Curtas Vila do Conde 2023: Caminos de la ficción

Natureza humana, de Mónica Lima (2023)
“La búsqueda lleva implícita la forma de la esperanza (…) y la esperanza incluye, en sí misma, el dinamismo de la búsqueda.” Leo estas palabras del filósofo catalán Josep Maria Esquirol en el tren de vuelta a Porto tras unos días en el Curtas Vila do Conde, que este año celebró su 31.ª edición, y me parece reconocer en ellas una síntesis de lo que supone un festival de estas características.
Podríamos decir que el cortometraje es un formato que privilegia la búsqueda. Una mayor economía de medios respecto al largometraje así lo permite. En el corto dan sus primeros pasos las nuevas hornadas de cineastas, tanteando los giros de un lenguaje propio, y al corto regresan cineastas ya consolidados para condensar su práctica o bien ensayar nuevos caminos. Basta con asomarse al Curtas Vila do Conde para comprobar que hay cortos de toda clase. Siguiendo el programa del festival, podríamos clasificarlos en distintas secciones —competición nacional, internacional, experimental, estudiantil, además de las retrospectivas—, pero los ecos y las semejanzas pronto desbordan categorías tan funcionales y sugieren otros vínculos más íntimos.
Para el espectador, adentrarse en esta miríada de películas breves es a la vez fascinante y agotador. En las pantallas del Teatro Municipal se suceden visiones del mundo radicalmente distintas, y todas cuentan con media hora a lo sumo para armar su propia coherencia y dejar alguna huella en la memoria. Nuestra tarea, entonces, es también la de la búsqueda. Y, sin embargo, ¿qué buscamos exactamente?
He aquí una respuesta posible para orientarnos en el camino: buscamos imágenes que manifiesten un deseo por el cine, cualquier indicio de vitalidad que asome de pronto en un movimiento, en una mirada, en una elisión. Películas en las que podamos reconocer esa forma de la esperanza de la que habla Esquirol, que en el fondo es lo mismo que decir: buscamos películas que emprendan una búsqueda.

Neblina, de Milene Coroado (2022)
Nuestro primer hallazgo se presenta discretamente, escondido en la competición estudiantil. Neblina (Milene Coroado, 2022) abre con la imagen de un descampado y un coche que estaciona en medio de la nada. Una chica sale del asiento del copiloto —lo que nos lleva a suponer que no viaja sola— y pronto la vemos sumergirse en unas aguas turbias y fangosas. A continuación, un plano abierto nos muestra una pendiente de tierra que la chica sube trabajosamente para regresar al coche, mientras suena una música lejana. En el coche no hay nadie más; cae la noche, y el fulgor de unos fuegos artificiales ilumina por instantes el rostro de la chica. Por la mañana, un hombre que conduce un tractor se acerca al coche y da unos golpes en la ventanilla. La chica se despierta y trata sin éxito de arrancar el motor.
Dicho así, no parece que suceda gran cosa. Si uno trata de condensar el argumento en unas pocas líneas, se evapora. Sin embargo, en esos planos largos y pausados, cuya duración aparece dictada por las acciones que los atraviesan, hay una gran tensión que electriza la imagen. Parece como si, en el interior de un cine lento y contemplativo, Coroado hubiese inyectado la concisión narrativa del cine clásico, y a partir del choque entre ambas fuerzas hubiese modelado su película. Y decimos en el interior, pero el elemento narrativo hay que buscarlo más bien en los márgenes de la imagen, incluso en sus junturas. En la primera escena, el enigma discreto de los ocupantes del vehículo (¿quién conducirá?); en la segunda, el desconcierto del agua (¿qué tendrá que ver con el descampado?); en la tercera, la música lejana (¿anunciará alguna presencia no deseada en este lugar solitario?), y así sucesivamente.
Esta película de naturaleza elusiva, cercana al cine lleno de lagunas y de puntos de fuga de Angela Schanelec o Louise Donschen, aparece como elemento de contraste en una programación donde prevaleció un modelo narrativo más convencional. Presentada en competición tras su paso por Cannes, Corpos cintilantes (2023) es un buen ejemplo de ello. El debut de Inés Teixeira narra una historia universal que siempre reclama ser contada de nuevo desde sus particularidades: ese momento en el que un vínculo extraño surge entre dos adolescentes y va tomando la forma de la atracción o del amor. Su mayor acierto es el de mantenerse en un plano de ambigüedad, dejando el romance en suspensión y centrándose más bien en explorar el desconcierto y las inseguridades de su protagonista, con un interés por el cuerpo que ya avanzan tanto el título como la imagen inicial de una estatua de piedra. Si bien ello no nos ahorra un paseo por los grandes tópicos del subgénero de amores adolescentes —del juego de la botella al primer porro—, filmados desde un acercamiento naturalista que trae varios déjà-vus, múltiples gestos insisten en romper esa costra de lugares comunes. Es precisamente cuando la película se aparta de lo universal para cristalizar en las particularidades —por ejemplo, el juego de los protagonistas con una lámpara táctil o el travelling hacia un jarrón de flores donde la noche deja paso al día— que vemos activarse una búsqueda real y emocionante.

