Variaciones para géneros e iconos. El cine de los hermanos Coen

Tom Reagan, el consejero mafioso de Miller’s Crossing (Joen y Ethan Coen, 1990), tiene una clara relación de dependencia con su sombrero: precisa de él para tomar sus decisiones, y pierde el control cuando pierde el sombrero. ¿El sombrero es su conciencia? El sombrero es un icono, uno de los atributos que mejor definían a los anti-héroes del cine negro, de Humphrey Bogart a Alain Delon: su manera de llevar sombrero es lo que explica visualmente el carácter de sus personajes.

Lo mismo pasa con el western, con los cowboys, con John Wayne. Se decía, en broma, que John Wayne tenía un amplio abanico de registros: podía interpretar personajes a pie o a caballo, con sombrero o sin él. Él mismo se enteró del poder del ‘atrezzo’ cuando ganó el Oscar: se lo dieron por ponerse un parche en el ojo en True Grit (Henry Hathaway, 1969), el mismo parche que ahora colocan los hermanos Coen en la cara de Jeff Bridges.

El cine posmoderno estadounidense de los años ochenta

La iconografía se convirtió en un juguete en las manos de los posmodernos. A lo mejor fue el sombrero de Indiana Jones el que comenzó con el lío, o más bien fue esa saga medieval trasladada a una galaxia muy lejana con la que George Lucas traicionó la renovación del cine clásico de los años setenta. El origen del cine posmoderno no parece ahora tan relevante como sus consecuencias, con los blockbusters de Hollywood empapados de lugares comunes y robos descarados al patrimonio cinematográfico. Sin embargo, hubo un tiempo en el que la ironía auto-consciente fue algo cool, cuando toda una generación de cineastas norteamericanos decidieron ahondar en los códigos visuales de su tradición para ampliar las posibilidades narrativas de los géneros populares.

Gabriel Byrne en 'Miller's Crossing'

Gabriel Byrne en ‘Miller’s Crossing’

David Lynch, David Cronenberg, Joel y Ethan Coen, Jim Jarmusch o Tim Burton, entre otros, comenzaron a explorar a partir de los años ochenta las texturas del cine negro, de la comedia, del western, del fantástico, de la road movie, de la serie B, y de demás desecho cultural para mostrarnos otra manera de experimentarla, antes de que Quentin Tarantino estableciera la figura del cineasta DJ. Algunos de ellos supieron avanzar al otro lado del virtuosismo cómplice de aquellas re-escrituras, ofreciendo incluso un cine de ideas que deja un largo poso en la mirada: un cine sensorial, de imágenes más físicas y menos enfáticas, de narrativas tronzadas y personajes revirados. El cine posmoderno creció para convertirse en otra cosa, a pesar de que algunos de sus practicantes sigan estancados en los viejos esquemas.

Joel y Ethan Coen recorrieron ese mismo camino con todas sus paradas: fueron enfants terribles, directores de culto, estafadores efectistas, cineastas canonizados y creadores agotados, todo sin perder su independencia y ganándose el favor de los festivales y de la industria (pocos cineastas tienen una palma de oro y algún Oscar). A lo largo de ese recorrido el sombrero de Tom Reagan dejó lugar a los horizontes vacíos de No Country for Old Men (Joel e Ethan Coen, 2007): los iconos desaparecieron en el paisaje, pero el relato surge ahora de esas ruinas. Quince largometrajes después, los dos hermanos no van a disolver su estilo en la estética de la desaparición que proponen algunos de sus contemporáneos, sino que lo reafirman desde el esqueleto, antes con la imagen que con la trama, más atentos a los gestos que a las palabras. El suyo es un cine del espejismo, de la distracción, donde la cámara revela aquello que los diálogos esconden.

