Indielisboa 2020 (1/2): Reivindicación de la negritud
Con el movimiento Black Lives Matter cada vez más presente en el contexto político actual, el Indielisboa se propuso este año recordarnos que esa toma de conciencia no debe quedarse solo en la creación de estrategias de inclusión que permitan a las comunidades negras obtener una mayor cuota de representación, auspiciada por ellos mismos y, sobre todo, que sea la correcta y fuera de estereotipos racistas. Esto es, darles verdadera voz. Tampoco llega con darle vueltas al discurso identitario, pues desde Europa podríamos pasarnos cientos de películas y seminarios intentando definir la negritud y, dentro de nuestras sociedades y estados, estaríamos siendo demasiado complacientes si no contemplásemos un aspecto: la colonización. Si bien la gran vergüenza de Estados Unidos fue (¿es?) el esclavismo, algo que muchos directores, no solo negros, se han comprometido a señalar, cada vez con mayor decisión; en Europa no podemos estudiar elementos como las condiciones habitacionales de estos colectivos, la mutación o permanencia de sus costumbres culturales, el funcionamiento de sus sistemas económicos o las variantes dialectales de sus lenguas sin la gran marca histórica que pesa sobre nosotros hacia África: la opresión, el pillaje, el racismo…; todo aquello que imperó en la época colonial y que, todavía a día de hoy, hiende sus raíces en los tránsitos por mar y aire, en las relaciones con nuestros colegas africanos.
El Indielisboa ha hecho algo verdaderamente valiente, por obvio que parezca. Nos ha recordado que en Europa también hay negros, que llevamos mucho más tiempo que en Estados Unidos (con)viviendo con ellos y que la voluntad de integración que muchos sentimos y demandamos puede tener el mismo fondo ético que al otro lado del Atlántico, pero las condiciones políticas e históricas son otras. Sin atajarlas, no hay debate. ¿Qué puede hacer el cine para contribuir a ello? Pues mucho, la verdad. La cámara es una ventana al mundo que nos muestra otras realidades, en países como Mozambique o Senegal, pero no tan lejos, también en las calles de Lisboa o París. ¿O es que no sabemos mirar a nuestro alrededor o no hemos querido? La representación de estas sensibilidades y comunidades empañó todo el festival, este ha sido un Indie negro por excelencia.
Ousmane Sembène: popular, político, polémico
Había hasta cuatro movimientos que así lo certifican. El primero y más evidente, la retrospectiva completa a Ousmane Sembène, uno de los realizadores más importantes del África poscolonial. Y aún así, muy poco visto. ¿Acaso hay ocasiones de ver sus filmes? No se encuentran fácilmente, la verdad. Ni tampoco están muy presentes en el imaginario colectivo de la cinefilia. La mayoría de nosotros quizá hayamos visto de él solo La noire de… (1966) (entre los que me incluía antes de mi visita a Lisboa) y, si uno lo piensa, la respuesta es simple: ¿no es esta una película francesa? Creo que ahí está el meollo y a la esencia de estas relaciones desiguales es a lo que aspiraba el cine de Sembène. El activista Mamadou Ba lo describió bien en una mesa dedicada al respecto: “para él el cine tenía sentido como espejo de la sociedad, y a través del mismo buscaba poner en evidencia la función estructural del colonialismo”. Esto es, sacar tajada, explotar recursos naturales y mano de obra barata a la que se trata como al ganado o peor; actitudes trasladadas muchas veces al interior de las sociedades africanas, que también heredan estos mecanismos. Que Sembène pusiese el dedo en la llaga y apuntase también a los suyos no sentaba bien. Por eso Ba recordó además que el senegalés seguía la teoría de las tres pes: popular, político, polémico. Si tomamos esto en consideración y lo unimos a la descripción formal de sus películas efectuada por el cineasta Billy Woodberry en esa charla (“su cine era principalmente neorrealista, pero de repente rompía esa composición sosegada con una angulación o insertos que parecieran sacados del cine soviético”); tenemos entonces el resumen perfecto de lo que fue Ousmane Sembène.
