CURTAS 2018: PASIONES ADOLESCENTES Y AMORES FUGACES
Sumergirse cada año en la competición nacional de Vila do Conde, acompañada de sesiones paralelas de cine luso – con una de ellas desde hace un tiempo producida con el apoyo del festival – permite tomarle el pulso a una cinematografía que, con la rica herencia de António Reis, Margarida Cordeiro, Pedro Costa o Paulo Rocha – por citar solo unos pocos evocados en 2018 – y con una capacidad inmensa de producir nuevo talento, se presenta como una de las más relevantes del mundo en lo que va de siglo. Cada vez más abierta a contaminaciones estéticas foráneas, fruto de una realidad de cines transnacionales en la que resulta progresivamente más complicado localizar las producciones, lo cierto es que el cine portugués sigue contando con una fuerte identidad dentro de su idiosincrasia. Vila do Conde es el lugar idóneo para seguirle la pista a los autores consagrados, pero también para acercarse a esas nuevas promesas que en un tiempo acabarán por sonar y popularizarse en festivales internacionales de clase A.
Como acabó ocurriendo con João Salaviza y la Berlinale, esperamos que la selección en el certamen germano del corto de David Pinho Vicente Onde o Verão Vai (Episódios da Juventude) (2018) sea solo el primer episodio de un joven cineasta que controla la forma de modo sorprendente. Aquí se llevó el premio principal y, sin ser en absoluto el filme más destacable de la competición en opinión de este cronista, lo cierto es que seguramente sea uno de los más representativos. La historia se centra en una serie de adolescentes que, con el calor del verano, tienen sus primeros encuentros sexuales en una escapada conjunta al bosque. La cinta cuenta con una estructura capitular sencilla en la que se producen de modo muy breve estos encuentros. Con planos prácticamente frontales en su totalidad, Pinho Vicente trata los cuerpos de manera escultórica y la pulsión erótica evoca a Pier Paolo Pasolini. Por la ligereza del asunto, hay también quien lo comparaba en los pasillos del festival con Éric Rohmer, eterna referencia para los amores del verano. A mí me remite más a otro colega nacional, otro João, el Nicolau. Sea como sea, está claro que Onde o Verão Vai centra su interés en esta exploración formal, siendo muy despreocupada y ligera en lo temático.
Estas mismas líneas pueden aplicarse a buena parte de los filmes en competición y evidencian una deriva preocupante, no solo del cine portugués, sino del de autor en general. Advertimos recientemente como tendencia global una cierta obsesión con la forma que tiene mucho que ver con los avances tecnológicos de las cámaras usadas y las técnicas de filmación, así como la transformación en ídolos de viejos formatos argénticos a los que esta religión en la que creemos, la cinefilia, rinde culto. Es un debate de calado humanista, la exaltación de la forma vacua en el arte es el primer paso a una sociedad sin ideologías claras y carente de brújula moral (si es que debe haber alguna). La estética es política. No importa el tema, eso puede ser común a todas las artes, importa cómo se transmite en cada una de ellas. ¿Y cuál es la política de Onde o Verão Vai? Pues no tengo ni idea. Con todo lo impresionante que es a nivel formal, no soy capaz de encontrar ninguna consistencia en su discurso.
Obsesionado como estoy con las políticas, la que más me marca, ya lo sabrán las lectoras habituales, es la de los autores. Perdono hasta los crímenes más execrables de una personalidad cinematográfica a la que defienda, siempre que en los filmes haya un gesto que valore. Por eso no me acaba de entrar otro cineasta con gran control formal como es Miguel Clara Vasconcelos. Lo digo desde Triângulo Dourado (2014) – mejor filme portugués en Curtas –, donde realizaba un elegante retrato de Sheylla, emigrante en París, quien contaba sus memorias sobre el Sena. De memorias iba también Vila do Conde Espraiada (2015), que tomaba la forma de una carta filmada usando diferentes tipos de grabaciones propias y archivo, inspirándose libremente en un poema de José Régio. Después llegó Encontro Silencioso (2017), largo de ficción basada en prácticas estudiantiles propias de Portugal, que irían en la línea de las pesadas bromas que se gastan en las residencias en España. Aquí había mucho de performance, de teatro, de juego con los intérpretes. Tras abrir esa vía, en Circo do Amor (2018) opta por una ficción de corte tradicional sobre un hombre que trabaja manteniendo a punto una urbanización ruinosa, lugar al que lo ata una madre de la que cuida. Pasa un circo por el lugar y, enamorándose de una de las chicas que trabaja en él, flirtea con la idea de escapar. Todo en el filme es de una pulcritud excelsa. La pregunta es: Miguel Clara, ¿y tú de quién eres? Insisto en que el problema es mío, dada mi obsesión insana con la política de los autores. Tendré que ver la obra previa de Vasconcelos para salir de dudas y concederle o no con justicia el estatuto de autor.