Retorcer los géneros: thrillers paródicos y comedias perversas

Los Coen lanzaron su primer desafío a la tradición con Blood Simple (Joel e Ethan Coen, 1984), un thriller donde aparecen todos los elementos del cine negro sin funcionar como en el cine negro. Un hombre celoso, una mujer adúltera, un detective personal, un chantaje. Hasta ahí, todo conocido. ¿Por qué entonces es un filme tan extraño, donde las cosas nunca acontecen como los personajes o los espectadores aguardan? Hay un sombrero, claro, que quizás pueda dar alguna pista: es el sombrero que lleva el detective privado, pero no es el de Humphrey Bogart sino el de John Wayne. Los detectives privados de Texas llevan los sombreros de los cowboys a los que ya no les quedan westerns donde recalar. Nada está en su lugar en los filmes de los Coen, y Blood Simple era solo un primer aviso de factura elegante y estética feísta: los dos hermanos ya sabían entonces cómo reciclar materiales desechables para señalar las contradicciones de una América dislocada.

‘Raising Arizona’ sigue funcionando más de veinte años después

Destilar el mal gusto, aún así, no es una tarea sencilla. Raising Arizona (Joel e Ethan Coen, 1987) se mantiene dos décadas después tan divertida como en su momento, pero su estética puede saturar a las sensibilidades más exquisitas. Los Coen son gente de principios, y por eso perseveran en su incómodo sentido del humor. Los campesinos sorprendidos en el banco durante el mejor atraco de Raising Arizona se encuentran con el mismo problema que los espectadores: ¿Levantan las manos o se echan al suelo? Porque si hacen una cosa no pueden hacer la otra. Y los espectadores, ¿tenemos que reír ante unos personajes ridículos o debemos empatizar con ellos?

La pareja protagonista de Raising Arizona era una caricatura demasiado extrema, pero la guerra de bandas de Miller’s Crossing iba más en serio: lo que más importaba en aquel filme no era sólo la parodia del cine retro, o la trama enredada en la línea de Dashiell Hammett, o el sombrero icónico de Tom Reagan, sino la posibilidad de mantener toda una tradición genérica viva en el presente, sin nostalgia ni reconstrucciones, trascendiendo sus esquemas para ofrecer una variación inédita. Irlandeses contra italianos, amantes infieles, policías corruptos: su ciudad de ficción estaba atestada de viejos conocidos, pero no era una réplica manierista de esos referentes, sino una continuación consciente de aquella iconografía. La cámara sugería aún más de lo que contaba, transmitiéndole al espectador la misma intensidad de aquel primer visionado pretérito del cine negro. Entonces, la posmodernidad aún no parecía una madriguera, sino una fuga hacia delante.

Un año después, Barton Fink (Joel y Ethan Coen, 1991) mostraba la desaparición de un personaje devorado por su entorno. Más que una reflexión sobre el bloqueo creativo del protagonista, un escritor comprometido de Nueva York deslocalizado en el Hollywood clásico, el filme era la exploración visual de los síntomas de su crisis: los Coen filmaron el Hotel Earle como un agujero negro, empleando su atmósfera opresiva para mostrar el deterioro anímico del personaje, de forma que la distorsión perversa de la iconografía de los años treinta sirve para explicar su deriva psicológica.

La gravedad de estas últimas propuestas contrasta con el tono de The Hudsucker Proxy (Joel y Ethan Coen, 1994), una comedia idealista atestada de buenas ideas estropeadas en su desarrollo. La ingenuidad de los personajes, por ejemplo, limita unas imágenes a las que les falta vida y les sobra exuberancia. El exceso siempre les pierde a los Coen, al margen de contra qué filmes se quiera lanzar este argumento. Así, la precisión geométrica de los encuadres de Fargo (Joel y Ethan Coen, 1996) supuso su consagración crítica e industrial, de Cannes a Hollywood. Los equívocos de Blood Simple degeneraban en el paisaje invernal de Minnesota en un thriller envenenado donde los peores instintos de los personajes se volvían contra ellos en una patética celebración de la estupidez. Los Coen filmaron con elegancia una historia que no podía ser más ridícula, y en ese contraste es donde se encuentran los mayores méritos de Fargo: la contención de la puesta en escena se revela al final como una inteligente parodia estilística.

