CANNES 2018 EP. 4: EL PEOR JIA ZHANG-KE
Llegó otro de los nombres grandes de la sección oficial. No podemos más que considerar Ash Is Purest White (Jia Zhang-Ke, 2018) como una tremenda decepción. El chino vuelve a poner a Tao Zhao como mujer protagonista con carácter, en un papel que recuerda al de Un toque de violencia (2013). Su pareja en la pantalla es Fan Liao, versado en el cine de género, con Black Coal, Thin Ice (Yinan Diao, 2014) como el primer filme que viene a la mente. Dado que la historia comienza con el asesinato del jefe del clan al que pertenecen y su caída por disturbios públicos por los que van a la cárcel, podría uno creer que se encuentra ante una áspera película de mafiosos, que recuerda a los títulos de la yakuza filmados por Takeshi Kitano y Kinji Fukasaku. Pero cuando la mujer sale de la cárcel en busca del amado, la cinta se vuelve una river-movie por las Tres Gargantas, lugar al que su realizador ha dedicado varios filmes. La confrontación de la pareja rota se transforma en filme intimista a lo Secretos de un matrimonio (Scener ur ett äktenskap, Ingmar Bergman, 1974) y finalmente aparece la ciencia-ficción, con OVNIs incluídos.
Por el medio, hay muchos lugares ya transitados en la filmografía de Jia. Está la corrupción de su sistema político, la desindustrialización del carbón, el contraste entre la vida rural y en la ciudad, la desaforada urbanización masiva, la transformación del paisaje… Lo que no acabamos de comprender es a dónde pretende ir con toda esta mezcla de géneros y temas. Ash Is Purest White no es un filme, es como un conjunto de cintas con los mismos protagonistas, pero sin ningún centro, nada a lo que agarrarse para armar un discurso. Uno tiene la sensación de que le están gastando una broma, y la seguridad de que se encuentra ante la peor película de toda la larga carrera de un destacado realizador al que admira.
Kapuściński traicionado
Me cuesta también contener el enfado ante una película que no es simplemente mediocre, me resulta insultante. Fuera de competición se presentó Un día más con vida (Raúl de la Fuente, Damian Nenow, 2018), presunta adaptación del libro de Ryszard Kapuściński en el que cuenta la guerra civil de Angola cuando los portugueses deciden abandonar el país en 1975. Vamos a dejar a un lado la cuestión de los idiomas, entendiendo que es una coproducción hispano-polaca con vocación internacional, así que se supone que aquí todos deben hablar inglés con acento. Kapuściński siempre escribió en su propia lengua, y dado que hay una productora polaca detrás, no les costaba nada buscar un actor de allí para el off, pero dejémoslo. Es un tema con el que soy excesivamente inflexible, que no suele ser comprendido por mucha gente, y que me posiciona de forma muy negativa desde el inicio de este visionado.
El segundo prejuicio que tengo que combatir es el del documental de cabezas parlantes. Kapuściński iba a donde estaba la noticia, no cubría ruedas de prensa. Los directores aquí parecen estar más interesados en los sound bites del reportaje televisivo antes que en buscar, a través del cine, la verdade que el polaco procuraba a través de su literatura. Un día más con vida no es finalmente una adaptación del libro, sino una suerte de making of espectacular sobre cómo se escribió. Así, los investigadores del guion dan con el paradero de los compañeros periodistas que trabajaron con Kapuściński en ese conflicto, también con algunos de los guerrilleros que conoció, y deciden entrevistarlos para esta película que mezcla animación con imagen real. Esta última es la investigación sobre cómo se escribió el libro, la animación es la adaptación.
