CANNES DÍA 4: PARK CHAN-WOOK Y MAREN ADE DIVIDEN
Cuarta jornada en Cannes y los ánimos no podían estar tan divididos. Las dos últimas películas de la sección oficial, The Handmaiden (Park Chan-wook, 2016) y Toni Erdmann (Maren Ade, 2016) están fomentando en los pasillos del Palais un intenso debate. Para nosotros, la única que les hace sombra es la de Cristi Puiu, y nos aventuramos a afirmar que estas tres se van a llevar algo, si no la Palma. Aun queda mucho festival, pero tras una primera jornada muy tibia, el nivel está tan elevado y competitivo, que pinta como una buena edición.
The Handmaiden es, se pongan como se pongan algunos, el mejor filme de Park Chan-wook desde Oldboy (2003). Tras varios años dando resultados estimables sin arrebatar como con su obra maestra, vuelve a un filme de cuidada ejecución formal y renueva su filmografía saliendo por fin del tema de la venganza, que parecía tenerlo un tanto restringido. Hay quien achacará al surcoreano un aburguesamiento de las formas, y no habrá nada que contestarles. La pulcritud máxima que Park saca de su director de fotografía habitual, Chung Chung-hoon, contrasta con los momentos más sucios de Oldboy. Estamos ante un filme de época, profundamente lujoso, contado en su gran parte en una mansión durante la ocupación japonesa, donde sirve a la señora de la casa una criada coreana. No hay ni un solo movimiento titubeante, lo que importa es el preciosismo de os detalles y una profundidad de campo que saca partido a la magnífica tarea de arte de Ryu Seong-hie, también habitual en el equipo de Park (y de su compatriota Bong Joon-ho).
No nos ponemos a hacer una enumeración del equipo técnica por casualidad, pues The Handmaiden es ante todo un ejercicio de género que algunos tachan de frívolo (con razón, pero ya le iba viniendo bien un poco de ligereza a este pesado Cannes 2016), y que cuenta en estos elementos técnicos con su mejor arma. Park se inventa escenas solo por el placer de filmar un plano con el que experimentar con una travesura narrativa, al modo de Alfred Hitchcock. Todo es majestuoso en esta obra, delicado placer culpable de una historia de traiciones que gira en torno a la seducción, y que llega a ser muy explícita, estando en realidad más cerca en espíritu de Las amistades peligrosas (Stephen Frears, 1988) que de El imperio de los sentidos (Nagisa Oshima, 1976). En su estructura capitular y no cronológica, y el uso de las elipsis, se emparenta con Kill Bill (2003-2004), y en general con la obra de Quentin Tarantino. No debo ser el único en pensarlo, pues mientras escribo esta crónica en la sala de prensa, un colega surcoreano, seguramente contento con la recepción de la obra en cuestión y escribiendo también la crónica, silba la banda sonora de las andanzas de la Novia.
Con una sorpresa que es necesario no contar entre estos capítulos – ya lo avisaba Henri Georges Clouzot al inicio de Las diabólicas (1955), «por favor, non cuenten el final de la película a sus amigos» – la gracia de The Handmaiden para el amante del género está en ir descubriendo sus misterios conforme avanzan, siendo cómplice y avanzando situaciones que los personajes no conocen, como un voyeur más que participa en ese juego de confidencias inventadas, proyectándonos en las ficciones dentro de la ficción que entraña la historia. Esta cinta es como una muñeca rusa. Cuando quitas una capa, intuyes lo que va a haber debajo. No importa acertar o no, el goce está en ir abriendo las capas hasta el final.