Abatamos drones
Pero hay algo que no le perdono. Debo disculparme con él, porque la voy a tomar con el pobre solo porque es el que pasaba por aquí. ¿A cuento de qué ese plano aéreo con el dron? ¿Qué nos dice del descoloque de Alberto, el protagonista? ¿Es para situarlo en el bloque de edificios, con él asomado en la terraza? ¿Acaso no había quedado el espacio ya bien definido en los primeros planos, en los que se hace un estudio meticuloso del territorio en el que habita? De verdad, voy a comprarme una escopeta para abatir drones en producciones de bajo coste. Está bien que lo usen James Bond o Ethan Hunt en una persecución, ¿pero por qué en una historia intimista debemos ver todo desde el aire? Ha quedado claro, cineastas con financiación suficiente: tenéis dinero. ¿No habrá cosas mejores en las que gastarlo que en estos juguetes? La experimentación con estas técnicas está bien cuando tienen algo que aportar a la historia, cuando estética-tema son un ente unitario que hace avanzar el cine hacia nuevas direcciones. Si queréis ver un ejemplo de esta experimentación con algún hallazgo relevante, comenzad por un ejemplo de los inicios de la dronificación del cine como es J’ai oublié (Eduardo Williams, 2014). Aquí chicos hacen parkour por edificios a medio construir y asaltan literalmente el cielo. La cámara los acompaña, es un mecanismo participante y transmisor de la acción. Si no vais a hacer algo así, por favor, cineastas, dejadlo.
Que la forma importa lo sabe bien Miguel Fonseca, quien entrega el filme más relevante de la sección oficial de cuantos han tratado problemáticas adolescentes. Sara F. (2018) trata del acoso escolar por Internet filmando tanto el rostro de su contenida protagonista como las pantallas que cuentan la historia. Así, integra el mundo real y el virtual en una misma película, contrastando una pausada puesta en escena de las circunstancias de la niña con los estímulos que recibe de las pantallas. Hay muchas. Está la de su móvil, su ordenador, las de los centros comerciales, la de la consola a la que juega en sus insomnes noches. Se dan así dos niveles de narración que se van acumulando como capas de detritos visuales que ahogan a la chica y a quien visiona la película. Sara F. nos recuerda que nuestras vidas pasan en buena parte por las pantallas, hasta el punto de que tal experiencia está cambiando nuestra capacidad de atención. En la era de YouTube, la narrativa de este mundo se está convirtiendo en una cascada de imágenes inconexas que por momentos no nos permiten ni pensar. Esta tormenta es la que cae sobre la protagonista. La forma sin aparente ideología la deja indefensa. ¿No hablábamos de eso? Sara F., mediante montajes muy rápidos de escenas tomadas de Internet que puntean el ritmo de la película, se atreve a internarse también por momentos en el cine de apropiación, filmando en blanco y negro pantallas que nos muestran material de todo tipo. Engullimos esas imágenes sin darnos cuenta apenas de lo que son. Su edición atropellada y la música estridente nos causan malestar y sitúan la película en el género del terror, abriendo nuevos caminos para esta tipología de cine. Que decida filmar en blanco y negro algo tan tecnológico, con tonalidades propias del Jacques Tourneur más fantástico, no hace sino añadir nuevas capas de lectura a un filme intenso y rico como pocos.
Estas tecnologías están también presentes en Sheila (Gonçalo Loureiro, 2018), típica historia de amor adolescente con embarazo con una puesta en escena premeditadamente choni. Igual de expresiva es Pas de confettis (Bruno Ferreira, 2018), con un argumento casi análogo, pero que decide tirar por la tradición del cine social más propia de un Ken Loach o un Fernando León de Aranoa. Sheila, sin embargo, tiene un aquel con Spring Breakers (Harmony Korine, 2012). Las dos se benefician de unas interpretaciones muy frescas de las chicas con las que trabajan.
