CLERMONT 2016: TODOS ESTÁIS INVITADOS
El festival internacional de cortometrajes de Clermont-Ferrand ha reunido un año más todas las tendencias del cine en formato breve en sus más de 30 sesiones a competición. El certamen confía en su tamaño para sacar músculo, erigiéndose en principal embajador del corto en Europa, con la diversidad como su seña identitaria. Dados los diferentes estilos de sus secciones, uno debe saber cuando se acerca a Clermont, que si quiere pasar un buen rato con competentes historias de corte academicista, tan bien ejecutadas como clásicas, su sección es la internacional. Si le apetece una buena ensalada francesa, en la sección nacional del certamen podrá encontrar pequeñas joyas; pero ojo, hay que diferenciar el tierno tomate de los canónigos de bolsa, porque mucho es lo que se cuela en el bol, en un afán del festival de querer representar su rico y voluminoso cine nacional. Si, por el contrario, prefiere dejarse sorprender por obras que priman la experimentación lingüística, métase en vena Labo.
Lo social e íntimo como brújula
En la primera de estas secciones, las temáticas sociales e intimistas brillaron como protagonistas, en una serie de filmes que parecían ser vehículo para temas de relevancia como la violencia de género – Talvisydän (Jussi Hiltunen, 2015), Alb (Paul Cioran, 2015) – las relaciones paterno-filiales – Ihr Sohn (Kathatina Woll, 2015), Piknik (Jure Pavlovic, 2015), Le nom que tu portes (Hervé Demers, 2015), Syn (Philip Sotnychenko, 2015) – o la puesta en valor de la independencia laboral femenina – Ainda Sangro Por Dentro (Carlos Segundo, Nemer Castro, 2016), Freeze (Nelicia Low, 2015), Nia’s Door (Kek Huat Lau, 2015), Las cosas simples (Álvaro Anguita, 2015).
No faltaron tampoco dramas o comedias de línea clara, amables y frescos, en una línea Sundance o Jeonju muy reconocible, como pueden ser los casos de Touch (A. Stephen Lee, 2015), Boiler (Lee Young-a, 2015) o Polski (Rubén Rojas Cuauhtemoc, 2015). Kasco (Mojtaba Ghasemi, 2015) suponía un soplo de aire fresco en esta vía, pulcra en exceso para los paladares más sofisticados. La película cuenta el encarcelamiento injusto de un hombre con un tono de realismo mágico cercano al de Bahman Gobadi, en una pieza de gran peso simbólico y metafórico. Un bello alegato contra la justicia mal aplicada, y el dolor punzante del amor no correspondido, que además tiene el buen gusto de homenajear a Papillon (Franklin J. Shaffner, 1973).
Otra película en esta liga, un poco fuera de la norma, fue Mil capas (Tess Anastasia Fernández Massieu, 2015). Competente historia de amores adolescentes con nostalgia en torno a un balneario en ruinas, que actúa como dispositivo de la memoria personal – hay un momento de imágenes caseras en súper8 dentro de la ficción, recuperadas por la propia directora – su estilo resulta un curioso cruce entre el de João Canijo y el de Kleber Mendonça Filho.
Entre todos estos temas, hubo dos de mayor peso simbólico, ya no por volumen, sino por la importancia que el festival pareció otorgarles, desde una cierta posición de militancia. La visibilización del colectivo homosexual tuvo sus mejores representaciones en Amal (Aïda Senna, Mourad Zaoui, 2o15) y Takk for turen (Henrik Martin K. Dahlsbakken, 2015). Este último, uno de los mejores dramas del certamen, cuenta con cariño los últimos días de un anciano mientras su pareja le cuida hasta su muerte. En el velatorio, la hija del fallecido reaparece para presentar a su hija a su «otro abuelo», en un sentido gesto de reconciliación. La dificultad del filme estaba en resultar coherente sin caer en el empalago, tarea que Dahlsbakken consigue con una narración pausada y detallista, que recuerda a la última etapa calmada y realista de Ingmar Bergman. Dos actores en estado de gracia ayudan a redondear una película emotiva, que arrancó los aplausos entusiastas de la sala.
Más irregular, pero interesante, se muestra Amal. Con una estructura narrativa fragmentada en pequeños instantes que funcionan de modo circular, se reflexiona en torno a una situación concreta que denuncia los matrimonios concertados y el rechazo a la homosexualidad en Marruecos.
El segundo gran tema social de especial relevancia fue el de los refugiados y migrantes económicos, con varias historias en contextos geográficos muy apartados. Mientras que algunos de estos filmes se centraban en el mensaje, sin mayor interés más allá de la visibilización de una situación concreta, como la de los refugiados kurdos en campamentos de Seva Sirêj (Kamiran Betasi, 2014), otros convocaban a grandes cineastas en sus apuestas, como Ferris Wheel (Phuttiphong Aroonpheng, 2015), con una madre y su niño cruzando la frontera de Birmania con Tailandia, en una película que recordaba un poco a la parte más pop de Apichatpong Weerasethakul y que recogía algo de su espiritualidad y la relación entre lo urbano y o selvático; o la evocación de Brillante Mendoza que realiza Carlos Piñeiro en Amazonas.