Popular, precisamente porque su voluntad era la de llegar a las masas y hacer reflexionar; nunca fue un hombre de discursos intelectualizados o crípticos. De hecho, su cine se apoya mucho en unos buenos diálogos, propios del escritor que también fue (llegó a escribir 14 novelas). El guion bien estructurado lo era todo para él y la claridad del mensaje es obvia desde sus inicios. Ya en el corto Borom sarret (1962), en el que seguimos la jornada de un cochero de barrio pobre de Dakar, la voz del protagonista se expresa de forma clara y contundente. Hecha con pocos medios, se ve que existe poco o ningún sonido directo y que al realizador lo que le interesa es palpar la realidad de la calle. El hecho de que este personaje se desplace por distintos puntos de la ciudad le permite establecer todo un retrato sociopolítico a través de la descripción de los espacios, lo que, unido a una voz en off con las reflexiones del conductor sobre su vida, dibuja un discurso quedo pero en el fondo virulento contra las condiciones desiguales de sus conciudadanos. En su segunda pieza, Niaye (1964), la aproximación es similar, aunque en esta ya cree una estructura de ficción más armada, que por momentos se antoja un poco aparatosa. Su cine funciona mejor cuando no hay mucho artificio, como ocurre en algunos de sus primeros largos, personalmente mis preferidos.
En la citada La noire de… la calle sigue muy presente, aunque deberíamos decir mejor las viviendas de los opresores. La realidad que se cuela en su objetivo. En ella, Diouana es contratada por un par de galos burgueses como asistenta del hogar en Dakar, principalmente haciéndose cargo de los niños. La chica considera que ha alcanzado una posición social tan elevada al inicio que hasta ofrece una máscara tradicional a su jefa en consideración por su generosidad. Pero al llegar a Francia sus tareas se van haciendo cada vez más pesadas y le ocupan todo el día. Esta mujer pasa literalmente a no vivir, o vivir exclusivamente para sus amos, estableciéndose una relación entre ellos que en nada se diferencia a la del esclavismo. La estructura del filme es sencilla, directa y, de nuevo, las cartas a sus familiares permiten a Sembène expresar sin ambages el tormento interior de su personaje.
Que los negros son utilizados por los blancos en multitud de ocasiones como en los viejos tiempos, incluso en épocas en teoría más evolucionadas, es otra de las constantes en el cine del de Senegal. Quizás la más compleja y profunda de sus obras a este respecto sea Camp de Thiaroye (1987), sin duda obra ya de madurez en la que confluyen muchas de sus inquietudes. Basada en un evento real (el propio realizador vivió algo parecido como excombatiente en la Segunda Guerra Mundial), el filme retrata las condiciones de vida en un campo de trabajo de tiradores africanos desmovilizados tras el conflicto. A la espera de cobrar su paga, que las autoridades galas escatiman, provocando lo que podría definirse perfectamente como un conflicto sindical, todo termina en una de las masacres más sonrojantes en la historia del ejército francés. El negro muerto no cobra, fin de la historia.
Por sus características temáticas y un importante control narrativo, podemos definir a Camp de Thiaroye, dentro de su austeridad, como una heredera aventajada de El puente sobre el río Kwai (The Bridge on the River Kwai, David Lean, 1957) o La condición humana (人間の條件, Masaki Kobayashi, 1959-1961).