Algo similar ocurre con Aquaparque (Ana Moreira, 2018), en la que la mitad del mérito se lo lleva la joven pareja protagonista, con química entre ellos, y la otra mitad la hace una buena utilización de dollies y arneses para seguir el patinaje de la chica. Se entrena en un parque acuático abandonado cuando aparece un chico de la nada. Por la radio se da cuenta de que huye de un atraco y puede ser peligroso, pero parece encontrar en esto algo excitante. Otro arquetipo que no deja mucha pegada, pero funciona. Sin ser un filme que nos impacte, por lo menos recordaremos los esfuerzos de Moreira por trasladarnos los movimientos de la patinadora, en una perfecta coreografía entre cámara y cuerpo que ya merece el visionado.
Del espacio como elemento expresivo
Moreira también protagoniza 3 Anos Depois (Marco Amaral, 2018), una de las películas más aplaudidas de la competición, que tiene el estreno internacional estos días en Locarno. Una mujer de la que no sabemos nada llega a un espacio rural en medio de la noche, cegada por una potente luz. Allí viven un niño y una anciana con los que parece formar una familia. Es de esas películas que dan más bien poca información y que intentan construir una sensación de intranquilidad, logrando que la puesta en escena y el diseño sonoro, que invade la sala, sean los elementos de expresión de las almas de los protagonistas. Esta corriente, que hiende sus raíces en Michelangelo Antonioni y Andrei Tarkovski, tuvo otros discípulos en filmes como Equinócio (Ivo M. Ferreira, 2018), Declive (Eduardo Brito, 2018), Placenta (Paulo Lima, 2018) y Anteu (João Vladimiro, 2018). Quizás la más interesante sea esta última, sobre un chaval que se va quedando solo en una aldea, así que decide construir su propio ataúd para enterrarse cuando ya no quede nadie para hacerlo. La cinta se compone de dos partes muy diferenciadas, una primera en la que se narran con elipsis estos fallecimientos y otra centrada en la construcción del dispositivo mortuorio. Si bien la segunda resulta un poco larga y aparatosa, los primeros minutos son una verdadera joya, construyendo Vladimiro una suerte de parodia de un retrato de tipos luso que de algún modo evoca con ironía a varios de los cineastas citados en el inicio de este texto. Así, con una mezcla de admiración y fino cachondeo por sus filias cinéfilas y el pasado patrimonial de su país, narra en breves episodios la despoblación rural que también nos es tan propia con esa abnegación lusa que ha convertido al fado en patrimonio de la humanidad. Fina y cabrona, Anteu arranca alguna sonrisa y mete el dedo donde duele.
Producida por Terratreme, la cinta se caracteriza también por una austera pero muy trabajada reconstrucción de época, de la que hace gala otra cinta de esta compañía, Nevoeiro (Daniel Veloso, 2018). Es obvio que Terratreme se está convirtiendo en una de las productoras más estimulantes de Portugal. Nevoieiro narra con verbo melvilliano cómo una célula antisalazarista es detenida sin que veamos en pantalla una sola muestra de violencia física. Es una película que, como Agouro (David Soutel, Vasco Sá, 2018), utiliza muy bien el fuera de campo. Otra de las constantes del cine luso en el festival pareció ser una voluntad de encontrar lo misterioso sin mostrarlo, de definir desapariciones de los personajes de un modo muy natural y convertirlas en un recurso narrativo sin representarlas en pantalla. Agouro, con la particular animación que caracteriza a esta pareja de cineastas, cuenta la esencial supervivencia de un par de personas en la montaña, sin dar muchos detalles de por qué están allí. Pero se escuchan unas bombas de fondo, que por momentos iluminan el cielo. ¿Son personas huidas, los escapados del curta Nevoeiro en otro episodio? Programándolas en la misma sesión, en Vila do Conde ofrecieron un contrapunto interesante con estas dos piezas.
Además de la obra de Vasconcelos, el certamen apoyó este año otro ejercicio de memoria: Náufragos (Pedro Neves, 2018). En él, varios testimonios de gente que fue al mar y vivió para contarlo, hablando sobre ciertas costumbres de la profesión y de aquellos que perdieron. Filmado en un austero blanco y negro, combina estas voces con material de archivo filmado y registros de los pueblos marineros de la zona hoy. Pero si debemos destacar una de las producciones en las que ha colaborado Curtas, esta es A River Through the Mountains (José Magro, 2017), que surge de una invitación del festival chino Hancheng Jinzheng para rodar en su localidad. El protagonista es un chico que va contando en off de modo irónico diferentes aventuras amorosas que ha tenido recientemente. El tono de este verbo tiene un algo con Woody Allen y la ligereza aparente con la que está filmada nos recuerda a Hong Sang-soo. Se trata de un filme delicioso, amable y divertido, pero también relevante como retrato de la ciudad en la que está filmada, pues cada historia tiene lugar en un espacio que se queda inmortalizado en la cinta. Seguro que los de la film commission se quedaron encantados.
