Curtocircuíto 2024: Sección Oficial Cosmos (II)

For Here Am I Sitting in a Tin Can Far Above the World, de Gala Hernández
La pluralidad de las sesiones de la sección Cosmos en el festival Curtocircuíto favorece las múltiples miradas y perspectivas, una visión del cine que facilita encontrar conexiones entre ideas que en un principio no parecen estar relacionadas.
Desde el Jurado Joven se premió a la directora murciana Gala Hernández por su cortometraje For Here Am I Sitting in a Tin Can Far Above the World (2024), con un estilo distintivo que nos recuerda a su anterior trabajo, La Mécanique des fluides (2022). Sumergiéndose una vez más en el mundo digital, el corto comienza con un salto al vacío de un personaje de videojuego; un salto al vacío sin consecuencias directas más allá de una pantalla de carga, pero que nos hace cuestionarnos el estado de la materia entre lo digital y lo físico. A través de la figura de la primera persona en recibir una transacción de bitcoin, Hal Finney, cuyo cuerpo quedó criogenizado en el 2014, la narradora comienza a cuestionarse el estado tanto de su cuerpo físico como de la memoria, pues en ella reside la llave para abrir su billonario monedero virtual de criptomonedas.
La directora mantiene la estructura de narración documental, así como el peso estético de las imágenes en negativo y los colores de contraste, señalando un hilo de constancia en su obra. Esta vuelve a tratar temas controvertidos para la mirada de la izquierda ideológica como la figura del incel (del inglés involuntary celibate) en su anterior trabajo, o en este caso el mundo “cripto”, tan criticado por las alas progresistas y que nos deja un marco de acción crítica a partir de otro punto de vista, menos destructivo, pero quizás más condescendiente con los descritos.
A pesar de que hablamos de que su obra es similar a la de 2022, en esta última el tema es estructuralmente más abierto y abstracto, algo que le otorga un sentido mágico y perturbador. Una sensación que recorrió parte del festival a medida que nos adentrábamos en la modernidad tecnológica, como en el caso de Bliss Point (2023) de Gerard Ortin, donde nos enseña el surrealismo tecnológico y la superestructura de producción desde dentro. Un repartidor de comida a domicilio hace su turno nocturno recogiendo una hamburguesa hecha en la caja de un tráiler, una pequeña porción de la estructura mayor de alimentación que nos acaba llevando hasta el interior de la arquitectura de un almacén de reparto, donde cientos de máquinas sueltan pedidos con precisión milimétrica recordándonos más a una película de ciencia ficción que a un documental sobre el presente de la producción capitalista. Durante todo el cortometraje se desarrollan pensamientos que inquietan a la espectadora sin tener realmente un discurso legible de crítica, perdiéndose a veces en el espectacular tratamiento a nivel técnico de la imagen y el sonido.
Alejándonos de los paisajes de ciudades, plenamente intervenidas por la humanidad, Sandra Schäfer investiga en Into the Magnetic Fields (2024) sobre el empleo de los avances dentro del sector agrícola y cómo interfieren en el paisaje de las zonas de cultivo. Las imágenes de un tractor autónomo en un campo de cultivo se mezclan con la mirada al pasado del sector base de la humanidad, desde la aplicación del barbecho a la revolución industrial, hasta la llegada a nuestros días de la producción posthumanista, que veíamos también en Bliss Point. En este punto nos asalta la duda: quizás el impacto humano no se represente solo en el paisaje, sino en el entorno que nuestros sentidos no perciben. ¿Qué capacidad de alterar los campos magnéticos tienen las ondas necesarias para estos avances? Las bandadas de pájaros pueden tener la respuesta. Intercaladas con esta idea que nos hace plantearnos la modernidad, la directora alemana acompaña la obra con voces generativas de textos de la escritora feminista Ursula K. Le Guin, así como entrevistas a ornitólogos que asocian las ondas humanas a los comportamientos de las aves migratorias.

