FICBUEU 2024 — SECCIÓN OFICIAL #3

Frialdad, de Andrea Sánchez

Frialdad, de Andrea Sánchez

La historia del cine es un diálogo constante entre tiempos. Así lo escenifica Frialdad (Andrea Sánchez, 2023), que recupera fragmentos de una película olvidada, El espectro de Justine (1986), para crecer a su alrededor. La película en cuestión —una cinta de terror de serie B sobre una actriz poseída por su personaje, escrita por Rosa Mari Sorribes y dirigida por Jordi Gigó— fue la primera coproducción andorrana y nunca llegó a estrenarse.

En cierto modo, Frialdad también es una historia de posesión, pero el embrujo no se da entre actriz y personaje, sino entre actriz y película. El espectro es El espectro de Justine, que reemerge bajo una labor archivística y de investigación; ese material inerte, filmado cuarenta años atrás, es reactivado mediante una serie de gestos que toman un carácter casi ritual —y aquí hay que entender el gesto en el sentido más amplio posible—. Por un lado, está toda la mímica que la actriz protagonista ensaya una y otra vez, llevándose las manos al rostro, tanteando distintas muecas que remiten al imaginario del cine de terror. Pero también forman parte de este ritual de reavivamiento los gestos de carácter formal con los que la película experimenta: desde el uso de la banda sonora original de El espectro de Justine, significante también de un imaginario muy concreto, hasta ciertos movimientos de cámara (por ejemplo, los zooms repentinos hacia el rostro), pasando por una serie de recursos de montaje (cambios de ritmo, yuxtaposiciones que se llenan de sentido…).

La sensación de frialdad a la que la película alude, tomando prestadas las palabras del guion de Sorribes, va más allá de la mera cita. Junto a la labor archivística se despliega otra búsqueda, menos concreta pero igualmente esencial, referente a la imagen de Andorra, tan vinculada al resort vacacional y a las avenidas comerciales. Frialdad transita por estos espacios, los habita, los filma con un cierto extrañamiento que sugiere otras imágenes, distintas. Las calles oscuras, los cines vacíos, los engranajes del telesilla entre la niebla van dibujando un escenario que emerge como una contracara espectral del país.

Después de Frialdad se proyectan en esta sesión cuatro películas que comparten una misma raíz: el coming-of-age. Desde estilos diametralmente opuestos, aunque con un mismo interés por una narrativa más bien clásica que nos aleja de la estructura libre de Frialdad, todas ellas retratan un momento de inflexión en la vida de sus jóvenes protagonistas. La primera es Obraza (Gleb Osatinski, 2024), un corto con alma de largo que, en media hora de metraje, condensa un contexto sociopolítico complejo (el de la Ucrania soviética de los años 90) como telón de fondo de la historia de Yasha, un adolescente que se prepara para emigrar a Nueva York con su familia. Toda una retahíla de personajes secundarios desfilan por este paisaje de devastación emocional: figuras que encarnan la autoridad (la maestra), el odio y la represión (el grupo de jóvenes, el vecino), y también las distintas formas de un amor que lucha contra el resentimiento (Lilya, los amigos, la familia).

Obraza, de Gleb Osatinski

Obraza, de Gleb Osatinski

El espíritu rebelde de Yasha permea la película. Hay una cierta sensación de angustia que emerge de los escenarios oscuros, del montaje fragmentado que en ocasiones rompe la cronología (véase la escena inicial con el ensayo de la banda), y de una puesta en escena que, a pesar de estar coreografiada al milímetro y llena de complejos movimientos de cámara, consigue al mismo tiempo una apariencia de imperfección algo punk, acentuada por algunos encuadres extraños (las escenas en la cocina, por ejemplo), que le otorgan una gran sensación de frescura. Todo parece encaminarse hacia ese último plano, tan catártico como fatal, donde vemos a Yasha de espaldas a la luz del edificio en llamas, mientras los personajes secundarios pululan por el fondo.