Como decimos, aquí confluyen, más allá de la depuración formal de esa línea clara que obsesionaba a Sembène, muchos de los temas que le interesan: la desigualdad, el racismo, la explotación económica de África por parte de las potencias europeas… Por eso es político, pero también es polémico por no callarse verdades y disparar a todos sin compasión. Es un negro el responsable de que el educado oficial protagonista acabe en un hospital tras una brutal paliza por parte de las tropas norteamericanas por no estar supuestamente donde debe y vestir un uniforme que no es el suyo. ¿Quién va a creerse que un negro sea oficial? Entre negros también hay diferencias, nos recuerda Sembène. No es lo mismo un ciudadano norteamericano, por mucho que sus ancestros hayan sido esclavos, que un pobre negro africano colonizado. El sargento Diatta recibe hasta de los suyos, pero obviamente también de sus teóricos iguales en el ejército. Cuando reclama condiciones dignas ante sus superiores blancos, su argumentado discurso es recibido como incendiario, tachado de “bolchevique”. “Todos los intelectuales son comunistas”, indica un soldado blanco al ver las lecturas del protagonista. El detalle de la entrega a otro oficial de un ejemplar de Le silence de la mer, novela de Jean Bruller que Jean-Pierre Melville convirtió en su ópera prima, sobre un nazi cultivado y atento alojado durante el conflicto en la casa de unos galos en plena campiña francesa, no es casual. Sembène está acusando en particular al ejército, pero por extensión a toda la sociedad gaullista de la época, de actitudes profundamente vichistas, como si nada hubiese cambiado tras la Liberación.
Estos pecados del colonialismo, heredados posteriormente, están también presentes en otras obras polémicas. Emitai (1971) cuenta con una trama algo parecida a la de Camp de Thiaroye, aunque se centra en el momento del reclutamiento. Muestra así como este hecho sacude a comunidades tradicionales y enseña sin exotismo alguno esa África lejana de centros administrativos como Dakar. Las tradiciones aparecen en Ceddo (1977) y Guelwaar (1992), centradas en las luchas entre religiones. De profesión musulmana, Sembène era un gran defensor del acercamiento entre cultos, como así queda demostrado en estas dos películas, en las que pone de manifiesto la insensatez del fanatismo de algunos. En todo caso, reivindica sus tradiciones milenarias animistas, que a pesar de la implantación del cristianismo y el islam, no han logrado borrarse del todo, apareciendo soterradas bajo el manto de estos dos credos mayoritarios. Creencias extranjeras, traídas ya hace tiempo por invasores. El colonialismo también es esto. Pero, como decimos, no hecha solo balones fuera. Es una tradición local del rapto de una princesa la que genera el principal conflicto en Ceddo, como también critica la ablación en Moolaadé (2004). Al final, en Ceddo, es la princesa la que acaba de manera resolutiva y justa con el conflicto.
Desde La noire de… la figura de la mujer fuerte, su reivindicación como ente político, está muy clara. Son ellas las que llevan la casa y hacen que nada se desmorone en las deliciosas comedias Mandabi (1968) y Xala (1975), donde se generan risas a partir de las actitudes ridículas de los hombres, enredados en sus propios sistemas patriarcales de idiotez. En la primera, Ibrahima no sabe cómo gestionar el dinero de un giro que le llega de un familiar desde Francia y que, por no tener el documento equivalente a un DNI, no logra cobrar, cayendo en una enredadera de corrupciones de la que se nutren supuestos amigos, hombres de negocios aparentemente bien intencionados y funcionarios aficionados al cazo. Sembène critica la absurda reproducción de la abultada burocracia francesa, al tiempo que ejecuta una sátira social del pobre que quiere aparentar lo contrario, algo por otra parte muy universal que hace que nos identifiquemos con las penurias de este mentecato. Si hiciese caso a sus mujeres, que calculan mejor las tazas de arroz que él, otro gallo cantaría.
La cuestión de la poligamia aparece también mucho en su obra. Xala hace referencia precisamente a un maleficio que crea impotencia, por lo que el importante hombre de negocios que protagoniza la película no puede satisfacer a su tercera mujer en la noche de bodas. Quizás tres ya sean demasiado para él… Completa su obra una tercera comedia, Faat Kiné (2004), sobre una madre soltera que intenta salir adelante precisamente tras el desaguisado en que la han metido los dos huidizos padres de sus hijos. Sobre estas constantes se mueve una de las filmografías más importantes del cine africano de todos los tiempos.
