AMOUR, de Michael Haneke
El cine, visto en la gran pantalla, es una experiencia. Las películas promueven una identificación emocional con el espectador a través de la manipulación narrativa o estilística: por ejemplo, la música o un acontecimiento catárquico en el melodrama establecen una relación sentimental con la audiencia. De cierta manera, la manipulan, utilizando la suspensión de la incredulidad y la identificación con los personajes para jugar con el espectador. Esa parece ser también la agenda del cineasta Michael Haneke: proporcionar una experiencia a su audiencia. Por una parte, nos coloca delante de una cierta manipulación, pero por otra, propone una reflexión racional, un espejo para mostrar nuestra propio rostro, la cara de quien ve. Esa es la intención de Funny Games (Michael Haneke, 1997, 2007), por ejemplo, una película que juega, a través de los géneros, con la exploración de la violencia. En este trabajo, la película-como-experiencia fue llevada hasta el límite: para hablar a la audiencia americana, el autor volvió a filmar todo el proyecto con un reparto totalmente anglófono. Es como si quisiera decir: “diviértanse, pero se no olviden que esto mismo es lo que ustedes son”.
Parece que Amour comparte exactamente la misma visión del mundo que Funny Games: otra vez su estilo es realista y árido, en donde los momentos narrativos se suceden como episodios y no como efecto de la cámara, que asiste a la acción como un testigo de lo que pasa. Esta experiencia seca está basada en el efecto narrativo y en la sucesión de los episodios, que están estructurados muchas veces en diálogos y encuentros (la hija que visita a los padres, el alumno que visita a la profesora, etc.) en una progresión que va progresivamente aumentando el grado de incomodidad. No obstante, el episodio en el que Georges / Jean-Louis Trintignant lucha por echar a una paloma del interior de la casa resulta, por contraste, un episodio liberador.
Entonces, al final, ¿de qué va Amour? Siendo una experiencia, ¿qué quiere proporcionar? No es casualidad que la película comience por el final, cuando ya no hay nada más que una casa vacía y cerrada. El olor que nota la policía, con náuseas, es revelador: alguien murió y allí está el resultado de su final. Por eso, a través de este flash-forward, nos damos cuenta de que Amour trata de un proceso: una secuencia de degeneración física anunciada en aquel instante transgresor en el que Anne / Emmanuelle Riva deja de responder a su marido en la cocina tras un ataque cerebral imprevisible. Un largo camino comienza en ese momento, y el espectador ya sabe qué tipo de experiencia va a vivir (con razón, algunas personas no quieren ver esta película por no ser capaces de soportar la experiencia de la degradación física).
Amour, un título sugerido por el actor Jean-Louis Trintignant, trata por lo tanto de la relación terminal entre dos personas a través de la progresiva degradación de una de ellas. El título es sin duda certero porque obliga a atender a las ambigüedades de la palabra y revela las violencias que provoca. Por eso, la experiencia a la que Haneke somete al espectador es la de sentir el terror de la muerte y del doble rostro del amor cuando ese terror se aproxima. La música clásica potencia esta idea: la pasión por la belleza (exponencial en el largo plano en la sala de espectáculos) ya no se puede sentir de nuevo. Por eso, la música se interrumpe varias veces, convirtiéndose ella misma en una visión del fin: primero cuando el pianista visita a la profesora y después cuando Georges, sólo en la sala, imagina un pasado con Anne. También se puede decir que ese pasado o memoria ya no existe, como evidencia el estado de salud de Anne, de forma que el tiempo avanza, inexorable, hacia el fin.
La manera en la que Haneke concibe el espacio es primordial para el funcionamiento de la película, dividiendo las habitaciones de la casa según su función narrativa: la cocina (en donde todo pasó), la sala (en donde se producen los encuentros y en donde el presente es terrible) y el cuarto (el lugar de los miedos, en donde se anticipa el futuro: ese fin que sabemos que va a llegar). La creciente claustrofobia del apartamento, de donde sólo se sale al comienzo de la película, hace de Amour una experiencia focalizada e intensa, de la que el espectador no tiene ninguna fuga narrativa, ni visual, ni sonora.
Haneke retrata en esta película un proceso lineal sin rechazar ver cada fase: las elipsis sólo sirven para distender la narrativa y nunca para evitar el choque. En ese aspecto, la manera en la que expone el cuerpo envejecido también es importante, como cuando Georges tiene dificultades para caminar o para socorrer a Anne. Amour es así una película sobre el límite, sobre la experiencia de un proceso irreversible del que nunca podremos escapar. Esa realidad tal vez sea la más terrible –y, al mismo tiempo, pacificadora– que el espectador pueda llegar a sentir.
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