Nada que ver esta película con la también notable Toni Erdmann. Maren Ade cumple de sobra las expectativas y saca nota en este nuevo estudio de personajes, muy superior a Alle Anderen (2009). El relato se centrase en los esfuerzos de un padre por hacerle ver a su hija que lleva una vida infeliz en su trabajo de Bucarest. Va a visitarla y, ante la incapacidad de conectar con ella a través del sermón, se inventa un personaje ficticio con el que poder introducirse en su círculo laboral y de amistades y provocar cataclismos emocionales en Ines que la ayuden a avanzar. Esta chica, interpretada de forma soberbia por Sandra Hüller, tiene bastante en común con la protagonista de Victoria (Justine Triet, 2016), presentada aquí en la Semana, y también adicta al trabajo. Son mujeres que no le deben, ni quieren, deberle nada a nadie. Como tal, sobreviven en ambientes muy masculinos asumiendo actitudes más asociadas a los hombres. En ambos filmes, sus compañeros de trabajo son presentados como individuos misóginos, caprichosos y utilitaristas, incapaces de pensar más allá del resultado directo de sus esfuerzos en la empresa. Lo que diferencia a Victoria e Ines es que son capaces de mantenerse dignas sin obviar que el ser humano necesita a veces de apoyo. En el caso de Victoria, el amor romántico la salvará del hueco en el que anda metida. Para Ines, comprender a su padre, quizás como adulta y ya no como una niña, será su vía de salvación en esta poza de tiburones.
Detesto la acepción «cine de mujeres» por excluyente, pero no podemos dejar de remarcar en este caso que solo dos mujeres podrían haber escrito estos guiones. El de Toni Erdmann es mucho más audaz que el de Victoria, y desconcierta. Comienza como un drama al uso, pero podría ser una comedia, y es también un estudio de la empresa capitalista moderna, en la línea de Margin Call (J.C. Chandor, 2011). Sin hablar directamente del tema, acaba por ser muy relevante a la hora de apuntar las dinámicas que mueven a los CEO de las grandes corporaciones (para más inri, se trata de una petrolera). Sin ser un filme de denuncia, coma el de Ken Loach, resulta profundamente político y feminista. Es muy austero, pero es tierno. No busca conmover, pero lo hace con pequeños detalles. Dura casi tres horas, va de una escena a otra con naturalidad, y no se preocupa de ninguna estructura en actos. Todo funciona, y hay bonitas sorpresas. Peter Schimonesick coma el padre demuestra grandes dotes cómicas y la química con Sandra Hüller es descomunal.
A los ojos de los padres, siempre seremos chavales. La relación de Ines y Toni, la de dos adultos, transmite más bien la dinámica de una niña pequeña con un protector que entra en escena como un tanto ridículo y acaba por relevarse como heroico en su cotidianeidad. El traje tradicional búlgaro que saca malos espíritus de la casa, y con el que el padre sorprende a su hija en su fiesta de cumpleaños al final de la cinta, de tan enorme y peludo que es, pareciera un oso gigante. Cuando esa mujer perdida sale corriendo tras él y se precipita contra su pecho, es como la bella que abraza a un cariñoso King Kong. Ines vuelve a la infancia, está en lugar seguro. Ade logra salvar el ridículo, aun no sabemos como, y volver tierno y emotivo ese momento sin ningún tipo de trucos musicales o visuales, solo con la sencillez de una cineasta que, como Ines, ya ha crecido, y a su cinema no se le ven las costuras.
Ya en Un Certain Regard, vimos The Student (Kirill Serebrennikov, 2016) y The Transfiguration (Michael O’Shea, 2016). La primera reflexiona sobre el poder de los dogmatismos religiosos cuando intentan imponer su razón. Un joven obsesionado con la Biblia acaba por dictar las reglas de su instituto ante sus actitudes radicales, siempre apoyadas en palabras del texto sagrado. Serebrennikov tiene el valor de filmar estos monólogos en planos-secuencia que privilegian la interpretación encendida de sus actores, en una suerte de cuento moral en la tradición literaria de Fiodor Dostoievski. La última es un cruce ya muy visto entre un drama indie teen y un filme de vampiros, más seco que la mojama. Como la versión mumblecore de la saga Twilight.