Med Hondo: un Malcolm X para el cine
La claridad de Sembène contrasta con la experimentación de otros cineastas que podrían encuadrarse en el mismo credo político. El segundo de los movimientos efectuados por el Indie que evidencia esta querencia por la negritud es el homenaje realizado al Forum de la Berlinale como festival invitado por sus 50 años de historia. Hay que considerar, como bien recordaba su directora Cristina Nord en la mesa citada, que el discurso político de muchas de estas películas sigue hoy más vivo que nunca y que cobran una nueva dimensión incluso con el paso del tiempo. En ese caso, para nuestra reflexión, están Angela – Portrait of a Revolutionary (Yolande de Luart, 1971), Eldrige Cleaver, Black Panther (William Klein, 1970), Monangambeee (Sarah Maldoror, 1969) o Phela-Ndaba (End of the Dialogue) (Members of the Pan Africanist Congress, 1970), por nombrar algunas que podrían casar bien con el cine de Sembène y esta reivindicación de la negritud. Pero Nord citó otro nombre, porque venía muy al caso de unos ataques racistas que tuvieron lugar en Alemania poco antes de celebrarse la Berlinale este año, y ese nombre fue Med Hondo. No podría estar más de acuerdo con ella. Este director mauritano nos regaló las dos películas más modernas de toda la selección, dentro y fuera de competencia, las más relevantes sin duda para nuestro contexto político actual. Su radicalidad política y estética es total, es uno de esos realizadores que te descubre la entrada a un nuevo mundo cuando ves su obra. Si realmente no está en nuestro imaginario con el Godard de la época solo puede ser por un motivo: era negro. Y esos dos grandes filmes que vimos fueron Mes voisins (1971) y Soleil Ô (1967).
El primero es una versión corta de lo que terminaría siendo Les Bicôts-Nègres, vos voisins (1974), sobre las condiciones habitacionales de la diáspora africana en el París de los años setenta. Fue la época en la que comenzaron a desplazarse, sobre todo a partir de la independencia de Argelia y Senegal, a los barrios periféricos de la capital francesa, en lo que más tarde vendría a conocerse como la banlieu, barrios enteros que se han convertido en guetos, donde la mayoría de la población es de origen africano. En el preciso momento en que Hondo captura todo este proceso, existe todavía una cierta convivencia entre los antiguos vecinos, que acabarían por abandonar estas zonas mayoritariamente, y los nuevos. El choque racial es total, aspecto que retrata muy bien sobre todo en Soleil Ô. En Mes voisins se centra en los relatos de las personas que habitan esta especie de pisos patera, sus relaciones laborales con franceses blancos y otro tipo de cuestiones que empañan su día a día. La obra se abre con un largo plano de uno de estos trabajadores, que relata cómo lo echaron de una empresa injustamente en un contexto de baja laboral. Lo interesante de esta secuencia es cómo está solidificando ya el tono de todo el metraje. En actitud de plena escucha, atendemos a lo que este hombre tiene que decir, en un lenguaje africano (creo que wolof, pero no he podido confirmarlo) y después se nos ofrece una traducción consecutiva con la imagen congelada. La atención es absoluta, tanto sobre su rostro como en lo que dice, al tiempo que reivindica la lengua propia, no la del colonizador, elemento también muy visible en la obra de Sembène, el primer cineasta el haber rodado jamás en wolof. Tras esto, un paseo por las infraviviendas en las que habitan y testimonios de las personas que pueblan esos pasillos. Parece sencillo, ¿verdad? Sin embargo, la intimidad que Hondo establece con sus compañeros entrevistados, mediante una cámara que los trata con mimo, casi los acaricia, es arrebatadora. Pocos cineastas, en la tradición del cinéma-vérité, han capturado momentos de verdad como estos. Como documento histórico no tiene precio y, en cuanto a lo cinematográfico, puede decirse que estamos ante una variante muy personal de Raymond Depardon. En este nivel se mueve la cosa, en serio. El discurso político es claro y meridiano, más sencillo y directo que en la poliédrica Soleil Ô, filme complejo y completo donde los haya. Para hacerse una idea de lo que retrata Hondo, baste con unos datos que lanza uno de los vecinos sobre una vivienda en la que se encuentran: 7 habitaciones, 51 camas, 80 plazas. Y cada uno paga lo suyo. Si se hace un cálculo de lo que gana el propietario en base a esta explotación infernal, pues son muchos francos… Lo suficiente para seguir invirtiendo en nuevas viviendas en las que hacinar a más personas.
