FICX 2021: Nuevo mundo
A finales de noviembre, el Festival de Gijón volvía a la presencialidad en una edición que tenía algo de celebración de dos realidades, de viejos ritos a través de nuevas costumbres: el mundo online, aséptico y virtual ha venido para quedarse, y aunque estuviéramos en las salas —protegiéndonos también de la enorme tromba que cayó esos días sobre la ciudad— muchos de los títulos de la programación asumieron como tarea recordarnos que el mundo ya no es lo que era. Pocos lugares tan calientes, seguros y acogedores como una sala de cine, lugar de encuentros, coloquios y consumo de imágenes que hablaban de este estado de crisis permanente que algunos llaman vida. Esta es una crónica incompleta, de tres días escasos y parcheada con algún que otro visionado online, rendido uno ya al nuevo estado de las cosas.
La vida en tiempos de guerra
Fuera de concurso —y de cualquier categoría, añadiría— se programó la última película de Abel Ferrara, Zeros and ones. Comenzar con este cineasta tiene el mismo riesgo que comenzar un Primavera Sound con Patti Smith —como me pasó una vez en Oporto—: que el resto del festival parezca poca cosa. El film del americano es tan inclasificable que las comparaciones son, más que odiosas, imposibles. Ethan Hawke interpreta a un soldado sin objetivo, sin misión y sin significado, en un mundo que se intuye pandémico, con mascarillas y gel hidroalcohólico. Parece que Ferrara quiere forzar la realidad y convertir en una cinta de acción ilegible nuestro disparatado día a día. Lo igualmente forzado de la imagen digital acaba por acercarla en su radicalidad a las texturas de viejas cintas de VHS, todo nieve pixelada visual y sonora. En la cinta se suceden explosiones y un hermano gemelo de Hawke es apresado mientras obligan al protagonista a practicar sexo delante de cámaras que son sostenidas cómo si fueran armas de guerra. No sabemos quién combate, pero las calles de Roma están vacías y solamente los parias sobreviven en callejones. Nada es firme, todo es hostilidad y paranoia que acerca por momentos la película al imaginario de Philip K. Dick. Que la imagen tiemble es consecuente con lo que se está contando. Y al final, pasamos de la ficción a imágenes de estilo documental sin transición, casi en un mismo plano. Ferrara solo necesita un par de desenfoques y movimientos de cámara para cambiar de género cinematográfico. Todo forma parte del mismo mundo. La guerra y los cafés. El sexo y una bandada de pájaros. Como colofón, el propio Hawke graba una especie de “zoom” en el que propone una aportación concreta a este críptico film y termina asegurando que seguimos en la película. Todo es cine.
Radu Jude, al que se le dedicaba un foco en Gijón, ganó el Oso de Oro en el último Festival de Berlín con Un polvo desafortunado o porno loco. De nuevo con la COVID-19 formando parte del marco de la historia, la película está dividida en tres partes de desigual interés —en teoría—. La desventurada protagonista, profesora en una escuela, es víctima de bullying en las redes sociales al hacerse público un vídeo pornográfico suyo que Jude muestra al principio de la película sin pudor. No se escuchó ni una tos en una sala llena durante esta escena, certificando que los tiempos de “enfants terribles” como Lars von Trier ya han pasado. La primera parte consiste en un deambular observacional de la actriz por las calles de una Bucarest grosera y vulgar, cuya arquitectura urbana está dominada por letreros comerciales. La cámara abandona en varias ocasiones al personaje para vagar con más libertad, aunque siempre vuelve a su lado En el segundo bloque, Jude visualiza una especie de diccionario sarcástico de la infamia que explica un poco el presente de su sociedad a través de palabras como “violación”. Y en el último tramo, se establece un juicio sumarísimo a la profesora en la propia escuela por parte de otros docentes y los padres de los alumnos, que recuerda a uno similar que aparecía en el inicio de Las mil y una noches de Miguel Gomes. La desfachatez y miseria de todos los que forman parte de esta secuencia es tan exagerada que uno se desentiende hasta que cae en la cuenta de que lo que estamos oyendo es tal cual un hilo de Twitter o de comentarios a una noticia cualquiera, de un medio digital cualquier un día cualquiera. Demasiado presente.