Into the Magnetic Fields, de Sandra Schäfer
Las citas generativas del film de Schäfer no son el único elemento de este tipo de tecnología en el Cortocircuito. En la pasada edición del festival ya se adelantaba parte de la tendencia de investigación en el campo de las inteligencias artificiales en el cine con el título de Pedro Maia March of Time (2023), donde el director insistía en la dificultad de otorgarle a la máquina su visión artística y tener que trabajar posteriormente sobre ella. Este año, el grupo Estampa le da una vuelta a la idea y trabaja con la herramienta con elementos ya asentados en el imaginario con The Vertigo of the Ways of Seeing (2024), indagando con el empleo de la IA para reinterpretar la película de Hitchcock Vertigo (1958), mezclando su imagen con las voces de la conocida serie de la BBC Ways of Seeing (1972), donde John Berger hace una disección de la mirada artística. La perspicacia a la hora de encontrar elementos donde cuadrar ambas propuestas y la capacidad de la propia tecnología, aún en pañales, para crear situaciones de humor, nos acerca la IA desde un punto de vista más amistoso hacia el sector artístico. Por otra parte, el director austríaco Rainer Kohlberger nos enseña en The Electric Kiss (2024) una ventana imaginativa diferente hacia la perspectiva del ciberfuturismo en el cine a través de la inteligencia artificial y los videos de creación procedural. Continuando con las ideas de obras anteriores, Rainer trabaja a través de la luz y el color en el plano de la abstracción, aunque en este caso se intuye una cierta narratividad, capaz de sumergirnos en la marcada estética VHS. La sensación de navegar entre el pasado y el futuro es un elemento cinematográfico reconocible, pero que el director parece reinterpretar hacia las nuevas herramientas tecnológicas.
Para demostrar la convivencia entre los trabajos experimentales analógicos y las nuevas perspectivas y herramientas, se presentaron dos obras que nos reconectan con la idea del cine como forma física: tanto a nivel de material, con trabajo sobre el celuloide, como a nivel situacional, con protagonismo del lugar. En Arbor Labor (2024), de Stefanie Weberhofer, vemos que la imagen se convierte en un collage analógico que profundiza en la representación de la naturaleza como elemento indivisible de la visión artística, empleando técnicas de rayogramas que eternizan el bosque en el material fílmico, un grito sobre la emergencia climática y la huella que supone la presencia (o ausencia) de la naturaleza en nuestras vidas.
Una presencia que sintió de igual manera Laura Moreno Bueno con Ulía (2024), una apuesta de cine experimental que consiguió grabando sus paseos por el monte donostiarra que le da nombre a la obra. En esta pieza de imprimación analógica se juega con los propios artefactos visuales característicos del 16 mm, pero también con un efecto logrado por el propio estado de la cámara empleada, consiguiendo movimientos horizontales que rompen la estructura del plano y sostienen la sensación constante de estar atendiendo a un no-lugar que deforma la cumbre y el valle del accidente geográfico. Gracias a esta mecánica fortuita es capaz de subrayar la presencia de planos de montes diferentes y mezclarlos entre sí, incrementando la idea de un lugar inexistente pero real al mismo tiempo. A pesar de que la imagen es impresionante y los recursos visuales nos mantienen pendientes del movimiento del espacio, cabe mencionar especialmente el trabajo sonoro, que parece funcionar en conjunción permanente y no como dos elementos divisibles, alcanzando un estado onírico del que nos percatamos solo al final de la pieza.

Ulía, de Laura Moreno
Hubo un espacio importante en el festival para las obras animadas. Basadas en motores de renderizado 3D, fueron dos las películas que llevaron el caos visual al Teatro Principal, pero que a su vez presentaron narrativas originales y críticas. Por una parte, La fille qui explose (2024), de Caroline Poggi y Jonathan Vinel, donde una chica sufre diariamente explosiones corporales, un desastre tanto físico como mental que guía la narración de la obra. La voz narradora es la de la propia protagonista que, de forma pausada y tranquila, nos explica la dolencia como si se tratara de una gripe crónica, pero sus palabras esconden realmente una historia traumática. Visualmente incómoda, visceral y explícita; la sangre es protagónica y los órganos que cuelgan de su cuerpo un elemento a lo que acostumbrarnos durante la proyección. La fragilidad de la mente humana y los problemas de salud mental parecen representarse de forma física, las frases figurativas se convierten en literales y la ansiedad es visible, siendo el corazón un elemento que verdaderamente sale del pecho.
En la obra de Vinel y Poggi también convive el imaginario de internet, personajes de videojuegos y películas que no solo protagonizan sus respectivas obras, sino también la cultura del meme y el humor acrítico de la red, reconocibles de este modo para las personas que tengan esas asociaciones. En el marco de este lenguaje interno aparece la obra de Nicolas Gebbe, Sunset Special II (2024). Pese a que en La fille qui explose el apartado visual también se ayudaba de la idea del fallo en la representación de las figuras como elemento narrativo, en este caso el director lo lleva a un nivel superior, creando un mundo idílico basándose en la idea de familia convencional como canon estadounidense donde su representación es un mundo lleno de fallos y errores visuales, colores llamativos y objetos que se superponen, la estructura del glitch y el bug forma parte de la estética y del elemento narrativo. Nicolas Gebbe nos habla sobre el canon social estandarizado, de la familia de clase media/alta que puede permitirse casa, coche, dos hijos y unas vacaciones en un crucero. Dentro de la repetición de ideas están presentes tanto el humor como la crítica, los tópicos sobre las relaciones heterosexuales donde la inteligencia recae en la figura masculina y la pasión irracional en la femenina, o los roles de género de los niños, que desvelan tras de sí un telón que encierra una herramienta social que hace funcionar artificialmente el statu quo de un mundo capitalista en el campo de la hipermodernidad.
Mucho más austera en cuanto a forma, pero con toda la profundidad de la hipermodernidade, la directora surcoreana Joung Yumi presenta Circle (2024), un corto de animación en blanco y negro que nos habla sobre la importancia del espacio social. Una niña dibuja un círculo en el suelo con un palo. A partir de este momento, varias personas que pasan se van quedando en el interior del obstáculo imaginario. Aunque cada vez más poblado, durante los escasos siete minutos de cinta ninguna persona interactúa con otra dentro del círculo, solo hay cordialidad, algunos leen y otros simplemente esperan hasta que desaparece el límite.
Una visión sencilla que representa parte de la interacción social urbana, atendiendo a límites físicos imaginarios pero que acaban por impedir una red de comunicación entre vecinas. Sin entrar en moralismos vacuos, es imposible huir del sistema actual, pero poner en perspectiva estas ideas hace que podamos valorar escenarios que nos ayuden a construir un entramado cultural y social, ya sea en un festival de cine, en un mercado de artesanía o en la parada del autobús.

La Fille qui explose, de Caroline Poggi & Jonathan Vinel