Soleil Ô es una obra con la misma rabia política, pero de una complejidad extrema – esto no quiere decir que sea de difícil digestión, se pasa volando –. Se abre con un rito de bautismo, en que un grupo de inmigrantes africanos en París recibe un nuevo nombre. Renacen para ser barrenderos, como los protagonistas de Un dessert pour Constance(1980), de Sarah Maldoror. Vagan por las calles en busca de trabajos dignos que no encuentran y son víctimas del racismo diario. Enjaulada en una estructura de ficción, esta película tiene en su seno performance, ensayo, documental, teatro, musical… En fin, que es un perro verde que se permite hacer cualquier cosa. Su narrativa se asemeja más a la improvisación del jazz que a cualquier otra cosa. Un motivo conduce al siguiente, y de ese se vuelve al primero, o se introduce otro. Una secuencia de la que ya nos habíamos olvidado en el minuto 20 reaparece en el 80 para ser reconsiderada con un nuevo sentido. No se sabe cómo, pero Hondo logra encapsular en poco más de hora y media todos esos elementos que hemos mencionado al analizar la obra de Sembène y puede que algunos más. Por ejemplo, las relaciones interraciales y el mito del negro como poderoso objeto sexual (lo que supone otra forma de racismo). En una de las secuencias más geniales, Hondo escenifica una cita del protagonista con una mujer blanca en las calles de París. Las miradas y actitudes que capta la cámara alrededor de la pareja son tan exageradas que hasta provocan risa, aunque se trate de comportamientos obviamente muy racistas. Es lo grotesco de la situación lo que nos choca y, al mismo tiempo, revela los signos del tiempo en que se rodó. Un buen ejemplo de lo que Marcel Łoziński llama provocar a la realidad, que tan buenos resultados le ha dado en su cine, y que aquí resulta perfectamente aplicable.
¿Pero es Soleil Ô una película que apela a los sesenta-setenta? Lamentablemente no. Como nos recordaba Nord, el filme sigue muy lamentablemente de absoluta vigencia, lo que habla muy mal de nuestra sociedad y extremadamente bien de un cineasta que supo ir a la esencia del problema, a ese colonialismo / racismo estructural que quería denunciar Sembène. Realizando un símil político entre los dos, podríamos compararlos con Martin Luther King y Malcolm X. Donde el primero (Sembène) adopta una postura más integradora y un discurso más claro, el segundo (Hondo) se abre a la experimentación y su actitud es rupturista. Por momentos, la película llega incluso a dibujar la posibilidad de la opción armada como salida a la opresión experimentada. Es una cinta absolutamente revolucionaria en todos los sentidos y, sencillamente, una obra maestra.
Los herederos de esta insigne estirpe
El Indie realizo todavía dos movimientos más para cerrar la cuadratura del círculo. Por un lado, un ciclo dedicado a la francosenegalesa Mati Diop; por otro, la inclusión de dos largometrajes a competición: Baamum Nafi (Mamadou Dia, 2019), filme senegalés que fue mejor ópera prima en el festival de Locarno; y Eyimofe – This is My Desire (Arie Esiri, Chuko Esiri, 2020), obra también novel de dos hermanos nigerianos, presentada en la pasada Berlinale.