Y esta adaptación no es un Vals con Bashir (Ari Folman, 2008), parece más bien seguir la senda de videojuegos como XIII o Max Payne. Al igual que las imágenes que capturan en la Angola actual son folclóricas y eurocentristas, la animación que diseñan es un desfile de sueños que tiene Kapuściński y escenas de acción que en absoluto transmiten lo que fue el conflicto ni lo que es la novela. El filme es efectismo puro, una suerte de hagiografía que pretende convertir en icono pop al escritor sin profundidad alguna y que, al optar por un estilo que está en las Antípodas de su legado, lo que hace es ensuciarlo. Hay un momento de la película en el que un estudiante en Varsovia le pregunta a Kapuściński si, al participar de la cobertura de la noticia, no está alterarando la noticia misma que se quiere contar. El experimentado periodista no sabe qué responderle, pues ese es el peso con el que deben cargar los que informan de verdad, cómo encontrar el equilibrio entre la intervención y la transmisión con honestidad, pues la información nunca puede ser objetiva. Como los angolanos ante su conflito, Kapuściński duda. Por eso era tan bueno, porque abrazaba con inteligencia y respeto por la profesión esa “confusão”. Los guionistas lo incluyen en el filme, pero se ve que el mensaje no lo pillaron.
Pitorreándose de Cristiano Ronaldo
Afortunadamente, siempre nos quedará la Semana de la Crítica para compensar el descalabro que, Jean-Luc Godard y Pawel Pawlikowski a un lado, está siendo la sección oficial. Diamantino (Gabriel Abrantes & Daniel Schmidt, 2018) da exactamente lo que prometía y supera con creces la prueba de la ópera prima de un dúo que ya nos diera grandes cortometrajes. Este filme dará qué hablar en Portugal. Parodia descarada de Cristiano Ronaldo, el jugador de fútbol Diamantino Matamouros al que se refiere el título sufre una crisis cuando debe marcar el penalti que le dará la copa del mundo a Portugal. El filme comienza con el anterior partido, en el que marca dos espectaculares goles, con una voz en off contando su historia. Explica cómo se concentra ante el gol, vaciando la cabeza de todo pensamento y en comunión con unos perritos gigantes que lo acompañan en su imaginación, que surgen de una niebla rosa que aparece en el campo. Como en el anime Oliver y Benji (1983), este trasunto de CR invoca a sus criaturas para marcar el gol.
Este va a ser el tono de toda la película, en la que hay cirugías de cambio de sexo, conspiraciones de partidos fascistas, dos hermanas malvadas que parecen salidas de Cenicienta y una base secreta propia de las películas más locas de James Bond. Nos movemos en el mundo del cuento grotesco, con un Diamantino que tiene, dice una científica que lo analiza, un 10% de la capacidad cognitiva normal. La de un niño de parvulario. Diamantino es idiota, pero no es culpable de las cuentas offshore de las hermanas, que ni sabe lo que son, e intenta dar sentido a su vida queriendo adoptar a un “fugiado” cuando aparece una balsa con ellos ante su yate y se da cuenta de lo que son: “no era una persona muy informada, no sabía nada fuera del fútbol”, pero esas personas estaban sin “agua para beber” (y sí, lo dice con la entonación de la famosa canción de bossa nova de Vinicius de Moraes y António Carlos Jobim).
Empezamos riéndonos de Diamantino y acabamos por amarlo. Es un tonto, pero es buena gente. Su razón para jugar al fútbol, por infantil que pueda sonar y aunque tenga la cabeza de un crío, no es otra que hacer lo que le gusta y sabe hacer bien para sentirse bien consigo mismo y “dar fe a las personas”, como le decía el padre, pues los estadios son las nuevas catedrales de nuestro mundo. Es ahí donde Abrantes y Schmidt ponen el dedo. Diamantino es una crítica al fútbol como máquina despiadada de hacer dinero y como herramienta política por parte de todo gobierno para mantener contentas a las masas. Un régimen del que Diamantino, criatura inmaculada e inocente, participa sin darse cuenta, porque el pobre no da para más. Magnífica interpretación de Carloto Cotta, que ya nos demostrara lo que vale en Tabú (Miguel Gomes, 2012) y que aquí clava los gestos de Ronaldo. Pero al rato ya nos olvidamos de esa base real y acompañamos a un personaje tan tonto como entrañable en su aventura personal por dejar atrás el síndrome de Peter Pan. No lo olvidemos, estamos en un cuento. ¿O es una distopía?