En una primera lectura, parece que Gaspar Noé intenta buscar con Vórtex algo así como “honorabilidad”, pero en el fondo el film es un nuevo parque de atracciones de la sordidez marca de la casa. Solo cambiamos el sexo, la violencia o las drogas por la senectud y la muerte, como una especie de versión gore de Amour, de Michael Haneke —que también tenía sus dosis de morbo, todo hay que decirlo—. Aquí la temática da para menos “fiestas”, pero todo lo que hace célebre a este director está aquí: una gran variedad de trucos formales que comprenden cortes rápidos a negro cada poco tiempo, subrayar las edades del equipo técnico y artístico en los títulos de crédito y, sobre todo, dividir la pantalla en dos desde que la enfermedad separa para siempre a la pareja interpretada por una espléndida Françoise Lebrun y un Dario Argento que se destapa como intérprete más que solvente —en una decisión que puede resultar algo caprichosa, pero que contiene la clave oculta de este nuevo título de Gaspar Noé: el terror—. El recurso de la pantalla partida funciona para contar estas dos vidas separadas irremediablemente hasta el momento final, en el que uno de los cuadros se vuelve negro negrísimo. De hecho, todo funciona razonablemente bien en esta nueva caída a los infiernos. Solo que uno acaba preguntándose si era este un viaje que quería hacer.
Por su parte, We’re All Going to the World’s Fair es un sorprendente y mutante film que juega con el género —de terror— y, más que un nuevo Host, o un creepypasta, acaba por ser una radiografía de una juventud secuestrada en sus casas que inventa nuevas formas de sentirse vivos a través de juegos virales y cuentos siniestros, cambiando las hogueras de campamentos por cámaras digitales. Una obra triste en fondo y forma, pero también empoderadora de una manera extraña, en la que solo vemos lo que la protagonista decide que veamos por su webcam. Habrá que seguirle la pista a Jane Schoenbrun, su directora no binaria.
España, año uno
Los títulos españoles que vi en el festival representan, por una parte, dos miradas al pasado desde la comprensión y el interés por “saber más”, y otras dos miradas a un presente inclasificable que solo el tiempo convertirá en algo que se pueda catalogar. Magaluf Ghost Town, de Miguel Ángel Blanca, hereda espacios similares a los que transitó Ion de Sosa en Sueñan los androides —Benidorm en su caso, la temible Magaluf en el de Blanca— para mostrar qué pasa cuando se vive en las vacaciones de los otros. El “documental” está vertebrado por la relación casi “berlanguiana” de una mujer mayor y su alquilado, un inmigrante de un país africano. Pero, pese a la comicidad de muchas escenas, los vídeos y fotos de la hecatombe que es la ciudad cuando el turismo de borrachera arrasa con ella, convierten el film en un relato de supervivencia zombi. La nueva película del director de Dhogs, Andrés Goteira, vuelve a jugar con las reglas del propio cine y del género. Welcome to ma maison comienza con un McGuffin: un actor joven, Igor Fernández, está obsesionado con las manos en el cine de Nicolas Winding Refn y quiere conocerlo. Pero la disparatada premisa pronto se agota y pasamos a cuestiones más complejas. Porque, ¿qué es una película? ¿Hablar de hacer una película es una película? Igor se rebela contra su exposición “freak” y duda sobre lo que hace en la obra y en su vida, y la cámara rota hasta capturar al equipo del propio rodaje. Una nueva losa para la etiqueta de documental y el descubrimiento de un rostro magnético para el cine. Aún más seductora es la personalidad del extraordinario director de fotografía Tomàs Pladevall. D’Ombres toma el título de rodaje de Tren de sombras, uno de sus trabajos más poderosos, y echa un vistazo a esta leyenda de la enseñanza audiovisual que irónicamente trabajó en muchas más