El más portugués de los cineastas franceses nacidos en la Barbarie
Dejamos la guinda para el final de este repaso al cine portugués en Curtas. Puede que sea hacer trampa, ya que se trata, como dicen en el texto del catálogo, de un realizador francés, “el más portugués de los cineastas nacidos en los Estados Unidos”. Eugène Green evidencia que la vaca no es de donde nace, sino de onde pasta (como decimos en Galicia). Como Fernando Pessoa Salvou Portugal (2018) es un canto de amor a Lisboa y su cultura – la lengua, las esquinas barrocas, su música – como ya lo era A Religiosa Portuguesa (2009). Casi una década después, Green baja de París a la capital lusa con su siempre inseparable director de fotografía, Raphaël O’Byrne, y, prácticamente con el misma equipo técnica y parte del artística de aquel largo, realiza este “mini-filme” de casi media hora de duración, como explicita en los créditos. Carloto Cotta, uno de los descubrimientos de esa primera cinta portuguesa de Green, hoy catapultado a la fama en el cine de autor del país tras sus participaciones con Miguel Gomes, João Pedro Rodrigues o João Salaviza, da aquí vida a Fernando Pessoa, demostrando un talento cómico tremendo esta temporada tras esa suerte de atolondrado Cristiano Ronaldo al que interpreta en la excelente Diamantino (Gabriel Abrantes, Daniel Schmidt, 2018). Green toma una historia conocida y la lleva a su terreno. En 1927 se intentó introducir la Coca-Cola en Portugal, diseñando un famoso eslogan para el lanzamiento: “primeiro estranha-se, depois entranha-se”. Esta genialidad fue obra de Álvaro de Campos, alter ego del escritor con el que hacía frente a los encargos comerciales de los que vivía. Los carteles no duraron mucho en las calles lisboetas – esto en la película, en realidad nunca llegó a usarse –, pues el Estado Novo prohibió la bebida, siendo solo comercializada ya en democracia.
El filme se abre con varias escenas de calle de una Lisboa que bien podría haber sido filmada hace un siglo, con los créditos imprimiéndose sobre ellas y la voz de Camané cantando Sopra demais o vento. La letra del fado es de Pessoa, al igual que la que cierra la cinta con el paseo del escritor en el muelle de la plaza del Comercio. Es un detalle más entre los tantos del profundo amor por Lisboa que desprende la cinta. El lenguaje cinematográfico de Green resta inalterable, tan inmortal como la ciudade que retrata, caracterizándose por el modo frontal de encuadrar las conversaciones que transmite una gran intimidad, jugando con el montaje para imprimir ritmo a una cámara que se mantiene siempre estática. Estamos ante el filme más divertido del autor, en el que lleva un gag al extremo, haciéndolo el centro de su narración. Si bien en Le fils de Joseph (2016) y En attendant les barbares (2017) ya mezclaba elementos del mundo contemporáneo con otros bastante más tradicionales, provocando la risa mediante anacronismos, aquí una botella de la moderna y nueva Coca-Louca – como él la llama en el filme – contrasta con el contexto del Estado Novo, en el que Green es capaz de colocar con finura una eyaculación de la botella provocada por el sutil meneo de las manos de una máxima autoridad eclesiástica. El veredicto es que la botella está endemoniada.
El discurso principal de la película gira en torno a esa pregunta que se hace Pessoa: cómo hacer “publicidad-poesía”, pues es su encargo, para al final acabar por concluir que “la poesía y la publicidad son enemigos irreconciliables”. En efecto, incluso con los sacrificios conscientes que van de la mano, el arte de Green resulta siempre irreconciliable y no está en venta. Su actitud de respeto y exigencia hacia su propia obra debiera ser un espejo en el que mirarse para las nuevas generaciones de cineastas que muestran su obra en Curtas o en cualquier otro lugar. ¿Comentamos ya que aquí no hay drones?