Diría que Diop es más heredera de Hondo que de Sembène, mientras que con los otros ejemplos ocurre lo contrario. La directora de Atlantique (2019), una de las películas que más dividió en el pasado festival de Cannes, crea en esta obra una especie de embrujo que se emparenta muy bien con la música electrónica que suena en la cinta. En efecto, huyendo de narrativas clásicas y jugando con el cine de género, lo que cuenta tiene una estructura más libre de lo habitual, como una pieza no melódica. El especial granulado conseguido por la gran directora de fotografía Claire Mathon, junto con un diseño de sonido magistral, nos ayudan a sumergirnos en esta experiencia sensorial en que se convierte Atlantique, lejos del espiritismo hueco de muchas propuesta parecidas. Se trata de hablar del deseo de huida, del anhelo de la juventud por un futuro mejor, más allá del mar. Y aquí aparece la figura del zombi para hablar metafóricamente de los que ya no están, en la tradición de Jacques Tourneur, y por en medio esa historia de amor tan arrebatada. Personalmente soy de los que defiende Atlantique, como podéis ver. Para mí, una de las películas de 2019.
A Diop tuve el honor de conocerla con Mille soleils (2013), mediometraje en el que también dos jóvenes amantes sueñan con dejar Dakar para irse a vivir a París. Pero no se trata de una ficción al uso. Está construida con los protagonistas de Touki Bouki (1973), que su tío Djibril Diop Mambéty, el más prominente cineasta de Senegal junto a Sembène, rodara cuarenta años atrás. A la postre, el filme es un ejercicio de memoria que retrata muy bien los cambios que se han ejercido en Senegal desde la generación de su tío (la misma de Sembène) desde una historia completamente personal.
Creo que los otros cortos de Diop, que fueron también programados en el Indie, poco o nada tienen que ver con el tema que nos ocupa, pero me parece que lo mejor para avanzar en la desaparición del racismo es naturalizar las historias, con independencia de de qué director provengan. Seguramente un negro estará más capacitado que un blanco para hablar de estas historias, pero no entiendo por qué el segundo no podría ejercer su contribución respetuosamente desde la creación, el rigor y la curiosidad. Peor me parece que la negritud no pueda acceder a otras historias. Me sienta especialmente mal que a Steve McQueen o Spike Lee les lluevan Oscars por trabajos como 12 años de esclavitud (12 Years A Slave, 2013) o Infiltrado en el KKKlan (BlacKkKlansman, 2018); cuando no recibieron ni las gracias por obras más notables como Hunger (2008) o La última noche (25th Hour, 2002). Será que solo son buenos cuando hablan de cosas de negros. Pues bien por el Indielisboa por naturalizar algo que debiera ser tan normal y programar la obra completa de Mati Diop.
Ya por último, Baamum Nafi y Eyimofe serían, como decíamos, herederas de Sembène. La primera dialoga muy bien con obras como Ceddo. Se da en ella también un conflicto religioso, en este caso en el seno del islamismo, con un hermano que aboga por una política más moderada y otro que, auspiciado por islamistas y buscando convertirse en alcalde del pueblo, aspira a instaurar un régimen de línea dura, que no rinda cuentas al estado ni a ninguna autoridad oficial. A pesar del esquematismo psicológico de algunos personajes, pintando a los terroristas como absolutas bestias y a un protagonista de actitud intachable, Baamum Nafi es una película en la que, gracias a la contención actoral y un buen trabajo de montaje, se logra transmitir ese ambiente tenso que se palpa antes de una tempestad. Irregular, pero lo suficientemente interesante y personal como para seguirle la pista a Mamadou Dia.
Eyimofe es pura línea hermanos Dardenne a través de las historias cruzadas de dos trabajadores en Lagos que salen adelante como pueden y sueñan con un futuro mejor. No tiene nada especial, más allá de tratarse de un filme bien ejecutado en esta tradición del cine social que, para mi gusto, está ya demasiado agotada.
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