películas malas que buenas. Ante el piropo a su trabajo por parte del propio Guerín, presente en el coloquio que hubo posterior a la proyección, Pladevall decía con ironía que no hizo bien su trabajo, que si las películas eran tan malas la fotografía también debería ser mediocre. Pero es una simple broma de una persona tan perfeccionista en esto de la luz que viaja con un maletín con bombillas para regular la mala iluminación en las habitaciones de los hoteles. El film tiene voz propia y en lugar de un recorrido exhaustivo, prefiere administrar con sabiduría pequeñas dosis del trabajo y el credo de Pladevall, que prefirió un rodaje antes que asistir al funeral de su padre, porque en el funeral “poco podía hacer”. Un cielo impasible contiene más o menos lo que su título sugiere: un espacio de reflexión sobre el pasado como un sitio vacío, pero lleno de ecos que siguen siendo pertinentes, en la ola de otros trabajos con audio e imagen de archivo como pueden ser los de Helena Girón y Samuel M. Delgado o, más cerca a nivel temático, el Ramón Lluís Bande de Eiquí y n’otru tiempu. Emociona ver a gente joven preocupada por no dar carpetazo a la memoria del estado español. Por cierto, la poderosa cabecera que acompaña a las proyecciones de esta edición del festival pertenece al cineasta asturiano, que trabaja el sonido sobre una serie de fotografías de principios de siglo del fotógrafo asturiano Constantino Suárez, que recogen un temporal bravo que barre el paseo de Gijón y a sus gentes. Antes y ahora.
Nuevas maneras de encarar el presente
Uno de los fenómenos de este festival, después de triunfar también en San Sebastián, fue Poulet frites, de Yves Hinant y Jean Libon, personalísimo acercamiento al true crimen, pero desde el tamiz del tiempo: las imágenes de este documental tienen ya veinte años y el proyecto surge cuando el confinamiento frustra el rodaje de un film más “normal” de la pareja de cineastas. En esta apoteosis de lo cotidiano, en medio de un crimen en un barrio de extracción baja, el humor siempre está presente por lo grotesco de lo real y por la presencia de un carismático policía/intérprete principal que tiene buena mano para tratar con los desventurados protagonistas por su pasado como integrador social. En la conversación posterior las preguntas giraban alrededor del acceso ilimitado de los cineastas durante todo el proceso: caso/juicio/sentencia. Con todo, lo que más impresiona es la filosofía con la que los personajes encaran sus negros futuros: son pobres como ratas. No tienen nada por lo que no hay lugar para montar escenas, chillar o clamar a los cielos. Saben que pueden ser acusados injustamente de asesinato y lo aceptan. Ahí está una clave de tantas y tantas cosas que excederían el espacio de esta simple crónica. La pareja divide las tareas: uno es el director y otro monta. Nunca hablan en el proceso. Detestan que se les pregunte sobre la veracidad del film. Extraños estos belgas. Y para los que frecuentamos festivales, la proyección de un nuevo título de Hong Sang-soo tiene ya una liturgia especial, una cierta traza de “descanso del guerrero” ante posibles aberraciones audiovisuales de sesiones pasadas o proyecciones que están por venir. Introduction tiene uno de los tráilers más fabulosos de los que tengo noticias: ofrece la definición de introducción como “cuando una persona experimenta algo por primera vez” o “la primera parte de algo” mientras vemos a los personajes abrazándose unos a otros en una calle o frente al mar. La película tiene conversaciones cruzadas, sakes, planos estáticos movidos por pequeños travellings o zooms digitales que incluso desenfocan la imagen. Pero sobre todo hay gente que busca calor humano entre capas y capas de melancolía. Nueva pieza de este mecano infinito y perfecto que es el cine del coreano.