Corpos cintilantes, de Inés Teixeira (2023)
Sin abandonar el cine portugués, pasamos de los aprendizajes de adolescencia a las relaciones de pareja con la justa ganadora de la competición nacional: Natureza humana (Mónica Lima, 2023). El argumento podría despertar ciertas reticencias —una pareja confinada en una casa con jardín durante la pandemia: ¿quedará alguna película pandémica por estrenar?—, pero pronto las dejamos atrás. La película abre con dos imágenes de una belleza simple: en la primera, un pavo real se pasea por una calle vacía; en la segunda, una bolsa se rompe y un puñado de naranjas cae por las escaleras. Son los únicos atisbos que veremos del mundo que se extiende más allá de la casa. El gesto de la cámara siguiendo una de las naranjas en su caída marca el interés por los acontecimientos mínimos que atraviesa la película entera; acontecimientos que, en su discreción, van conformando el mundo.
Y en esos tiempos de encierro, el mundo es eso: una pareja joven, un bebé que no llega. El futuro que empuja por debajo de un tiempo que parece estancado e indiferente, igual que las hortalizas van brotando de la tierra del jardín. Lima trabaja con sutileza las dos coordenadas que se nos hicieron más presentes que nunca durante el confinamiento, el espacio y el tiempo, confiriéndoles un peso estructural: pronto nos damos cuenta de que en la geografía de ese pequeño mundo se materializan las distancias emocionales —ella pasa las horas en el interior de la casa, él está casi siempre en el jardín—, y que la progresión natural de la luz no marca el transcurso de un día real, sino de un día cinematográfico en el que las estaciones se dilatan para abarcar primavera y verano.
Encontramos un juego parecido con el tiempo en otra de las películas portuguesas en competición, Campos Belos (David Ferreira, 2023). Se trata de un falso plano secuencia —en realidad, cinco planos ensamblados hitchcockianamente a partir de fotogramas en negro— que empieza siguiendo a un niño que se dirige a la escuela por la mañana, y que va saltando por las etapas sucesivas de la vida del hombre hasta la noche oscura en la que un anciano, acompañado de su perro, se detiene junto a una iglesia donde un par de figuras velan un ataúd. Parece como si, en el interior de esta pequeña película de proporciones excesivas, se aglutinaran varias micropelículas con sus respectivos tonos; pasamos, por ejemplo, del realismo cotidiano de la primera escena a los claroscuros artificiosos del interior de un bar, más cercanos al cine de Pedro Costa o de Leos Carax. A pesar de la belleza sugerente de sus imágenes, que a ratos empiezan a esbozar una visión singular del mundo, Campos Belos deja una sensación de sofisticado ejercicio formal, cuya frialdad retórica se construye al margen de la vida que pretende encapsular. Su calculada puesta en escena acaba por ilustrar la enorme distancia entre una teoría de la vida y la vida misma, lejos del fluir orgánico que lograba otra película de propósito similar como es Voci nel tempo (Franco Piavoli, 1996).

