Wyler, 1939), Gaslight (Thorold Dickinson, 1940) o The Little Foxes (William Wyler, 1941). Una película dramática y, entonces, “muy del gusto de la época, si se tienen en cuenta los éxitos actuales” (Sin referencia. Sin fecha. Colección hemerográfica de Rafael Gil hijo).

(7) Sin referencia. Colección hemerográfica de Rafael Gil hijo.

(8) Nos referimos, por un lado, a la intervención de Julio Pérez Perucha, titulada “La tradición pictórica en el cine español del periodo mudo”, en el seminario La pintura en el cine: una aproximación, celebrado en Valencia del 7 al 11 de noviembre de 2005 y dirigido por Vicente Ponce. Por otro, a las reflexiones sobre el tema de Fernando González en un notabilísimo artículo sobre El clavo (“El clavo, de Rafael Gil en la búsqueda de un modelo para el cine español”, Archivos de la Filmoteca, nº 45 [octubre, 2003], págs. 74-93). Nosotros mismos hemos mediado en el tema en dos ponencias recientes (“La huella de la pintura en el cine español tras la Guerra Civil”, en el seminario La pintura en el cine…, ya citado, y “Don Quijote de la Mancha de Rafael Gil”, leída en el curso del Congreso Internacional El Cine y el Quijote, celebrado también en la ciudad del Turia entre el 15 y el 17 de noviembre de 2005).

(9) Pérez Perucha, Julio, “La tradición pictórica en el cine español del periodo mudo”, ya citado.

(10) Que, con conclusiones similares, Fernando González García (Crise no Cinema Espanhol. As adaptaçoes de textos literarios de Rafael Gil para a Cifesa: 1942-1945, ya citado) realizaba para las adaptaciones a partir de las copias conservadas en la Biblioteca Nacional y nosotros (contando también con Viaje sin destino)de los utilizados durante los rodajes por el propio Rafael Gil y que incluyen en ocasiones significativas anotaciones y eventuales modificaciones a mano (colección particular Rafael Gil hijo).

(11) Ibidem

(12) Ibidem

(13) Rubio Munt, José Luis (2001): “Aplicación simbólica del esbatimento por los directores de fotografía españoles de la primera generación de posguerra: el caso de Alfredo Fraile”, en VV. AA., La herida de las sombras. El cine español en los años cuarenta, AEHC, Cuadernos de la Academia 9: 144-145. En un importante artículo sobre la fotografía cinematográfica española de los años cuarenta y cincuenta, Vicente Sánchez-Biosca reparaba ya en los cruces de modelos y la confluencia de tendencias que se producen entre las grandes corrientes fotográficas que se hallan en la base del cine español. Dos modelos de iluminación casi programáticos, norteamericano y germano, que se encuentran en los films mixturándose y “siempre eliminando lo más programático de uno y otro”. Sánchez-Biosca, Vicente (1989): “Fotografía y puesta en escena en el film español de los años 1940-1950”, en Llinás, Francisco (coord.), Directores de fotografía del cine español, Madrid: Filmoteca Española: 57-92.

(14) Revault d’Allones, Fabrice (1991): La lumiêre au cinéma, París: Editions Cahiers du Cinèma.

(15) Rubio Munt, José Luis (1995): “Alfredo Fraile y la pintura de José de Ribera”, D’Art 21.

(16) Rubio Munt, José Luis (2001): “Aplicación simbólica del esbatimento…”, op. cit., p. 149.

(17) Sin referencia. Noviembre de 1944. Colección hemerográfica Rafael Gil hijo.

(18) Sin referencia. Sin fecha. Colección hemerográfica Rafael Gil hijo.

(19) Coello, Vicente (1944): “Relato en tres tiempos de una gran película española”, Primer plano 208 (8 de octubre de 1944). 

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