Rien à foutre, que acabó alzándose con el primer premio del festival, cuenta con otra interpretación extraordinaria de esa gran presencia que es Adele Exarchopoulos, que encarna como nadie el ennui adolescente. Este es un film sobre una trabajadora de una compañía aérea low cost, por lo que los temas tratados no sorprenden a nadie: la robotización de los sentimientos para no experimentar dolor, y el tirar hacia delante porque no hay nada más. En esta descripción de rutinas sin alegría, la obra recuerda a un trabajo del videoartista Doug Aitken, Black mirror, protagonizado por Chloé Sevigny. Sin embargo, en esta película, la alienación ya no está en los tan manidos “no espacios”, sino en los salones de la propia casa. El film tiene alguna que otra fuga impresionista en discotecas o en un entorno de naturaleza, y momentos de paz a la caída del sol: destaca un pavoroso y fascinante show de luces en un complejo hotelero de Dubai, donde el ser humano es un ente estático contemplando los neones de las grandes marcas, hermanando esta propuesta tanto con el film de Radu Jude como con el de Miguel Ángel Blanca. Hay algo de late capitalism en estas imágenes, de últimas boqueadas de tiburón herido que ya no esconde su verdadera naturaleza. Que así sea.
En Imaculat no se puede respirar: la cineasta Mónica Stan cuenta su propia experiencia en una clínica de rehabilitación de drogadicción, pero la cosa acaba pasando del compañerismo al acoso y al abuso sexual, de poder y cualquier otro que se nos pase por la cabeza. Las instituciones no funcionan. Punto. Ni un solo plano más amplio que un plano medio, lo que únicamente permite reconocer los fondos atonales y los rostros de unos personajes que rápidamente se vuelven insoportables. Experiencia radical combatida con radicalidad cinematográfica. Sin concesión. El planeta, la ópera prima de Amalia Ulman, en cambio, recoge los gestos de la comedia clásica para contar en voz baja unas vidas sin perspectiva, sostenidas por miniestafas. La propia ciudad de Gijón es el marco elegido para esta historia real bien conocida por los gijoneses. La directora también encarna a la hija protagonista y el rol de su madre recae… en su madre. Ambas sostienen una relación amable mientras todo se desmorona y huyen hacia delante. Sus charlas en la cocina transmiten cercanía y la cámara deja tiempo para que sintamos ese espacio y esas conversaciones. No es poca cosa.
Coda final en clave de cortos
La calidad de los cortos presentados en esta edición del festival fue tan elevada o más que la sección oficial, lo que nos lleva a fantasear con la abolición de estas secciones/guetos —cortometrajes, documentales, animación, fantástico— que tienen todos los festivales para que cada film sea llamado como tal y compita en igualdad de condiciones sin tener en cuenta el género o la duración, divisiones artificiales que provocan a veces el ostracismo de obras que no lo merecen.
Kindertotenlieder es una recopilación y reordenación de los disturbios que tuvieron lugar hace unos años en los banlieuses parisinos tras la muerte de dos chavales en un transformador de alta tensión mientras huían de la policía. La diversidad de origen de los materiales proporciona algo que hemos olvidado todos nosotros: una mirada calidoscópica y horizontal a la realidad. Ahora solo tenemos discursos sesgados vengan de donde vengan —prensa, TV, redes sociales—. El corto de Virgil Vernier es como una versión de aquel espacio televisivo llamado No comment. Para eso deberían servir las imágenes: para abolir los intermediarios interesados. Descartes, de Concha Barquero y Alejandro Alvarado, profundiza en tomas no usadas de Rocío, el documental de Fernando Ruiz Vergara secuestrado por la censura desde 1981 por poner negro sobre blanco el nombre de un alcalde fascista de la población de Almonte, responsable de la represión que se saldó con la muerte de casi cien republicanos. El corto de la pareja sortea la censura que no cae en los descartes, pero avergüenza a toda una comunidad —la cinematográfica— que a día de hoy sigue sin poder proyectar el film. No sé a qué esperamos para derribar ese resquicio franquista y asqueroso y reestrenar con honores una obra imprescindible. Train again, ganadora del premio al mejor corto, es una nueva muestra del poderío en el montaje de Peter Tscherkassky —que estuvo en la ciudad impartiendo una masterclass—. Esta vez, convierte en cierta la definición del cine de “tren de sombras”, y con imágenes de títulos como El espíritu de la colmena monta un dispositivo audiovisual fascinante que recuerda a otro trabajo del también cineasta experimental Virgil Widrich, Fast film. El cine como un tren de mercancías cargado de imágenes que aún pueden atropellar al futuro.