Campos Belos, de David Ferreira (2023)
El premio del público en la competición internacional se lo llevó otra película portuguesa formada íntegramente por planos secuencia: 2720 (2023). El corto de Basil da Cunha, que el próximo mes de agosto presenta largometraje en Locarno, toma por nombre el código postal de la Reboleira, barrio marginal de Lisboa donde sucede la película, y sigue principalmente a dos personajes: una niña que busca a su hermano y un chico que hace poco que ha salido de la cárcel y trata de no llegar tarde a su primer día de trabajo. Lejos de la cámara sosegada e ingrávida de Campos Belos, que en ocasiones recuerda a los ritmos de Béla Tarr, aquí el plano secuencia toma un aire pop más cercano al videoclip, y se corresponde a la perfección con el laberíntico entramado de callejuelas de la Reboleira, así como con el denso tejido vecinal que vamos descubriendo a medida que avanzamos.
A pesar de que estilísticamente se encuentran en las antípodas, podríamos invocar de nuevo el nombre de Pedro Costa por vía de la metodología. Da Cunha ha ido construyendo su obra alrededor de la Reboleira, lugar donde vive, de la misma forma que Costa regresa una y otra vez a Fontainhas. Se trata, en ambos casos, de realizadores portugueses que no pertenecen a esos barrios marginales enfrentados a la desaparición, con una población de origen mayoritariamente caboverdiano, pero que se han integrado en ellos y los han convertido progresivamente en el centro de su obra. El interés de esta coincidencia va más allá de la anécdota y recae en los métodos de producción, diferentes en ambos casos pero muy enraizados en los respectivos barrios y basados en procesos colectivos de creación. En 2720, esta colectividad entrelazada por el fluir de la cámara toma aires de fiesta vecinal —parece que el barrio entero esté tomando parte en la película—, a pesar de una historia marcada por múltiples problemáticas sociales y ensombrecida por la presencia amenazadora de la policía.

2720, de Basil da Cunha (2023)
El caso de Corpos cintilantes, que ya comentamos más arriba, nos lleva a fijarnos en otras ficciones internacionales que llegan de Cannes, como la griega Midnight Skin (Manolis Mavris, 2023) o la egipcia I promise you paradise (Morad Mostafa, 2023). La primera es un delirio oscuro en el que una enfermera que cada noche sueña con árboles empieza a notar transformaciones en su cuerpo cuando se despierta: primero, tierra en la boca, después unos hilos que parecen brotar como raíces de su espalda. En la segunda, un joven migrante trata de sacar a su familia de Egipto tras verse involucrado en un conflicto violento. A priori nada tienen que ver la una con la otra, pero puestas de lado con sus respectivos laureles cannoises parecen dibujar una continuidad estilística que se apoya en una serie de constantes, entre las cuales podríamos señalar un guion de factura clínica, un uso efectista del sonido, o una concepción de la puesta en escena basada en la monumentalidad de las imágenes, que se suceden en una retahíla de composiciones impecables pero unívocas, cerradas, que desprenden un aire aséptico, como de laboratorio. Podríamos extender algunas de esas observaciones a la portuguesa Cul-de-sac (Mário Macedo/Vanja Vascarac, 2023), que, sin embargo, es mucho más interesante, para considerar la huella de una cierta internacionalización estilística vinculada por algunas voces a los circuitos actuales de producción, en que los grandes festivales serían a la vez punto de partida —con sus residencias, fondos, laboratorios— y destino.
Nuestro recorrido por algunas de las propuestas de ficción mostradas en el Curtas Vila do Conde va trazando un mapa posible del festival, en cuyos polos se sitúan acercamientos muy distintos a la materia del cine: por un lado, películas basadas principalmente en el guion, con una puesta en escena que se plantea casi como una mera ilustración del argumento; por otro lado, películas que se entregan a una exploración desigual de las especificidades del medio audiovisual, de tal manera que acaban escorándose peligrosamente hacia una preponderancia de la forma. Pocas se sitúan en los extremos mismos. La mayoría navegan una zona intermedia de negociación constante, y sus aciertos son mucho más valiosos que la constancia desapasionada de esas otras películas en las que nunca nada parece estar en juego. Hay incluso ejemplos de películas que consiguen instalarse en una suerte de equilibrio, ya sea desde una puesta en escena sencilla y emocionante (Natureza humana) o desde una forma llamativa que canaliza con acierto las energías del argumento (2720). Un caso aparte es O filme feliz 🙂 (Duarte Coimbra, 2023), cuya mezcla ecléctica de estilos y formatos se plantea como un diálogo con la herencia cinematográfica, evocada a través de una suerte de parábola —una visita a la casa vacía y polvorienta de los abuelos, con un baúl del tesoro lleno de película y de cámaras viejas—; un diálogo que, por otra parte, retoma el viejo principio de la destrucción como forma de seguir avanzando.

O filme feliz :), de Duarte Coimbra (2023)