La comedia, como el thriller, es uno de los géneros más practicados por los Coen, pero mientras que en el thriller siempre encuentran la manera de ganar su propio pulso entre forma y contenido, en las comedias pierden la medida para entregarse a sus delirios. The Big Lebowski (Joel e Ethan Coen, 1998) es una de las más honrosas excepciones a esta tendencia, una inversión genérica de Fargo donde un falso thriller escrito en la línea de Raymond Chandler se hunde bajo el peso de un montón de gags cómicos. La trama no va a ninguna parte, como la propia vida de ‘Dude’ Lebowski, de manera que el filme funciona por acumulación de despropósitos, una solución narrativa coherente con el personaje y con el tono fantasioso que tan bien supieron transmitir esta vez los dos hermanos. Lástima que, pasados los años noventa, pocas veces más pudieran conseguir esos resultados.

Crisis y renovación estilística: los géneros después de los géneros

O Brother, Where Art Thou? (Joel e Ethan Coen, 2000) visitaba la comedia de los años treinta, la mezcla genérica y el divertimento trascendente, tres constantes ya consolidadas en el cine de los Coen. La idea, demasiado pretenciosa, era llevar La Odisea de Homero al Deep South durante la Gran Depresión, pero esas piezas quedan demasiado dispersas y unos episodios funcionan mejor que otros. El virtuosismo técnico, con esa fotografía de la que eliminaron digitalmente los tonos verdes, contrasta con una narrativa descuidada que señala el límite de su fórmula.

Renovación de la fórmula en ‘No Country for Old Men’

El nuevo milenio estaba desplazando las ficciones exuberantes a una vuelta a lo real, con texturas más físicas y con un discurso menos lúdico, donde la mezcla genérica dejaba lugar a los intercambios entre la ficción y el documental. En ese momento los Coen rodaron The Man Who Wasn’t There (Joel e Ethan Coen, 2001), otra visita al territorio noir donde su precisión para los encuadres no llegaba para justificar el progresivo desinterés del relato. A lo mejor los dos hermanos estaban ofreciendo su particular versión de ese ‘cine del vacío’ que explotaría unos años después con Elephant (Gus Van Sant, 2003), pero su propuesta caligráfica los alejaba de las tendencias más revolucionarias. La presencia de Billy Bob Thorton ayudaba a creer en un estereotipo algo forzado, pero su mediocridad iba contaminando poco a poco todo el filme.

El ‘díptico frívolo’ que forman Intolerable Cruelty (Joel y Ethan Coen, 2003) y The Ladykillers (Joel y Ethan Coen, 2004) no ayudó a recuperar la confianza en los Coen, sino que más bien confirmaba su decadencia creativa. Howard Hawks, Preston Sturges y Alexander Mackendrick, sus referentes esta vez, no podrían sentirse muy orgullosos ante estas exhibiciones de personajes histriónicos y humor de mal gusto. En ese clima de creciente desprecio, No Country for Old Men supuso una reafirmación estilística que reivindicó el talento visual y narrativo de los dos hermanos.

Este thriller posclásico ambientado en los paisajes abiertos del western se atrevió a formular un presente posible para los géneros después de los géneros. Sus tres protagonistas (un héroe que no sabe cómo serlo, un sheriff incapaz de entrar en acción y un asesino motivado sólo por su propia supervivencia) están superados por los acontecimientos, de manera que la trama avanza por el estímulo de los objetos que los rodean (la moneda de la suerte, la señal del localizador, el disparo de la pistola de aire comprimido, el timbre de un teléfono) en vez de tomar sus propias decisiones. Esa narrativa seca era la traslación cinematográfica de la prosa de Cormac McCarthy, pero sirvió también para convertir el silencio, la elipsis y el fuera de campo en las nuevas figuras de estilo de los Coen.

Los hallazgos formales de No Country for Old Men ya no reaparecerían en la frívola Burn After Reading (Joen e Ethan Coen, 2008), un divertimento menos agudo de lo que pretendía, a pesar de contar con unos diálogos ingeniosos y alguna secuencia notable. Por el contrario, A Serious Man (Joel e Ethan Coen, 2009) sí recuperaba el espíritu revolucionario con su habilidad para provocar la carcajada. Gestos y objetos volvían a ser el núcleo de esta comedia absurda, piezas sutiles que guían una trama incómoda en la que su ansioso protagonista va quedando enredado. La polisemia del tornado con el que remata este filme sugiere incluso una interpretación autoral: los Coen siguen dispuestos a centrifugar su tradición cinematográfica en la búsqueda incansable de variaciones lúcidas y perversas para géneros e iconos.

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