Y como “epílogo” a esta “coda final”, dejo noticia de tres fabulosas piezas cortas que son sin duda de lo más destacado de un festival no carente precisamente de buen cine. Sycorax, el trabajo a cuatro manos de Lois Patiño y Matías Piñeiro, posee una fascinante estabilidad donde se pueden rastrear ecos de los trabajos previos de ambos cineastas. Esta mini-introducción a La Tempestad de Shakespeare en general y al personaje de Sycorax en particular no tiene nada que ver con la olvidada película de Paul Mazursky, Tempest, con John Cassavetes y Gena Rowlands, excepto en la invocación de las fuerzas de la naturaleza. El equilibrio de tono y estilo viene perfectamente reflejado en un plano de naturaleza arcaica y misteriosa, que con un simple paneo de la cámara nos sitúa en la actualidad en las Azores, en Portugal. Aquí tiene la misma importancia el casting con habitantes de la isla para interpretar a Sycorax que los árboles de cualidades casi escultóricas que se convierten en cascadas. Todo es magia y todo es realidad. Hay que volver a Sycorax.
Así vendrá la noche, como bien dice el cineasta Ángel Santos, es una “novelita del siglo XXI” narrada a través de algo tan “vulgar” como un audio del WhatsApp. Pero la cosa funciona, vaya que sí. La película es una miniatura donde la protagonista —la actriz teatral Violeta Gil, todo fotogenia y fascinación— le suelta un monólogo lleno de sinceridad, melancolía y ternura a una antigua pareja desde un presente en el que ya no están juntos. Las posibilidades expresivas de este formato epistolar 3.0 se hacen evidentes en el deambular de la joven por toda la casa mientras, en un montaje sobre la voz, vemos al destinatario, encarnado por Denis Gómez, trabajar y caminar ajeno —o no— a esa herida hecha de tiempo y distancia. Las extraordinarias composiciones de plano de Santos, como la que encuadra a Violeta en una habitación terminando su “carta” mientras la noche llega y las luces de la ciudad aparecen en la ventana, redondean este conjunto de tamaño mínimo, pero máximo alcance emocional. Y con ideas tan refulgentes como la de expresar los verdaderos sentimientos con el tarareo sin palabras de una canción de merengue.
Finalmente, A Day in a Life es una película del perro viejo que es el fotógrafo y cineasta Larry Clark, que sigue haciendo lo mismo desde que en 1971 publicó el mítico fotolibro Tulsa. Esto es: capturar el momento exacto en que la juventud explota de hedonismo puro y duro. Un film sombrío y radiante, de euforia efímera. Un film adolescente. Vincent Macaigne observa a su hija y la compara con lo que él es ahora. E intenta impedir eso, pero no entiende nada: no entiende que precisamente esos son los momentos cruciales, cuando vivir y follar son cuestión de vida o muerte, cuando cada uno es el centro del universo y no existe nada mejor que los amigos, las drogas, el amor y el sexo. Mejor haría Macaigne intentando volver atrás en el tiempo antes que robar esos momentos de catarsis a unos jóvenes que, como los de las fotos de Ryan McGinley o los de las propias obras de Larry Clark, parecen vivir en un presente infinito de belleza absoluta, de poros de piel que brillan a la luz del sol o de los neones de la disco. Como un milagro, en A Day in a Life las discotecas parecen discotecas, los adolescentes parecen adolescentes y las conversaciones trascendentes sobre amor parecen trascendentes. El sexo no es un drama ni una revelación. Simplemente es. El cine también volvió a ser, aquí en Gijón, mientras diluviaba. Aunque fuera por un rato.