EROSKI PARAÍSO, de Jorge Coira y Xesús Ron
Se me hace imposible hablar de Eroski Paraíso, la película, sin tocar lo personal. Así que esto, más que una crítica, es un comentario que nace de lo íntimo. Del interior hacia el exterior. De forma transparente, como se nos cuenta la película: dejando ver el esqueleto. Eroski Paraíso (2019), dirigida por Jorge Coira y Xesús Ron a partir de la obra homónima de la compañía de teatro Chévere, recrea el escenario y el proceso de rodaje de la película que Alex (Cris Iglesias) quiere hacer sobre sus padres y como se conocieron en la sala de fiestas Paraíso, hoy transformada en un Eroski en el que su madre trabaja como pescadera.
De primeras, esta historia me resulta familiar. No porque conozca la historia del Paraíso de cerca, sino porque la historia que se nos cuenta es paralela a la de muchos otros lugares de Galicia. La historia de las discotecas de moda, de los lugares donde se conocieron madres y padres de nuestra generación, hoy abandonadas o reconvertidas en nuevos espacios, véanse comercios, restaurantes, supermercados o, tristemente, en un prostíbulo ya cerrado, como en el caso de la Frayman, sala histórica de Xinzo de Limia, donde posiblemente se conocieron mis padres. Es el Paraíso como puede ser cualquier otro. Somos nosotros, de alguna manera.
Ese ser nosotros está en la sensación de comunidad a pesar de todo, que se presenta al ver una hija que viene de fuera y junta a los padres, separados desde hace años, y mismo en la presencia de un abuelo ya sin memoria. Cada generación es necesariamente distinta de la anterior, con la relativa angustia por lo que eso tiene de pérdida. Alex necesita registrar lo que fueron y lo que son sus padres como parte de reconocerse a sí misma. En el proceso, nos reconocemos en el cariño incómodo de la familia y en un realismo en el uso de la lengua que tuvo que llegar al cine gallego en una película que, a lo mejor por su huella teatral y por la presencia de un dispositivo de (falso) documental, no busca una inmersión total en su universo (tenemos la sensación de que transcurre en un escenario que representa un supermercado, y no tanto en un supermercado). Así, el personaje de Eva (una Patricia de Lorenzo que destaca en su cara dramática y también en la cómica entre un reparto fantástico) hace explícita la diglosia y se contrapone a Toño (Miguel de Lira), que habla el gallego de la zona empleando palabras casi en desuso o expresiones que hacía tiempo que no escuchábamos. En esas palabras que anoto mentalmente o en el papel está también la angustia de esa pérdida. El miedo a olvidar y lo que eso significa, la muerte de una parte de una misma.
Pero la identidad no solo está en juego en lo lingüístico, sino también en el desarraigo que sienten algunos personajes en el proceso de vivir la emigración y la vuelta al lugar de origen, como les pasa a Toño y a Eva. Uno vuelve momentáneamente de Canarias y se encuentra entre dos mundos que identifica como hogares. Otra pasa de vivir en la ciudad a volver a Muros y sentirse ajena y extraña en el proceso, en ese ambiente de villa en el que “la gente está más pendiente de la venida de los otros que de la propia”. El proceso de verlos escenificar escenas de juventud, inconscientes y despreocupadas, delante de los productos de limpieza o snacks que constituyen ahora el espacio de trabajo de Eva nos hace chocar con la realidad de una vida adulta que, dedicada a los cuidados de su padre con alzhéimer, rara vez puede ser ya inconsciente o despreocupada. ¿Qué queda de nuestra identidad cuando estamos obligadas todo el tiempo a ser algo predeterminado? A lo mejor, un rastro de lo que éramos cuando jóvenes.
Precisamente, es desde la juventud desde donde yo vivo la película, desde el personaje de una Alex que está ahí para echar a andar una reflexión, para construir una memoria que es y no es suya, como nos pasa a todas con la memoria de nuestra familia y de nuestro lugar. Por eso es emocionante escuchar a Miguel de Lira contar cómo se organizaba por parroquias el público del Paraíso, en un monólogo que, a pesar de estar ilustrado con animaciones en un recurso que puede llegar a sacarnos del hilo, condensa el valor antropológico de la obra. Por eso, este filme existe mismo a pesar de la reticencia de sus propios personajes (Eva misma pregunta a su hija “¿pero a quién le va a importar esta película, quién somos nosotros y lo qué hacemos?”), que es la reticencia de cualquier comunidad a reconocer su propia importancia. Alex hace preguntas y sentimos, otra vez, las respuestas como propias. Como en la vida, a veces reímos y a veces lloramos. Aprendemos algo y acabamos con una pregunta nueva: ¿cómo vamos a saber hacia dónde ir si ni siquiera sabemos de dónde venimos?
Parabéns por este comentario que nace do íntimo, é como a propia obra, está aí todo, grazas por lle poñer palabras ao que eu tamén sentía.