Estas temáticas también se colaban en los documentales, mayoritariamente de denuncia, como Uzak m1… (Leyla Toprak, 2015), sobre mujeres kurdas que combaten a los invasores de sus tierras; la exposición del «no cambio» en Egipto tras la revolución, que propone Just Another Day in Egypt (Nikola Ilic, Corina Schwingruber Ilic, 2015); o la explotación laboral de un anciano aguador mostrada en Anay ny lalana (Nantenaina Fifaliana, 2015).
El género como arma política
Este interés de denuncia se trasladó al cine de género. Por ejemplo, la situación de limbo laboral y geográfico que viven muchos refugiados sirios se cuela en No One Gets Out of Here Alive (Ramzi Bashour, 2015), una película que empieza como drama obrero clásico y termina por apuntar una historia de cine negro en su fuera de campo. De vecinos y fronteras va también Lost Village (George Todria, 2015), el gran filme fantástico de este año en Clermont-Ferrand. Adaptación del relato de Julio Cortazar Casa tomada, ésta resulta una película de gran poder evocador, creando una tensión con elementos como niebla densa, oscuridad y detalles iluminados y, como la anterior, un rico fuera de campo; que permite hablar de un nuevo cine de género sin relato, solo a base de sensaciones, tras haber vaciado el esqueleto de la trama. Ya conocemos sus mecanismos, ¿para qué repetirlos? Lost Village es como El bosque (M. Night Shyamalan, 2004) desprovista de sus giros, solo con el poder visual y encantador del faquir Andrey Tarkovsky en Stalker (1979).
Abriendo nuevas vías para el género, encontramos también Fuel to Fire (Sam McMullen), una interesante mezcla de entrevistas ficcionadas, metraje encontrado grabado un uno de los primeros móviles – lo que da una imagen muy rota – y reconstrucción ficcional de un asesinato; en la que se reflexiona sobre la veracidad de la opinión pública.
Y como de mezclar va la cosa, ahí nos encontramos con otros cockteles dignos de mención como Midland (Oliver Bernsen, 2015), cruce perfecto entre el drama teen y el terror de sectas low-budget o, ya en la sección francesa, Maître-Chien (Jean-Alain Laban, 2015), un cruce de hostias entre Jean-Pierre Melville y Guy Ritchie, en torno a un vigilante de supermercados que defiende su territorio contra una banda criminal.
La sección francesa reproduce un poco el esquema de la internacional, aunque es más permeable a trabajos de cariz más experimental, como Journal afghan (Cédric Dupire, 2015), películas de diarios filmados reapropriados con los que se experimenta de diferentes modos sin gran definición, pero que arroja algo de luz sobre el carácter burgués e imperialista del exotismo colonial.
Otras películas destacables en esta categoría fueron D’ombres et d’ailes (Elice Meng, Eleonora Marinoni, 2015), una especie de Antz (Eric Darnell, Tim Johnson, 1998) con pájaros con la maravillosa narración de Mathieu Amalric, que cuenta con un estilo visual que mezcla 2D y 3D de una forma muy peculiar; Maman(s) (Maïmouna Doucouré, 2015), con un punto a lo Céline Sciamma, presenta un personaje femenino fuerte en una raramente representada realidad de poligamia en el contexto familiar; y L’ile jaune (Paul Guilhaume, Léa Mysius, 2015) se presenta como una digna heredera de Mia Hansen-Løve. Recuerda también un poco al tratamiento de la adolescencia de João Canijo, un director que se muestra cada vez más influyente, e incluso cierto carácter agridulce y seco a lo Lucie Borleteau. Con una sensibilidad especial, logra de un modo muy sencillo componer una gran historia entre dos personajes casi antagónicos; un chico de provincias con una ligera deformación en la cara, retraído y no integrado en un ambiente que lo oprime; y una chica pija de ciudad, que descubre la crudeza de la vida. Filme lleno de vida e intensidad calma, inscrito en la herencia de la modernidad, fue la ficción francesa que más nos convenció.
Ya fuera de competición, se mostró La ville blueu (Armel Hostiou, 2016), una de las producciones francesas más destacadas de esta edición. Inspirada libremente en el poema de Dylan Thomas «And Death Shall Have No Dominion», la película es una reflexión poética desde la ficción en torno a la presencia de la ausencia o, lo que es lo mismo, el duelo por la muerte de un ser querido. Lo que comienza como un sencillo encuentro entre dos personas, con narrativa clásica, pero ya apuntando una estética marcadamente abstracta; acaba convirtiéndose en un relato circular, con un montaje más conceptual que de causa-efecto. La fotografía de Frédéric Mainçon, que toma el relevo de Mauro Herce, habitual colaborador de Hostiou; está llena, como en Une histoire américaine (Armel Hostiou, 2015), de reflejos, imágenes vaporosas y, en este caso, un uso simbólico de los colores que, unida a un montaje que superpone varios planos en diversos pasajes del filme, acaba por dar una impresión de trance, intensificada por el presente diseño sonoro de Clément Maléo. Filme de poderoso poder evocador, que confirma a Hostiou como uno de los jóvenes realizadores galos más interesantes del momento, en la misma liga que Guillaume Brac, Justine Triet o Antonin Peretjatko.
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