A continuación, en un cambio de tono radical, Un trou dans la poitrine (Alexandra Myotte, Jean-Sébastien Hamel, 2023), una película de animación protagonizada por dos hermanos —Théo, apenas un niño, y Zoé, ya adolescente— abismados en sus propias soledades. La primera transición entre uno y otro personaje se da por medio de una gota de sangre que se transforma en una mancha de ketchup. Lo que de entrada podría parecer un pequeño hallazgo formal para unir ambas escenas, pronto se revela como elemento estructural de la narración: un poste de luz se transforma en acera, un cielo azul deviene el agua de una piscina. A esa mutabilidad constante de los símbolos, tan en sintonía con la profunda desorientación vital de unos hermanos que, según iremos descubriendo, perdieron a su madre por un cáncer de mama, se le añaden las gafas mágicas de Théo: basta con un pequeño gesto de las manos para que los personajes a su alrededor se transformen en criaturas mitológicas de la antigua Grecia. La madre aparece entonces como una guerrera amazona, de quienes se dice que no tenían pechos para poder tensar mejor el arco. Más allá de este pequeño juego de escapismo de Théo, la película va construyendo toda una imaginería alrededor del cáncer (la enfermedad materializada en la figura de un cangrejo; las inseguridades físicas de Zoé, tan pesadillescas, vinculadas a la pérdida del cabello y a la extirpación del pecho de su madre; o, regresando a la idea de la amazona, la voluntad de lucha y de resiliencia) que solo puede resolverse en la aceptación. La última escena nos da finalmente ese instante de paz en que las soledades de Théo y Zoé se encuentran en un abrazo al borde de la piscina.

Un trou dans la poitrine, de Alexandra Myotte

Un trou dans la poitrine, de Alexandra Myotte

Sigue In the Garden of Tulips (Julia Elihu, 2023), una producción norteamericana ambientada en la guerra entre Irán e Irak en los años 80, que narra el último viaje en coche de una joven iraní, Caroline, con su padre, quien la acerca a la frontera para que pueda huir del país. La puesta en escena minimalista evoca por momentos el cine de Abbas Kiarostami, en especial road movies como El sabor de las cerezas (1997), si bien la película mezcla estos elementos más reconocibles con otras decisiones formales curiosas, discretamente disruptivas, como el uso de jump cuts al principio y al final: una primera vez sobre el rostro de Caroline y una última vez sobre el rostro del padre, ya solo en su coche. Todo ello va construyendo una cierta elasticidad formal que le permite escapar de la fórmula, y que culmina en una escena de despedida que la cineasta reduce a lo esencial: un primer plano frontal del padre, un primer plano frontal de la hija, una maleta que cambia de manos en un silencio casi absoluto; solo cuando se separan escuchamos de nuevo el griterío que les rodea mientras empieza a oscurecer.

El hecho de que se trate de una producción norteamericana resulta interesante. Tanto la directora Julia Elihu como la actriz y guionista Ava Lalezarzadeh son descendientes de iranís que emigraron a los Estados Unidos. Elihu cuenta que nunca ha estado en Irán (la película se filmó en realidad cerca de Los Ángeles), y que fue todo un reto evocar un país que solo ha visto en películas. Resuenan aquí algunas cuestiones que ya planteaba Frialdad acerca de la construcción del imaginario de un lugar a través del cine; este podría ser otro diálogo posible dentro de la sesión.

Siguiendo el hilo del coming-of-age, cierra el programa Ruído da pele (Gustavo Milan, 2023) con una historia que el cine ha contado infinidad de veces y que, sin embargo, siempre toma caminos distintos: el despertar sexual de un niño durante el verano. La película empieza con una última muestra nítida de la infancia, filmada en un tono profundamente nostálgico. Mateus juega con su madre, se persiguen por los rincones de una vieja casa de campo, por entre las sábanas tendidas en el jardín, bajo la luz dorada del fin de tarde; una melodía de piano ahoga sus risas, que nos llegan como un eco lejano. Finalmente, tendidos en la hierba, la madre le acaricia la panza, un contacto físico que Mateus pronto empezará a rechazar. Llega a la casa Vitória, la hija de unos amigos, y la piel —imagen central de la película— empezará a tomar otros significados.

El título en inglés (Unfamiliar Skin) nos brinda otra imagen que condensa el tránsito último de la película: este crecer en una piel extraña, súbitamente ajena. Frente a Mateus se abre un mundo de descubrimiento, de gestos erráticos, de pequeñas transgresiones que le alejan de la infancia, y la película le acompaña con una puesta en escena sensorial, también sensual, y una paleta de colores vibrante. Sin embargo, este típico relato de crecimiento esconde otro misterio: una presencia extraña en el fondo del pantano, dos ojos brillantes entre una maraña de algas que Mateus descubre buceando, y que luego se presenta en su habitación. La brevedad de la película solo nos permite imaginar qué caminos podría seguir esta misteriosa apertura hacia lo fantástico: si el final de la infancia suele ser el momento en el que monstruos y niños se despiden, ¿qué oscuro mensaje nos viene a traer esta criatura surgida en los albores de la adultez?

Ruído da pele, de Gustavo Milan

Ruído da pele, de Gustavo Milan

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